martes, 8 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 20




Paula despidió a la penúltima paciente y fue a ver a la siguiente, alegrándose al descubrir que se trataba de Allison Cartwright. Cuando entró en la habitación, esta le mostró una sonrisa, pero la borró enseguida.


–Parece que te hubieran pegado, Joanna.


–Ha sido un día largo –contestó ella, que sentía que le habían pegado en el corazón.


Se sentó en una silla junto a la mesa donde estaba Allison, que tenía los pies hinchados apoyados en un taburete.


–¿Cómo te sientes?


–Bastante bien, salvo lo típico del embarazo. Como tú ibas retrasada me ha examinado Caroline.


–Lo siento, hoy no ando muy deprisa. ¿Algo especial?


–La verdad –empezó Allison, cuya sonrisa desapareció– es que está un poco preocupada por mi tensión.


–Tienes la tensión un poco alta pero la orina parece normal –comentó Paula después de revisar las notas–. De todos modos tienes un principio de edema. Para asegurarnos te voy a poner a reposo en cama las próximas semanas. También quiero mirarte el lunes y mientras te haremos algunos tests de laboratorio.


–¿Reposo en cama? ¿Es necesario? No me siento mal ni nada y si tengo que dejar el trabajo antes de tiempo me arriesgo a perderlo.


–Allison, sé que es duro, pero no quiero que corras el riesgo de que le pase algo a tu bebé. Puedes tener preeclampsia y no queremos arriesgarnos. Preeclampsia es una condición…


–Lo sé todo –la cortó Allison–. Mi hermana y mi madre la tuvieron. De hecho mi madre murió al dar a luz a mi hermana por una preeclampsia.


–Siento mucho oír eso, Allison –dijo Paula, cuya preocupación creció–. Y es una razón más para observarte con precaución si tienes predisposición genética.


–De acuerdo –suspiró ella–, me inventaré algo. Este bebé es muy importante para mí y no quiero correr riesgos. Después de todo, los médicos dijeron que no podría quedarme embarazada.


–Pues supongo que se equivocaron, ¿no? –dijo la comadrona con una sonrisa.


–Sí, y hablando de médicos, he hablado con el doctor Alfonso.


–¿Ah, sí?


–Sí, por teléfono, y te agradezco que le contaras mi decisión.


–¿Ha estado bien contigo?


–Sí, por lo que yo he notado.


–Me alegro –dijo Paula, que se preguntaba cómo de cooperativo se mostraría si supiera los recientes problemas de la paciente.


–Sin embargo parecía algo distraído.


–Estoy segura de que estará ocupado.


–Me ha dicho que estoy en buenas manos contigo –continuó, y sonrió–. ¿Tiene un conocimiento personal de tus manos?


–Muy graciosa, Allison.


–Lo siento, pero el día que lo vi aquí en el centro parecía que había algo entre vosotros.


–¿Qué te hace pensar eso?


–Su forma de mirarte. ¿Me vas a negar que hay algo entre vosotros?


Tras un momento de duda, Paula se dio cuenta de que podía hablar claro. Después de todo, le venía bien poder hablar con alguien. Muchas veces había estado a punto de llamar a Cassie O’Connor, pero no quería molestar a una madre de gemelos, y además en las últimas semanas había forjado una amistad con Allison. En aquellos momentos le hacía falta una amiga.


–La verdad es que vivo con Pedro.


–No tenía ni idea de que fuese tan serio.


–Solo vivo con él temporalmente, hasta que encuentre un lugar decente para mí.


–Pero hay algo más que eso, ¿no?


–Supongo que podría decirse –contestó Paula, jugando con su estetoscopio.


–¿Compartís la cama?


–Supongo que podría decirse que las cosas han ido progresando desde el punto de vista íntimo. Ahora mismo estoy bastante confusa por la situación.


–Definitivamente el sexo puede crear confusión. Desde luego cambia muchas cosas.


–Sí.


–¿Estás enamorada de él, Paula? –le preguntó Allison, que se acariciaba la tripa.


–Yo, eh, bueno, la verdad es que me gusta mucho.


–Dios, estás enamorada. ¿No te enseñaron en la escuela a no enamorarte de un médico?


Paula había jurado que nunca volvería a enamorarse, lo cual era probablemente un objetivo poco realista si no quería dejar de vivir al cien por cien. Pero desde luego no pretendía hacerlo en aquel momento, y menos de un hombre como Pedro Alfonso.


–No estoy enamorada de él –dijo, y pensó, «aún».


–¿Estás segura?


–Claro. Créeme, he trabajado con muchos médicos que son fantásticos en su trabajo, atractivos en muchos aspectos y totalmente opuestos al compromiso.


–Yo también –replicó Allison con añoranza–. Y es lo más difícil de aceptar, ¿verdad?


