miércoles, 8 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 23





Tenía una foto de su hermano abrazándola en el centro de la pared. Había hecho esa ampliación pocos días después de que, el muy idiota, se suicidase en la cárcel, y pasaba horas y horas mirándola embelesada. Los dos eran pequeños e inocentes entonces, y no sabían que su madre moriría pocos días después. Era la única persona que le quedaba en el mundo y aquella maldita puta se lo había arrebatado. Ella era la culpable de que se quitara la vida, solo ella debía pagar. Pero se llevaría por delante a todo el que se pusiera en su camino, ya lo había demostrado con creces.


Alrededor de aquella foto se extendía un sinfín de fotografías de Paula. Algunas enteras, otras recortadas, primeros planos, fotos de lejos, con Simon, con su cuñada, con el tal Pedro. Nunca se daba cuenta de que le hacía fotos. 


Esas imágenes le daban la fuerza y el coraje que le faltaban a veces. Verla en ese estado de hundimiento era su sustento de cada día, su fuente de la eterna juventud, porque pronto podría descargar toda su venganza en esa tierna piel perfecta que tanto adoraban los hombres.


Un sonido atrajo su atención en la habitación de enfrente. 


Ahí estaba él. Su Federico, tan cándido e inocente. La noche anterior habían hecho el amor y él le dijo que la amaba, que era la mujer de su vida y que le gustaría formar una familia con ella. Por un momento se sintió conmovida pero no se dejó engañar. Él también la abandonaría antes o después. 


Se había conformado con ella porque no podría alcanzar nunca la cama de la «Gran Señora». Lo había visto en sus ojos todas las veces que hablaba de ella con adoración y devoción infinita. Que hombre más patético, le juraba amor eterno a ella cuando bebía los vientos por otra. Se merecía morir. Pero antes aprovecharía su situación.


Se levantó del sillón y cerró la puerta de la habitación con llave, como siempre. Le había dicho que era el cuarto trastero y que solo guardaba cosas inservibles. Avanzó lentamente los pocos metros que la separaban de la cama y de Federico, que dormía boca arriba, y se sentó a horcajadas sobre él. Lentamente empezó a frotarse contra su miembro que reaccionó a las caricias antes que su mente.


Linda metió las manos dentro de sus pantalones y sacó su verga dura para tocarla con un ansia fuera de lo común. La frotó, arriba y abajo, ejerciendo la presión precisa para que él empezara a jadear.


Vio que la punta se perlaba con algunas gotas de semen y entonces Linda bajó la cabeza y las recogió con su lengua, lentamente, haciendo que Federico gimiera más y más fuerte, y apretara los dientes como si así fuera a detener las sensaciones que la boca de ella le estaban transmitiendo a todo el cuerpo.


—Harás que me corra, Linda, para.


Pero ella seguía, lamiendo, sorbiendo, chupando, dándole un placer que Paula no le daría, pensó.


Ese pensamiento le hizo bajar la guardia, y Federico, con toda la fuerza de su juventud la hizo girar y la dejó de espaldas a la cama. Se miraron una décima de segundo y ella sonrió con una sonrisa amenazante y feroz que puso el vello de punta al inspector.


Bajó la boca para besarla y ella se entregó fieramente, mordiéndole el labio y haciéndole sangre. Lo estaba castigando.


Federico la agarró de los brazos y se los subió a cada lado de la cabeza inmovilizándola. A ella no le gustó e intentó zafarse de las ataduras, pero él se lo impidió.


—Ahora, mi fiera, te quedarás quieta mientras te follo como te mereces por ser una niñita muy traviesa y alterar mis dulces sueños contigo —le dijo en un susurro.


Linda se quedó muy quieta sorprendida por las palabras tan duras y el tono tan brusco que Federico había adquirido en un momento. Quizás no fuera el tonto que ella pensaba y hubiera un futuro a su lado. Quizás podría contarle su plan para hacer desaparecer a Paula, o encubrirla, o ayudarla…


Federico la penetró violentamente y la sacó de sus pensamientos cuando lo único que pudo hacer en ese instante fue disfrutar del placer que despertaba ese hombre en su interior. Fue sexo salvaje, placentero y doloroso a partes iguales, la boca de él le mordía los pezones mientras empujaba cada vez más fuerte. Linda gritaba su nombre cuando él le susurraba bruscamente palabras eróticas que rozaban lo irrazonable. Le mordió el lóbulo de la oreja y su cuerpo se estremeció llegando al éxtasis final. Federico se derramó dentro de ella con un rugido sobrenatural que cortó el aire, denso y cargado, de la habitación de Linda.


Todos sus temores, todas las dudas y vacilaciones que pudieran haber quedado sobre su plan de acabar con la ayudante del Fiscal se evaporaron y una sensación de poder y satisfacción renació dentro de ella al comprobar que ese hombre la deseaba, y si Federico la deseaba era porque la amaba, y si la amaba haría lo que fuera por ella.


