martes, 7 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 20




—Pensé que ya no quedaba nadie en la oficina —dijo Kalvin mirando fijamente a la persona que había encontrado en el despacho de la ayudante del Fiscal.


—Tenía que acabar unos asuntos antes de marcharme, pero eso a ti no te importa. Haz tu trabajo —le espetó con furia antes de cerrar la puerta. Ahora tendría que deshacerse de él. Si le contaba a alguien que había estado ahí todo se iría al traste.


Dejó los papeles encima de la mesa y abrió la puerta del despacho silenciosamente. A lo lejos, se oía el ruido ahogado de las ruedas del carro de limpieza de Kalvin Merrywether y el silbido triste que siempre lo acompañaba cuando se metía en faena.


Agarró el pesado pisapapeles con el que la recepcionista sujetaba los recados de la oficina y fue detrás de él. Parecía que ni siquiera rozara el suelo, se desplazó de forma tan liviana que Kalvin no tuvo oportunidad de reaccionar. Le asestó un fuerte golpe en la cabeza con el trozo de mármol negro y el hombre, cuyo aspecto habría dejado sin habla a más de uno por lo rudo y amenazante que parecía, se desplomó de inmediato.


No estaba muerto, y eso era un problema, porque ahora tendría que ocuparse de rematarlo, igual que hizo con la sebosa señora Plaid. Pero claro, no podía quemar la oficina…
—Ya se me ocurrirá algo —dijo en voz alta.



* * * * *


Paula abrió los ojos lentamente y se estiró entre las sábanas. Se sentía satisfecha y contenta a pesar de las circunstancias que la rodeaban. No había sido un sueño, ni mucho menos. Había sido de verdad. Él había vuelto y habían hecho el amor tan salvajemente, primero, y tan apasionadamente después que le dolía hasta el último músculo de su sensible cuerpo, pero había valido la pena. 


Estaba exhausta, colmada y hambrienta, pensó.


Miró el reloj cuando eran las nueve de la mañana. Un olor a café y tostadas le llegó a las fosas nasales haciendo que su estómago vacío rugiera de urgencia. Sonrió feliz. No recordaba cuándo había sido tan feliz en su vida.


Pedro estaba en la cocina desayunando cuando ella apareció por la puerta con los ojos aún entrecerrados por el sueño. Pau se dio cuenta de que llevaba el teléfono en la oreja, pero no hablaba, solo escuchaba y emitía algún que otro sonido en contadas ocasiones. Su expresión era pétrea, salvando el esbozo de sonrisa que hizo cuando la vio en la puerta de la cocina con su camiseta de West Point, descalza y con el pelo enmarañado.


—Está bien. Pasaremos por allí esta mañana —dijo y colgó. La miró por encima de su taza y le preguntó—: ¿Café?


—Sí, por favor. —Se sentó en el taburete enfrente de Pedro—. ¿Quién era? —preguntó haciendo un gesto hacia el teléfono que estaba encima de la mesa donde lo había dejado él tras su escueta conversación. Pedro la miró un momento con expresión seria y respondió.


—Era Simon. Tenemos que ir a la comisaría esta mañana. Han escuchado la grabación de la llamada de anoche y quieren hablar contigo.


Pau lo miraba fijamente mientras le hablaba. No podía creer que se olvidara tan fácilmente de la pesadilla que estaba viviendo cuando lo tenía a su lado.


—¿Qué piensas? —preguntó él.


—En ti —respondió un tanto avergonzada por su descaro. 


Ese hombre era imponente y se sobrecogía cuando pensaba en lo que habían hecho.


—¿Y qué piensas concretamente? —dijo acercándose a su taburete y poniendo su cuerpo entre las piernas de ella. Le agarró los muslos desnudos con las manos y los acarició suavemente con sus manos callosas y ásperas.


—Pienso que me he enamorado perdidamente de un hombre al que no conozco —soltó ella con dulzura, sin dejar de mirarlo, absorbiendo el calor que su cuerpo desprendía y sintiendo sus manos como lenguas de fuego.


Pedro cesó sus caricias de golpe, pero continuaba mirándola a los ojos. La mirada jocosa había desaparecido volviéndose fría e inexpresiva. Luego, poco a poco, se fue separando de ella consciente de que no podía seguir adelante con aquella relación. Su vida era mucho más complicada de lo que ella pensaba y no funcionaría. Él iba y venía según las órdenes que le enviaban. Lo mismo podía estar en Nueva York ahora, que dentro de una hora encontrarse camino de la otra punta del mundo. Podría tardar unas horas en resolver lo que fuera que le encargaran o meses. Y si le pasaba cualquier cosa… no quería tener a más gente preocupándose por si volvía vivo o muerto, o no volvía nunca.