–Párame si me meto demasiado, pero ¿tiene algo que ver un médico en la paternidad de tu hijo?


–Sí, el padre del bebé resulta ser médico.


–¿Lo sabe?


–No, aún no –contestó una nerviosa Allison.


–¿Se lo vas a decir?


–No estoy segura. Acaba de volver después de seis meses; no sé cómo se lo tomaría y ni siquiera si querría implicarse. Ocurrió una noche, un grave error. Salvo por el embarazo; eso no lo retiraría por nada. Este bebé es un milagro.


–Ahora mismo nos concentraremos en tu salud –le dijo Paula, a quien le partía el corazón que Allison tuviera que criar a su hijo sola–. Descansa mucho, te observaremos con cuidado y por estas fechas el próximo mes ya tendrás a tu pequeño. Entonces podrás decidir qué hacer respecto al padre.


–Y a lo mejor tú también tendrás pronto lo que quieres. Sea lo que sea.


En aquellos momentos Paula solo deseaba llegar a casa y pensar en lo que debía hacer con Pedro. Al menos era viernes y no le tocaba guardia, pero tenía intención de telefonear a su hijo. Necesitaba oír su voz, hablar con él, el centro de su vida, el único hombre que debía importarle. 


Pero había algo que se mostraba evidente; a pesar de cómo la había enojado por la mañana, Pedro Alfonso estaba empezando a importarle también. Y mucho.







CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 19





Pedro optó por ir en moto al hospital con la esperanza de que el aire fresco le aclarara las ideas, pero no había sido así. Ahora que se estaba preparando para las visitas de la mañana la niebla mental de la cabeza no se disipaba, ni siquiera tras dos tazas de café espresso que había tomado en casa y un café bien cargado que se había hecho en la sala de médicos. Pero no era el cansancio lo que le dificultaba el razonamiento, sino Paula. No podía detener el sentimiento de culpa que parecía escalar en su interior, ni podía olvidar lo que había ocurrido entre ellos. Tampoco podía dejar de pensar que quería que sucediera otra vez.


Pero en aquel momento debía dejar de pensar en otra cosa que no fueran sus pacientes. Recorrió a zancadas el pasillo con el piloto automático puesto. Al llegar a su destino, miró la pizarra de la puerta y entró en la habitación. La mujer cuyo hijo había ayudado a nacer hacía tan solo unas horas lo miró expectante desde la cama.


–Buenos días, doctor Alfonso –saludó, a pesar de que parecía agotada.


–¿Cómo está, señora Rutherford? –preguntó él con una sonrisa forzada.


–Muy bien, pero estaría mejor si me trajeran al niño.


–¿No lo ha visto desde el parto? –preguntó él después de mirar la cuna vacía.


–No; la enfermera me dijo que me lo traerían en cuanto lo bañaran y lo vistieran.


–¿Cuánto hace de eso?


–Hará unas dos horas, creo –contestó ella tras mirar el reloj–. Espero que me lo traigan pronto porque mi marido está viniendo antes de irse a trabajar y va a traer a nuestra hija.


–Vuelvo enseguida.


Regresó al vestíbulo y encontró a la enfermera jefe en el mostrador.


–Sara, ¿sabe por qué no le han llevado a su hijo a la señora Rutherford?


–Lo siento, no sabía que no lo hubieran llevado –contestó ella, encogiéndose de hombros–, no es paciente mía. Estamos inundados desde el cambio de turno.


–¿Le importaría llamar a enfermería para ver qué pasa?


–Claro, doctor Alfonso. ¿Algo más?


–No, eso es todo.


–¿Una noche dura? –preguntó ella con los ojos grises fruncidos en un ceño.


–Lo de siempre –contestó él, pensando en que había tenido una mañana dura.


–Bueno, espero que descanse el fin de semana. El lunes hay luna llena; ya sabe.


Sabía lo significaba la luna llena, un infierno en la maternidad. Pensó en su madre, en parte porque Sara le recordaba a ella con sus ojos grises y su sabiduría, pero sobre todo porque cada vez que pensaba en la luna se acordaba de ella, una mujer que creía fervientemente en los poderes del universo, en las leyendas de la cultura maya, pero sobre todo creía en el poder infinito del amor. Ella había amado al padrastro de Pedro, aunque este no lograba comprender por qué.


–Gracias –masculló a Sara con una sonrisa, y se marchó.


Una tristeza inesperada lo envolvió mientras caminaba por el pasillo, un inconsolable sentimiento de pérdida, pero pensó que solo tenía que ver con su madre en parte y mucho con Paula. Cuando llegó a ver a su paciente, el señor Rutherford ya había llegado con su hija de cinco años, y lo saludó con una mano fuerte.