Sus respiraciones se serenaron y sus cuerpos se relajaron cuando él salió de su interior y se recostó en la almohada a su lado.


—Eres increíble, Linda —le dijo antes de quedarse dormido.


—No sabes cuánto, cariño, no sabes cuánto —respondió pensando de nuevo que su venganza, el final de todo, estaba cada vez más cerca.



* * * * *


Paula estaba concentrada en los documentos que tenía delante de la mesa. Los había ojeado una y otra vez sin ver nada. Sus pensamientos se desviaban hacia Carmen, hacia Pedro, hacia la persona que la estaba amenazando.


Miró el reloj y vio que era el momento de volver a la sala del tribunal. Ese juicio estaba siendo un verdadero tostón y por mucho que el abogado de la defensa se empeñara en pedir recesos, el chico era culpable e iría a la cárcel.


Pau había hecho su última oferta en cuanto a llegar a un acuerdo y que cumpliera una pena considerable, pero la defensa se empeñaba en afirmar sin remilgos que el chico era inocente y lucharían, estaba segura.


Sonó el teléfono justo antes de salir por la puerta. Miró la pantalla y vio que era Pedro. Colgó. No estaba dispuesta a enfrentarse a él en esos momentos, justo antes de entrar en el tribunal. Volvió a sonar y, de nuevo, colgó. Abrió la puerta y le dijo a Ángelo:
—Guárdame el móvil, por favor. Y llame quien llame, no respondas.


Ángelo y Martínez se miraron con gesto interrogante dirigiendo miradas al pequeño aparato como si no hubieran visto uno igual en su vida.


—Sí, señora —dijo el policía, siguiéndola hasta la puerta de la sala tres de audiencias.


A la salida de los tribunales, Pau iba hablando con un abogado que había conocido hacía un par de años en un juicio. Era un hombre agradable, de unos cuarenta, con un físico bastante aceptable y un poder de convicción en el estrado, brutal. Le había llamado la atención cuando se conocieron porque el hombre siempre tiraba por tierra sus argumentos cuando era abogada y se tenían que enfrentar, pero sin embargo no era capaz de hacerlo desde que ella se convirtió en ayudante del Fiscal del Distrito de Nueva York. 


Mucha gente le había dicho que se sentía atraído por ella y que era probable que también algo intimidado por su posición. Pero ella no dio importancia a ese tipo de chismes de pasillo y dejó de prestar atención al hombre. Unos años más tarde, ahí estaban los dos, hablando como si fueran amigos de toda la vida a pesar del tiempo que llevaban sin verse.


Pedro se fijó en que ella se reía abiertamente con aquel tipo y sintió una punzada de celos. Nunca se había reído así con él, pensó. Pero la verdad es que no habían pasado tanto tiempo juntos como para compartir el tipo de comentarios que la harían sonreír de esa forma. Hizo memoria de los ratos a su lado y siempre le venía la misma sucesión de imágenes: ella con el pelo revuelto gritando su nombre contra la pared, en su cama llevada por la pasión, en la ducha haciéndolo arder de deseo. Siempre eran imágenes de sus relaciones con ella, pero nunca de sus momentos compartidos porque no los había. De repente quiso esos recuerdos más que nada en el mundo. Deseó vivir con ella, tener hijos, llevar una vida simple llena de instantes maravillosos, pero siempre con ella. Se vio cuidando de Paula el resto de su vida y tomó una decisión sin pensar más.


Un taxi se llevó al hombre que la acompañaba y ella quedó esperando en la acera a que llegara su coche. Ángelo y Martínez se encontraban unos pasos más atrás disimulando su escrutinio de la zona mientras leían el periódico de manera fingida.


El teléfono móvil de Pau vibró en el bolsillo de Ángelo que dio un respingo al sentir el suave movimiento pegado a su cuerpo. Lo sacó mirando acusadoramente el aparatito y se lo dio a ella. No se detuvo a mirar quién podía ser. 


Simplemente descolgó y preguntó quién era.


—Otro caso ganado, ¿verdad? Se te ve en la cara de zorra satisfecha, como si el Juez Duffcold te hubiera comido el coño hace un momento. —Paula abrió los ojos como platos y miró a sus acompañantes. Tapó levemente el micrófono del teléfono y dijo en un susurro:
—Es él. Está aquí.


De pronto, los dos hombres se pusieron alerta, mirando fijamente a cualquier persona que estuviera hablando con un móvil en dirección a ellos.


La voz rio fuertemente.


—No, pequeña puta, dile a tus perros que no busquen, que no conseguirán encontrar nada. Te veo, pero tú a mí no.


—¿Qué quieres? —preguntó con decisión.


—¿Qué quiero? —Rio de nuevo—. Verte muerta, puta. Eso es lo que quiero. —Y colgó.