—¿Qué sucede? —preguntó Pau alarmada por su reacción—. No he dicho nada que no sea verdad, Pedro.


—No lo dudo, pero esto no funcionará, Paula. No va a funcionar.


Paula abrió los ojos sorprendida por sus palabras. Sintió que algo dentro de ella se rompía en mil pedazos. ¿Qué quería decir él con eso de que no iba a funcionar? Ya estaba funcionando, pensó al borde de las lágrimas.


—¿Por qué dices que no funcionará? ¿No crees que lo que pasó anoche y lo que está pasando desde que nos vimos es algo? —preguntó disgustada. Debía mantenerse firme para no llorar.


—No pretendo que lo entiendas, Pau —respondió mirando por el ventanal.


—¿Por qué? ¡Explícamelo! ¡¿Funcionamos cuando follamos, pero para mantener una relación no?! ¿Es eso?


—¡No! —gritó él fuera de control. Paula abrió los ojos ante aquel estallido repentino y Pedro respiró hondo para controlarse—. No es eso. No puedo tener una relación contigo. Mi vida es demasiado complicada para que entres en ella. —Resopló frustrado y enfadado por no tener las palabras exactas con las que describir cuál era la situación—. Ya te he dicho que no espero que lo entiendas. Esto es todo lo que soy —dijo señalándose de la cabeza a los pies—, me valgo de mí mismo para hacer lo que hago. No quiero complicaciones en mi vida, Pau. Lo siento.


Lo miró cuando se iba a la habitación y al momento oyó el grifo de la ducha.


Paula tuvo la sensación de encontrarse en una montaña rusa. En un instante estaba en la cima del mundo y al siguiente se encontraba hundida en las profundidades. Tragó con dificultad el bocado que había dado a la tostada ya fría y dio un sorbo al café, fuerte y amargo, como Pedro esa mañana.


No hablaron ni una sola palabra en todo el trayecto hasta la comisaría donde Simon los esperaba con cara de pocos amigos.


Se acercó a su hermana, le dio un beso en la sien y percibió que estaba más pálida de lo habitual pero entendió que se debía a las circunstancias. Sin embargo, aún no conocía las últimas noticias que habían llegado esa mañana. Miró a Pedro y le hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo que él correspondió de forma similar.


Entraron por un pasillo lleno de puertas en las que la actividad era frenética. Llegaron a una que se encontraba cerrada y Simon llamó con los nudillos. Oyeron una voz que les autorizaba a pasar y entraron en la pequeña habitación, mal ventilada y con un fuerte olor a humanidad.


—Siéntense —dijo un hombre grueso de unos cincuenta años, sentado al otro lado de una mesa blanca de oficina. A su lado, de pie, había otro más joven, de unos treinta y cinco, aproximadamente, con una cicatriz que le dividía la ceja en dos, lo que le daba un aspecto siniestro. Ambos llevaban camisa blanca arremangada en los brazos y pantalones negros con zapatos de vestir negros, también. 


Por su aspecto desaliñado y sus semblantes sudorosos, parecía que hubieran pasado la noche en la comisaría.


Simon los saludo con un cordial apretón de manos y los presentó. El capitán Lester Morrison esbozó una cordial sonrisa cuando estrechó la mano de la ayudante del Fiscal. 


Sin embargo, miró a Pedro con unos ojos cargados de frialdad y descortesía, y su apretón de manos fue más seco y cortante. Por el contrario, el teniente Archibald Wayne, el más joven, saludó a ambos con igual cortesía.


—Bien, creo que este caso se nos está yendo de las manos por momentos, señora Chaves. Debería usted haber denunciado las llamadas en cuanto se produjo la primera. Al igual que la desaparición de su secretaria. Ahora tenemos otra víctima más que está relacionada con usted.


—¿Otra víctima? —preguntó sobresaltada. Abrió los ojos exageradamente cuando comprobó que tanto Simon como Pedro sabían de qué hablaba el capitán. Los labios le empezaron a temblar y tuvo que mordérselos para que no se notara su inquietud y sus ganas de echarse a llorar—. ¿Quién? —susurró con voz temblorosa.


—Kalvin Merrywether, ¿le suena? —se adelantó el teniente Wayne.


Paula contuvo la respiración y ahogó un grito entre sus manos cuando recordó al extraño hombre de la limpieza.


Llevaba en esa oficina desde antes de que ella llegara allí. 


Tenía familia, al menos dos hijos y, a pesar de su aspecto, era amable y bueno con la gente. Nunca se quedaba nada que encontrara por la oficina.