–Me alegro de verlo, doctor Alfonso. Muchas gracias por lo que hizo anoche.


–Su mujer hizo todo el trabajo; yo solo estaba allí para pararlo.


Mientras el matrimonio se reía, se abrió la puerta y entró una enfermera con un fardo amarillo en los brazos.


–Parece que por fin ha llegado el invitado de honor –comentó Pedro, mientras tomaba al recién nacido de los brazos de la enfermera, que salió corriendo como si esperara una reprimenda, que ya se había llevado de Sara.


Pedro se aproximó a la cama para reunir por fin a madre e hijo, pero antes le miró los mofletes y la inocencia dormida y sintió otro golpe de melancolía.


–¿Ya tiene nombre?


–Rufus Harold júnior –contestó el señor Rutherford con evidente orgullo.


–¿Y tú eres? –preguntó a la niña que parecía no interesarle su hermano lo más mínimo.


–Rita Louise Rutherford, y no me gustan los bebés.


–Rita –la reprendió su madre–, si aún no lo has visto. Ven a mirarlo.


–No quiero.


Pedro decidió que se trataba de los típicos celos entre hermanos. Cuando el padre dio un paso para llevar a su hija, Pedro lo detuvo con una mano y sacó una piruleta del bolsillo.


–Para la hermana mayor –dijo.


Esta pareció apaciguarse algo pero no demasiado emocionada mientras desenvolvía el caramelo y se lo metía en la boca. Pedro se arrodilló delante de ella.


–Mi madre hablaba mucho del sol y la luna; decía que el sol es fuerte y por lo tanto debe cuidar de la luna. Como tu pelo tiene el color del sol, entonces tu hermanito será la luna, y te buscará para que le des consejo. Es un trabajo muy importante, ¿crees que podrás hacerlo, Rita?


–Supongo –dijo ella, tras mirar al bebé–, siempre que no se meta en mis cosas.


Pedro mostró su primera sonrisa de verdad en todo el día cuando Rita lo miró con gesto de ganadora.


–¿Por qué no vas a tenerlo un rato?


Rita asintió y le dio la piruleta a su padre; entonces el doctor la levantó y la sentó en la cama. La señora Rutherford le puso el bebé en los brazos y Pedro vio una transformación inmediata en la pequeña. La madre lo miró agradecida.


–Gracias, doctor Alfonso.


–No hay problema, y siento que hayan tardado tanto en traerle al niño.


–Dos horas es mucho tiempo para estar sin un hijo.


Pedro pensó en los dos meses que llevaba Paula sin el suyo. Al ver a la familia junta contemplando el milagro, se dio cuenta de lo mucho que lo necesitaba. Él llevaba tanto tiempo solo que solo ahora empezaba a percibir la importancia del concepto, así como de la magnitud de su soledad. No se había parado a pensar lo difícil que debía resultar para Paula estar lejos de sus seres queridos; solo se había preocupado de lo mucho que la deseaba, de sus propios instintos. Se sintió tan egoísta que de algún modo decidió que tenía que arreglarlo. En aquel preciso instante.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 18




Paula solo pudo mirar en silencio la espalda robusta de Pedro mientras este salía del baño, dejándola tumbada desnuda en el suelo, boquiabierta y con el cuerpo aún temblando después de haber hecho el amor. Aunque pensándolo bien, aquello no había sido hacer el amor. Sexo sería una descripción más aproximada. Un sexo salvaje, rápido e increíble, salvo por una cosa, que cuando Pedro se había deslizado dentro de su cuerpo, le había llegado hasta el corazón. Y ella lo odiaba, odiaba haberse abierto tanto y haber sido tan vulnerable a un hombre que solo le había prometido un lugar donde vivir y le había jurado que serían amantes. Ahora eran amantes y él se arrepentía.


Recogió el albornoz del suelo y se lo cerró tanto que pensó que se iba a cortar la respiración. Con paso firme, fue a la habitación de Pedro, donde lo encontró tumbado boca arriba en la cama con la sábana de satén negro cubriéndole una pierna. Se obligó a mirarlo a la cara, tapada con un brazo y por donde el pelo oscuro se mezclaba con la almohada negra. Incluso entonces, cuando debería clavarle las uñas por haberse marchado de aquel modo, volvió a sentir un deseo que amenazaba con hacerle sentir el impulso de meterse en su cama e invitarlo de nuevo dentro de su cuerpo.


–¿Te importaría explicarme de qué iba todo eso?


–Ya sabes de qué iba –contestó él con una voz grosera, quizá de la falta de sueño o quizá de la abundancia de arrepentimiento.


–No me refiero al sexo, me refiero a cómo te has ido sin más que una disculpa pobre.


–Me disculpo otra vez –dijo él, tras quitarse el brazo de los ojos pero sin dejar de mirar al techo–. Nunca debí haber permitido que ocurriera.