Pedro vio que los dos policías se ponían a buscar algo entre la gente mientras ella hablaba por teléfono con expresión asustada. Supo qué estaba sucediendo al instante y pensó en quedarse en la sombra por si veía algo extraño. Pero lo único que vio fue a Linda acercándose a las escaleras de los tribunales por la calle central. También hablaba por teléfono y llevaba algo más en la mano pero no vio de qué se trataba. 


Volvió su atención a Pau que ya había colgado y cuando Linda pasó por su lado, él la llamó.


—Hola —dijo sorprendida y cauta. Había un brillo extraño en sus ojos—. ¿Estás esperando a Pau?


—Sí, iba a hablar con ella.


—Pues creo que se te escapa —dijo Linda con una sonrisa mirando hacia las escaleras. Paula estaba subiendo en un taxi en ese mismo momento junto a los dos hombres que la acompañaban siempre.


—¡Maldita sea! —exclamó Pedro.


Linda lo miró con una mezcla de pena y satisfacción en los ojos que no gustó nada a Pedro. Había algo en esos ojos que lo ponía nervioso. Un mal presentimiento se instaló en su pecho en cuanto la había visto y ahora le oprimía más y más.


De pronto tuvo una idea.


—¿Me podrías dejar tu teléfono para llamarla? Me he dejado el mío en casa.


Ella vaciló unos segundos. Abrió el bolso que llevaba colgado debajo del brazo, pegado a la axila, miró y lo volvió a cerrar.


—No, no lo he cogido, debí olvidarlo yo también.


Pedro la miró sabiendo que mentía. La había visto hablando por teléfono en la calle. Algo sucedía con esa chica que no le gustaba nada.


—Bueno, pues entonces creo que tendré que ir al despacho para hablar con ella.


—Sí, lo siento.


Pedro hizo un gesto con la mano para despedirse y paró un taxi de inmediato. Algo no encajaba en todo eso.


Cuando se hubo alejado de la zona de los juzgados, sacó su móvil del bolsillo trasero de los pantalones vaqueros y llamó a Mateo.


—¿Tú puedes conseguirme la información que necesito sobre una persona en concreto?


—¿Qué información? —preguntó Mateo con la boca llena. Era la hora del almuerzo.


—Número de la seguridad social, permiso de conducir, facturas, no sé, cualquier cosa que proporcione dirección e identificación.


—Sin problemas, pero necesitaré un nombre y algo más.


—¿Como qué?


—Un teléfono, una cuenta de correo electrónico, algo así.


—Bien, te llamo en un minuto.


Colgó y marcó otro número de inmediato.


—¿Chaves?


—¡Alfonso! ¿Te has equivocado o qué?


—Déjate de tonterías. Necesito el número de teléfono móvil o la dirección de correo electrónico de Linda Trent.


—¿Para qué?


—Eso no te importa. Tú solo dímelo.


—Alfonso, si estás pensando acosar a mi hermana a través de Linda, no voy a participar dándote el medio.


—Simon, la vida de tu hermana está en peligro, lo sé y lo sabes. Necesito el número o el correo de Linda para comprobar una cosa.


—¿Qué ha pasado? —preguntó asustado.


—¡Maldita sea, Simon! Dame lo que te pido y deja de preguntar. No tengo tiempo.


—Está bien. Toma nota. —Simon le dio el número que pedía y la cuenta de correo que tenía de la chica aunque le dijo que no era seguro que siguiera usando la misma. Hacía tiempo que no le mandaba nada.


Pedro le pasó los datos a Mateo y este le prometió que en una hora tendría la información.







LO QUE SOY: CAPITULO 22





Esa tarde tenía un compromiso muy importante y no quería demorarse mucho.


Había quedado a comer con su cuñada en el centro y luego irían a comprar el traje de novia de Carmen. Pau les había dicho que los trajes de la boda se los regalaría ella, sería su regalo junto con los anillos que intercambiarían en la ceremonia, los cuales llevaban en el cajón de la mesilla de Simon desde que anunciaran la boda la primera vez, unos años antes.


Carmen, por aquel entonces, había preferido alquilar un traje de novia para la sencilla ceremonia que habían previsto celebrar, pero al fallecer la madre de Simon y anular la boda, lo devolvió sin mayor problema. Después de tanto tiempo, anunciaron una nueva fecha y Paula se comprometió con ellos a regalarles los respectivos trajes, sin embargo, ellos se negaron pues su regalo seguía guardado a la espera de la ceremonia. Pero ella insistió y ganó, como buena abogada que era, y se alegraba tanto de la felicidad de Carmen por ir a comprar el vestido que consiguió olvidar sus propias preocupaciones.