En una ocasión se le perdió uno de los pendientes de oro preferidos de su difunta madre. Pasó tres días buscando por todas partes sin decir nada a nadie, y una mañana, al llegar a la oficina, Kalvin se lo había dejado encima de la mesa con una nota.


Paula no pudo evitar romper a llorar. Los cuatro hombres se miraron sin saber qué hacer. Fue Pedro quien le cogió la mano y le susurró tranquilamente que se calmase.


—¿Cómo murió? —preguntó cuando ya se había repuesto en parte.


—¿De verdad quiere saberlo? —Paula asintió convencida—. Al principio pensábamos que había resbalado y se había golpeado contra el suelo. Tenía un buen golpe en la parte de atrás de la cabeza. Pero unos minutos antes de su llegada, el forense ha enviado el informe definitivo y, para nuestra sorpresa, el señor Merrywether tenía el cuello roto y recolocado, tal y como le sucediera a la señora Plaid, su secretaria. Por lo tanto, nos encontramos con dos asesinatos en toda regla, y ningún sospechoso a la vista. Todo esto sumado a las llamadas de teléfono que ha estado recibiendo, y al incendio de su piso, nos deja en una situación algo complicada, señora.


—¿Creen que es la misma persona? —preguntó Pedro.


—Sí, creemos que puede ser la misma persona, aunque todavía nos falta encontrar el móvil de todo esto —contestó el capitán—. Señora Chaves, ¿conoce usted a alguien que pueda llegar a estos extremos? ¿Tiene muchos enemigos, señora?


—¡Pues claro que tiene enemigos! Es la ayudante del Fiscal del Distrito, por el amor de Dios —explotó Simon—. Todos los delincuentes de Nueva York que están en la cárcel gracias a sus aportaciones estarían encantados de hacerle algo así.


—Relájate, Simon —le dijo Archibald Wayne—, sabemos que esto no es plato de buen gusto para ti, pero necesitamos que ella conteste.


—No lo sé, teniente. No sé quién puede tener tantas ganas de verme muerta. —Su voz sonaba inusualmente serena y dura. Pedro se fijó en que los ojos ya no le brillaban por las lágrimas sino de puro odio y resentimiento.


—Bueno, reuniremos todo lo que tenemos en nuestras manos e intentaremos sacar algo en claro. Quizás sea necesario que se pase por aquí algún día más, ¿de acuerdo? —Pau asintió—. Pues hemos acabado.


Antes de salir, el teniente le dijo a Simon:
—Vamos a poner una patrulla a vigilar tu casa día y noche, Simon. —Luego se dirigió a ella—. Señora Chaves, le pondremos protección de paisano, ¿de acuerdo? Eso significa que deberá ignorarlos para que pasen desapercibidos cuando se encuentre en público.


—No necesitará protección de paisano, yo me haré cargo —dijo Pedro de repente.


—No —le espetó ella duramente con una mirada que lo dejó sin habla—. Aceptaré esa protección, teniente.


—Bien, los agentes Ángelo y Martínez la acompañaran a partir de hoy, mientras sea necesario. Procure no salir de casa si no es importante. Tenga el teléfono móvil a mano en todo momento y no haga locuras, ¿está claro? —Paula asintió nerviosa. Se cruzó de brazos cuando salían de la comisaría para que nadie pudiera detectar el temblor de manos que tenía. También le dolía la cabeza bastante. No sabía cuándo le había llegado el dolor pero ahí estaba. 


Necesitaba tomarse algo con urgencia y tener un poco de paz y oscuridad.


—Te llevo al despacho —dijo Pedro cuando ya estaba en la calle. Simon se había quedado dentro hablando con Ángelo y Martínez.


—No, cogeré un taxi, descuida. —Levantó la mano para llamar a uno.


—Pau… por favor.


—No, no necesito que me lleves, ni me traigas, ni nada de nada, ¿te enteras? —Le lanzó con tanta rabia las palabras que sintió cómo ella misma se partía en dos por dentro. Pedro abrió la boca para decir algo pero la volvió a cerrar de inmediato—. Creo que no es buena idea que nos veamos, tenías razón. En estos momentos no quiero tener una relación con nadie, y mucho menos contigo, Pedro.


—Paula, no hagas eso… No puedes h…


—¿Qué no haga, qué? Eres tú el que esta mañana ha dicho que no iba a funcionar. Te estoy dando la razón y facilitándote las cosas. —Estaba gritando en medio de la calle. Algunos policías en la puerta ya se encogían de hombros al ver la discusión entre ellos. Ella levantó de nuevo el brazo para llamar a un taxi y al momento llegó uno. Abrió la puerta con furia y antes de meterse dentro se volvió y le dijo—: No quiero volver a verte, jamás.







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