Tenían tan pocas ganas de perder el tiempo comiendo que lo hicieron en un puesto de comida rápida, siempre acompañadas a relativa distancia, por Ángelo y Martínez, y comenzaron el recorrido por tiendas y almacenes de vestidos de novia. Fueron a sitios de venta outlet, a almacenes donde cientos de modelos de trajes cubiertos por plásticos transparentes formaban una capa blanca y brillante que deslumbraba si la mirabas directamente, tiendas exquisitas de precios abusivos y pequeños comercios tradicionales de trajes a medida. Fue en una de estas tiendas donde Carmen se probó el vestido que le hizo brillar los ojos. No era blanco brillante como la mayoría de vestidos que habían visto, era un blanco mate, blanco roto. El diseño, realizado en tafetán de seda natural, tenía cierto volumen en la falda y realzaba los hombros con un importante trabajo artesanal.


—Estás preciosa, Carmen —dijo Pau con lágrimas en los ojos.


—Es bonito, ¿verdad?


—Es más que bonito, es tu vestido, está hecho para ti, cielo.


—Pero Pau, es muy caro, no quiero que…


—Es mi regalo. No me importa lo que cueste, ¿me has oído? —Se giró hacia la dependienta que escuchaba indiferente la conversación de las cuñadas—. Nos lo quedamos. —La mujer hizo un asentimiento y salió del probador con una sonrisa de satisfacción.


—Eres muy buena, Pau. No sé cómo agradecértelo.


—Te vas a casar con Simon, eso ya es de agradecer —bromeó ella. Las dos chicas rieron de buena gana y se abrazaron entre los hermosos crujidos del tafetán blanco.


—Habrá que buscarte un vestido a ti también —se le ocurrió a Carmen cuando se quitaba su traje.


—Sí, ya lo había pensado… ¿Qué color crees que me quedaría bien?


Carmen la miró con ojos escrutadores, cruzó los brazos, llevó una mano hasta su boca y se mordió la uña del dedo índice, pensativa.


—Estarías guapísima de blanco, Pau —dijo finalmente, sorprendiéndola. Paua bajó la cabeza sonrojada y dejó caer los hombros. No quería tener pensamientos en esos términos. Cuando todo aquello pasara, se dedicaría a su carrera, a su trabajo y se olvidaría del género masculino por una temporada bien larga.


Carmen notó inmediatamente la reacción desolada de su cuñada. Se acercó a la silla en la que estaba sentada y se arrodilló a su lado poniéndole una mano en el hombro.


—¿Por qué no lo llamas, Pau? Habla con él. Ha llamado a casa de Simon mil veces preguntando por ti y nunca te pones. No le coges el teléfono. No puede ser tan malo.


—No me quiere, Carmen. Él no me quiere, ni desea nada conmigo. Solo quiere saber cómo estoy y eso se lo podéis decir cualquiera de vosotros. No me hace falta hablar con él. Eso solo empeoraría las cosas.


—Pero no lo sabes si no lo intentas…


—No quiero intentarlo. No quiero saber nada de él, y os agradecería que no me machaquéis con este tema si no queréis que me vaya a un hotel.


—Vaya, Pau. No conocía este lado oscuro de tu personalidad —dijo Carmen ofendida por la amenaza que acababa de lanzar—. Disculpe, señora Importante, yo solo pretendía ayudar. —Se levantó de su lado y terminó de quitarse el traje. Luego se vistió rápidamente. Estaba dolida y no quería seguir en aquel escueto probador con ella—. ¿Sabes? A veces las personas cometen errores y desean rectificar. Entonces es cuando los ofendidos, orgullosos, meten la pata no aceptando los fallos de los demás. —Cogió el bolso y salió de la tienda.





LO QUE SOY: CAPITULO 21





—¿Jamás? ¿Eso dijo?


—Sí.


—Pues estás jodido, amigo —dijo Mariano dando una palmada en la espalda de Pedro.


Mateo había llamado a Pedro cuando salió en la prensa el asesinato que había ocurrido, la semana anterior, en el despacho de la Fiscalía. Mariano también lo había visto y habían quedado en reunirse un rato para comentar el tema, pues ambos estaban a la espera de que Pedro les contara algo más sobre el incendió y en lugar de eso se habían encontrado con las noticias más espeluznantes. Pero pronto, el tema entre ellos se había desviado al pésimo humor que mostraba Pedro y, por ende, al reciente abandono que había sufrido por parte de Paula.


—Yo le dije que no funcionaría.


—Pfff… ¿Cómo se te ocurre decirle eso a una mujer que acaba de confesar que se está enamorando de ti? ¿Eres tonto o qué? —le espetó Mateo. Pedro cerró los ojos y respiró profundamente.


—¿Por qué no le dices que tú también estás enamorado de ella? —Pedro levantó la cabeza que tenía apoyada sobre las manos y lanzó una mirada llena de furia a Mariano. Este se apartó de su lado pensando que le soltaría un puñetazo y se rio al ver la expresión de desconcierto que ponía Pedro ante su reacción.


—No te voy a pegar, Mariano.


—Pues yo te daré una tunda si vuelves a llamarme así. ¿Por qué no reconoces que la quieres? Venga, hombre. Llevamos toda la tarde aquí en tu casa y lo único de lo que hemos hablado ha sido de ella.


—La verdad es que da mucho de qué hablar. La tía está buenísima —dijo Mateo guiñando un ojo a Mariano, el cual sonrió abiertamente y dio la razón a Mateo con asentimientos repetidos.


—No es tan fácil. ¿Qué pasará cuando tenga que marcharme a otra misión? No puedo decirle adónde voy, ni cuándo volveré, ni si volveré. ¿Qué vida sería esa para ella? No se merece eso, por mucho que la quiera.


—Bueno, visto así, quizás tengas razón —coincidió Mariano.


—O quizás no, hombre. ¿Piensas dedicarte toda tu vida a lo que haces ahora? ¿No crees que ya llevas demasiado tiempo jugándote el tipo por tu país? En algún momento tendrás que parar, Pedro, y este es tan buen momento como cualquier otro.



* * * * *


Unos suaves golpes en la puerta la sacaron de su ensoñación.


—¿Estás bien? —preguntó Linda asomando la cabeza por la puerta. Pau la miró con los ojos empañados. Últimamente, cada vez que alguien le preguntaba eso mismo no podía evitar echarse a llorar. No estaba bien, estaba siendo amenazada de muerte, dos personas habían muerto por su culpa, habían quemado su casa con todas sus cosas dentro y el hombre que amaba le había dicho que no funcionaría. 


Definitivamente, no, no estaba nada bien.


Linda entró y la miró fijamente. Paula sonrió sin humor mientras se limpiaba las lágrimas que habían caído sin que lo notara. Se sorprendía de la cantidad de lágrimas que era capaz de derramar en un momento.


—¿Qué tal? ¿Cómo estás tú? No he sido una buena amiga estos últimos días, ¿verdad? —dijo con algo de pena.


—No te preocupes, yo estoy perfectamente. Soy tan feliz con Federico que no entiendo cómo podía estar antes sin él. —Paula sintió un ramalazo de celos y pensó, por un instante, que su amiga era un poco desconsiderada al presumir de su relación idílica con el inspector cuando ella lo estaba pasando tan mal. Pero luego recapacitó. Debía alegrarse por su amiga.


—El inspector Federico Matters está aquí ¿lo hago pasar o le digo que espere? —preguntó la recepcionista a través del interfono.


—Hazlo pasar. Gracias.


Unos toques contundentes en la puerta precedieron la aparición del inspector en el despacho de Paula. Linda se levantó de un salto, se lanzó a sus brazos y le dio un beso en la boca que a Pau le pareció de lo más fingido. Federico parecía incómodo cuando ella se separó a un lado. Se había sonrojado.


—Las dos mujeres que ocupan todo mi tiempo juntas en la misma habitación —dijo con una tímida sonrisa mientras se rascaba la nuca con la mano.


A Linda no le hizo nada de gracia el inocente comentario de su novio. Lo soltó de repente y se volvió a sentar en la silla donde estaba dejándolo de pie delante de ellas.


—¿A qué has venido? —le preguntó Linda con dureza. Pau abrió los ojos sorprendida por ese comportamiento en su amiga. El inspector pareció dudar un momento y luego dijo:
—Tengo nueva información sobre el caso de los chantajes, señora. —Le había hablado a Paula directamente como si hubiera pasado por alto la pregunta de su chica.


—Bien —dijo Pau. Luego miró a su amiga y recobrando su tono de voz serio y pausado le dijo—: Linda, si eres tan amable de dejarnos solos… —Ella le lanzó una mirada furibunda, resopló de manera nada femenina y salió del despacho sin decir ni una palabra.


Pau le indicó a Federico que se sentara y este lo hizo con un pesar francamente visible.


—Es muy temperamental, ya lo sabe —dijo excusando la actitud de Linda.


—Ya lo sé, pero no deja de sorprenderme su reacción.


—Está estresada. Se queda muchas noches a trabajar y duerme poco, ¿sabe? Estoy algo preocupado.


—¿Quieres que hable con ella?


—¿Lo haría? Sé que no está pasándolo realmente bien.


—No importa, descuida. Hablaré con ella. Y ahora dime, ¿qué es eso nuevo en el caso?


Un brillo de triunfo se instaló en los ojos del inspector. Abrió su maletín y sacó una carpeta que colocó cuidadosamente delante de ella.


—La tenemos.


—¿Qué? —exclamó Pau sin entender bien qué quería decir con eso.


—Que ya sé quién es la chantajista. Bueno, en realidad no, pero he encontrado el denominador común.


—¿Y es…?


—En todas las residencias con las que hemos hablado, en todas sin excepción, nos han comentado que había una voluntaria que se encargaba de las personas que acabaron falleciendo. En las muertes de los ancianos no había nada extraño pero la chica desaparecía cuando ellos estiraban la pata y nunca más se supo nada de ella. Les he pedido a varias de las residencias que me manden una foto de la voluntaria para comprobar si es la misma persona siempre. Si fuera así, solo habría que encontrarla.


—Bueno, es un paso importante, inspector. ¿Sabemos algo de la edad de esa chica, o del aspecto que puede tener? ¿Alguna característica física que pueda servirnos?


—En cada una de las residencias me daban una descripción diferente pero siempre era una chica de unos veinticinco a treinta y cinco años, delgada. Sin marcas ni aspectos relevantes.


—Bien, avísame cuando lleguen las fotos, ¿de acuerdo?


—Sí, señora.



martes, 7 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 20




—Pensé que ya no quedaba nadie en la oficina —dijo Kalvin mirando fijamente a la persona que había encontrado en el despacho de la ayudante del Fiscal.


—Tenía que acabar unos asuntos antes de marcharme, pero eso a ti no te importa. Haz tu trabajo —le espetó con furia antes de cerrar la puerta. Ahora tendría que deshacerse de él. Si le contaba a alguien que había estado ahí todo se iría al traste.


Dejó los papeles encima de la mesa y abrió la puerta del despacho silenciosamente. A lo lejos, se oía el ruido ahogado de las ruedas del carro de limpieza de Kalvin Merrywether y el silbido triste que siempre lo acompañaba cuando se metía en faena.


Agarró el pesado pisapapeles con el que la recepcionista sujetaba los recados de la oficina y fue detrás de él. Parecía que ni siquiera rozara el suelo, se desplazó de forma tan liviana que Kalvin no tuvo oportunidad de reaccionar. Le asestó un fuerte golpe en la cabeza con el trozo de mármol negro y el hombre, cuyo aspecto habría dejado sin habla a más de uno por lo rudo y amenazante que parecía, se desplomó de inmediato.


No estaba muerto, y eso era un problema, porque ahora tendría que ocuparse de rematarlo, igual que hizo con la sebosa señora Plaid. Pero claro, no podía quemar la oficina…
—Ya se me ocurrirá algo —dijo en voz alta.



* * * * *


Paula abrió los ojos lentamente y se estiró entre las sábanas. Se sentía satisfecha y contenta a pesar de las circunstancias que la rodeaban. No había sido un sueño, ni mucho menos. Había sido de verdad. Él había vuelto y habían hecho el amor tan salvajemente, primero, y tan apasionadamente después que le dolía hasta el último músculo de su sensible cuerpo, pero había valido la pena. 


Estaba exhausta, colmada y hambrienta, pensó.


Miró el reloj cuando eran las nueve de la mañana. Un olor a café y tostadas le llegó a las fosas nasales haciendo que su estómago vacío rugiera de urgencia. Sonrió feliz. No recordaba cuándo había sido tan feliz en su vida.


Pedro estaba en la cocina desayunando cuando ella apareció por la puerta con los ojos aún entrecerrados por el sueño. Pau se dio cuenta de que llevaba el teléfono en la oreja, pero no hablaba, solo escuchaba y emitía algún que otro sonido en contadas ocasiones. Su expresión era pétrea, salvando el esbozo de sonrisa que hizo cuando la vio en la puerta de la cocina con su camiseta de West Point, descalza y con el pelo enmarañado.


—Está bien. Pasaremos por allí esta mañana —dijo y colgó. La miró por encima de su taza y le preguntó—: ¿Café?


—Sí, por favor. —Se sentó en el taburete enfrente de Pedro—. ¿Quién era? —preguntó haciendo un gesto hacia el teléfono que estaba encima de la mesa donde lo había dejado él tras su escueta conversación. Pedro la miró un momento con expresión seria y respondió.


—Era Simon. Tenemos que ir a la comisaría esta mañana. Han escuchado la grabación de la llamada de anoche y quieren hablar contigo.


Pau lo miraba fijamente mientras le hablaba. No podía creer que se olvidara tan fácilmente de la pesadilla que estaba viviendo cuando lo tenía a su lado.


—¿Qué piensas? —preguntó él.


—En ti —respondió un tanto avergonzada por su descaro. 


Ese hombre era imponente y se sobrecogía cuando pensaba en lo que habían hecho.


—¿Y qué piensas concretamente? —dijo acercándose a su taburete y poniendo su cuerpo entre las piernas de ella. Le agarró los muslos desnudos con las manos y los acarició suavemente con sus manos callosas y ásperas.


—Pienso que me he enamorado perdidamente de un hombre al que no conozco —soltó ella con dulzura, sin dejar de mirarlo, absorbiendo el calor que su cuerpo desprendía y sintiendo sus manos como lenguas de fuego.


Pedro cesó sus caricias de golpe, pero continuaba mirándola a los ojos. La mirada jocosa había desaparecido volviéndose fría e inexpresiva. Luego, poco a poco, se fue separando de ella consciente de que no podía seguir adelante con aquella relación. Su vida era mucho más complicada de lo que ella pensaba y no funcionaría. Él iba y venía según las órdenes que le enviaban. Lo mismo podía estar en Nueva York ahora, que dentro de una hora encontrarse camino de la otra punta del mundo. Podría tardar unas horas en resolver lo que fuera que le encargaran o meses. Y si le pasaba cualquier cosa… no quería tener a más gente preocupándose por si volvía vivo o muerto, o no volvía nunca.


—¿Qué sucede? —preguntó Pau alarmada por su reacción—. No he dicho nada que no sea verdad, Pedro.


—No lo dudo, pero esto no funcionará, Paula. No va a funcionar.


Paula abrió los ojos sorprendida por sus palabras. Sintió que algo dentro de ella se rompía en mil pedazos. ¿Qué quería decir él con eso de que no iba a funcionar? Ya estaba funcionando, pensó al borde de las lágrimas.


—¿Por qué dices que no funcionará? ¿No crees que lo que pasó anoche y lo que está pasando desde que nos vimos es algo? —preguntó disgustada. Debía mantenerse firme para no llorar.


—No pretendo que lo entiendas, Pau —respondió mirando por el ventanal.


—¿Por qué? ¡Explícamelo! ¡¿Funcionamos cuando follamos, pero para mantener una relación no?! ¿Es eso?


—¡No! —gritó él fuera de control. Paula abrió los ojos ante aquel estallido repentino y Pedro respiró hondo para controlarse—. No es eso. No puedo tener una relación contigo. Mi vida es demasiado complicada para que entres en ella. —Resopló frustrado y enfadado por no tener las palabras exactas con las que describir cuál era la situación—. Ya te he dicho que no espero que lo entiendas. Esto es todo lo que soy —dijo señalándose de la cabeza a los pies—, me valgo de mí mismo para hacer lo que hago. No quiero complicaciones en mi vida, Pau. Lo siento.


Lo miró cuando se iba a la habitación y al momento oyó el grifo de la ducha.


Paula tuvo la sensación de encontrarse en una montaña rusa. En un instante estaba en la cima del mundo y al siguiente se encontraba hundida en las profundidades. Tragó con dificultad el bocado que había dado a la tostada ya fría y dio un sorbo al café, fuerte y amargo, como Pedro esa mañana.


No hablaron ni una sola palabra en todo el trayecto hasta la comisaría donde Simon los esperaba con cara de pocos amigos.


Se acercó a su hermana, le dio un beso en la sien y percibió que estaba más pálida de lo habitual pero entendió que se debía a las circunstancias. Sin embargo, aún no conocía las últimas noticias que habían llegado esa mañana. Miró a Pedro y le hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo que él correspondió de forma similar.


Entraron por un pasillo lleno de puertas en las que la actividad era frenética. Llegaron a una que se encontraba cerrada y Simon llamó con los nudillos. Oyeron una voz que les autorizaba a pasar y entraron en la pequeña habitación, mal ventilada y con un fuerte olor a humanidad.


—Siéntense —dijo un hombre grueso de unos cincuenta años, sentado al otro lado de una mesa blanca de oficina. A su lado, de pie, había otro más joven, de unos treinta y cinco, aproximadamente, con una cicatriz que le dividía la ceja en dos, lo que le daba un aspecto siniestro. Ambos llevaban camisa blanca arremangada en los brazos y pantalones negros con zapatos de vestir negros, también. 


Por su aspecto desaliñado y sus semblantes sudorosos, parecía que hubieran pasado la noche en la comisaría.


Simon los saludo con un cordial apretón de manos y los presentó. El capitán Lester Morrison esbozó una cordial sonrisa cuando estrechó la mano de la ayudante del Fiscal. 


Sin embargo, miró a Pedro con unos ojos cargados de frialdad y descortesía, y su apretón de manos fue más seco y cortante. Por el contrario, el teniente Archibald Wayne, el más joven, saludó a ambos con igual cortesía.


—Bien, creo que este caso se nos está yendo de las manos por momentos, señora Chaves. Debería usted haber denunciado las llamadas en cuanto se produjo la primera. Al igual que la desaparición de su secretaria. Ahora tenemos otra víctima más que está relacionada con usted.


—¿Otra víctima? —preguntó sobresaltada. Abrió los ojos exageradamente cuando comprobó que tanto Simon como Pedro sabían de qué hablaba el capitán. Los labios le empezaron a temblar y tuvo que mordérselos para que no se notara su inquietud y sus ganas de echarse a llorar—. ¿Quién? —susurró con voz temblorosa.


—Kalvin Merrywether, ¿le suena? —se adelantó el teniente Wayne.


Paula contuvo la respiración y ahogó un grito entre sus manos cuando recordó al extraño hombre de la limpieza.


Llevaba en esa oficina desde antes de que ella llegara allí. 


Tenía familia, al menos dos hijos y, a pesar de su aspecto, era amable y bueno con la gente. Nunca se quedaba nada que encontrara por la oficina.


En una ocasión se le perdió uno de los pendientes de oro preferidos de su difunta madre. Pasó tres días buscando por todas partes sin decir nada a nadie, y una mañana, al llegar a la oficina, Kalvin se lo había dejado encima de la mesa con una nota.


Paula no pudo evitar romper a llorar. Los cuatro hombres se miraron sin saber qué hacer. Fue Pedro quien le cogió la mano y le susurró tranquilamente que se calmase.


—¿Cómo murió? —preguntó cuando ya se había repuesto en parte.


—¿De verdad quiere saberlo? —Paula asintió convencida—. Al principio pensábamos que había resbalado y se había golpeado contra el suelo. Tenía un buen golpe en la parte de atrás de la cabeza. Pero unos minutos antes de su llegada, el forense ha enviado el informe definitivo y, para nuestra sorpresa, el señor Merrywether tenía el cuello roto y recolocado, tal y como le sucediera a la señora Plaid, su secretaria. Por lo tanto, nos encontramos con dos asesinatos en toda regla, y ningún sospechoso a la vista. Todo esto sumado a las llamadas de teléfono que ha estado recibiendo, y al incendio de su piso, nos deja en una situación algo complicada, señora.


—¿Creen que es la misma persona? —preguntó Pedro.


—Sí, creemos que puede ser la misma persona, aunque todavía nos falta encontrar el móvil de todo esto —contestó el capitán—. Señora Chaves, ¿conoce usted a alguien que pueda llegar a estos extremos? ¿Tiene muchos enemigos, señora?


—¡Pues claro que tiene enemigos! Es la ayudante del Fiscal del Distrito, por el amor de Dios —explotó Simon—. Todos los delincuentes de Nueva York que están en la cárcel gracias a sus aportaciones estarían encantados de hacerle algo así.


—Relájate, Simon —le dijo Archibald Wayne—, sabemos que esto no es plato de buen gusto para ti, pero necesitamos que ella conteste.


—No lo sé, teniente. No sé quién puede tener tantas ganas de verme muerta. —Su voz sonaba inusualmente serena y dura. Pedro se fijó en que los ojos ya no le brillaban por las lágrimas sino de puro odio y resentimiento.


—Bueno, reuniremos todo lo que tenemos en nuestras manos e intentaremos sacar algo en claro. Quizás sea necesario que se pase por aquí algún día más, ¿de acuerdo? —Pau asintió—. Pues hemos acabado.


Antes de salir, el teniente le dijo a Simon:
—Vamos a poner una patrulla a vigilar tu casa día y noche, Simon. —Luego se dirigió a ella—. Señora Chaves, le pondremos protección de paisano, ¿de acuerdo? Eso significa que deberá ignorarlos para que pasen desapercibidos cuando se encuentre en público.


—No necesitará protección de paisano, yo me haré cargo —dijo Pedro de repente.


—No —le espetó ella duramente con una mirada que lo dejó sin habla—. Aceptaré esa protección, teniente.


—Bien, los agentes Ángelo y Martínez la acompañaran a partir de hoy, mientras sea necesario. Procure no salir de casa si no es importante. Tenga el teléfono móvil a mano en todo momento y no haga locuras, ¿está claro? —Paula asintió nerviosa. Se cruzó de brazos cuando salían de la comisaría para que nadie pudiera detectar el temblor de manos que tenía. También le dolía la cabeza bastante. No sabía cuándo le había llegado el dolor pero ahí estaba. 


Necesitaba tomarse algo con urgencia y tener un poco de paz y oscuridad.


—Te llevo al despacho —dijo Pedro cuando ya estaba en la calle. Simon se había quedado dentro hablando con Ángelo y Martínez.


—No, cogeré un taxi, descuida. —Levantó la mano para llamar a uno.


—Pau… por favor.


—No, no necesito que me lleves, ni me traigas, ni nada de nada, ¿te enteras? —Le lanzó con tanta rabia las palabras que sintió cómo ella misma se partía en dos por dentro. Pedro abrió la boca para decir algo pero la volvió a cerrar de inmediato—. Creo que no es buena idea que nos veamos, tenías razón. En estos momentos no quiero tener una relación con nadie, y mucho menos contigo, Pedro.


—Paula, no hagas eso… No puedes h…


—¿Qué no haga, qué? Eres tú el que esta mañana ha dicho que no iba a funcionar. Te estoy dando la razón y facilitándote las cosas. —Estaba gritando en medio de la calle. Algunos policías en la puerta ya se encogían de hombros al ver la discusión entre ellos. Ella levantó de nuevo el brazo para llamar a un taxi y al momento llegó uno. Abrió la puerta con furia y antes de meterse dentro se volvió y le dijo—: No quiero volver a verte, jamás.