–No estabas solo –replicó ella, pensando que nunca debió haberlo permitido entrar en su vida y mucho menos en su corazón–. Y si lo recuerdas, yo no te he parado.


–Tampoco me lo has pedido.


–¿Se supone que debía decirte «Pedro, tómame ahora»? –preguntó ella, con fuego en las mejillas de la frustración–. Creo que era más que obvio que yo quería que pasara.


Él se volvió hacia ella, apoyando la cabeza en un brazo. La sábana se le bajó lo justo para que ella alcanzara a verle la mata de vello negro bajo el ombligo y el jaguar. Hacía unos instantes había tenido un conocimiento íntimo y personal de aquella zona, y desde luego no la había decepcionado. Se le aceleró el pulso al recordarlo. Quiso revivirlo otra vez, en aquel lugar y en aquel momento. Se apretó la mandíbula, enfadada por su repentina falta de disciplina. No sabía qué le pasaba; se suponía que debía estar furiosa con él, no desearlo, pero lamentablemente así era. Él fijó la mirada dorada en sus ojos.


–Te mereces algo más que un revolcón, Paula.


–Merezco sinceridad y respeto.


–Precisamente porque te respeto me siento tan culpable ahora –dijo él, que se volvió a poner de espaldas–. Si no me hubiera ido, corría el riesgo de perder el control otra vez.


–¿Y qué tiene de malo exactamente perder el control, te hace demasiado humano? –preguntó Paula, de mejor humor al saber que no lo había desilusionado y que la deseaba tanto como ella a él.


–Me hace menos hombre porque no me he parado a pensar lo que tú necesitabas. Pero al verte en la ducha, tocándote, no he podido pensar más que en lo que yo quería, estar por fin dentro de ti aunque significara tomarte en el suelo del cuarto de baño. No ha sido uno de mis mejores momentos.


–¿Por qué no lo dejamos en un puro instinto animal? –preguntó Paula, que podría haberlo discutido pero no quería nutrir aún más su ego.


–Por mi experiencia he aprendido que las mujeres sois fuertes por encima de cualquier límite, más fuertes que la mayoría de los hombres en muchos casos. Merecéis ser tratadas con el mayor de los respetos –dijo, y la volvió a mirar–. Eres madre soltera, Paula, tienes una responsabilidad con tu hijo y contigo. No necesitas mezclarte con alguien como yo.


–¿Quieres decir que no mereces la pena?


–Quiero decir que probablemente no pueda darte más que sexo. ¿De verdad quieres solo eso?


Paula no sabía lo que quería en aquel momento, solo sabía que cuando estaba con él sentía una especie de conexión espiritual, algo doloroso desde que Pedro admitió que solo podía ofrecerle satisfacción sexual, un revolcón de vez en cuando.


Aburrida y cansada, no vio razón de continuar una conversación que no llevaba a ningún sitio, al menos en aquel momento. Tenía que ir a trabajar, cumplir con sus responsabilidades y dejar a Pedro con sus remordimientos mientras ella trataba con los suyos. Tenía que aprender a aceptarlo tal y como era, un hombre que no quería ataduras, muy parecido a su ex marido en aquel aspecto a pesar de no parecerse en nada más.


–Ahora que lo has aclarado todo me voy a preparar para el trabajo. Podemos olvidar que esto ha ocurrido –dijo, consciente de que no podría olvidarlo nunca.


Cuando se giró para irse, él le agarró la mano, asustándola y enervándola, pero ella no se atrevió a mirarlo.


–Ojalá las cosas fueran distintas, Paula, y a lo mejor lo entiendes algún día –indicó él, con voz triste y de arrepentimiento–. Pero ahora mismo solo tienes que entender una cosa: no recuerdo haber deseado tanto a una mujer como te deseo a ti.


Cuando le besó la mano, un recuerdo punzante como una aguja saltó en su mente, el recuerdo de unos labios besándola concienzudamente por todas partes. No le habría costado ningún esfuerzo perderse en los recuerdos, ir con él y volver a experimentarse mutuamente, aceptar el hecho de que podía darle todo cuanto deseaba en lo que se refería a hacer el amor, pero no podía darle amor.


En el silencio de la habitación, con la mano aún sujeta por la de él, y su vida mezclada a su pesar con la de él, admitió que una parte de ella necesitaba su amor. Se soltó y se alejó a toda prisa. Como la primera noche en el salón de baile, su instinto le dijo que quizá nunca podría librarse del poder que ejercía sobre ella, sin importar lo lejos o lo rápido que huyera.





domingo, 6 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 17





No estaba sola. A través del vaho de la mampara de la ducha, Paula vio a Pedro apoyado en la puerta del baño, con los brazos cruzados sobre el torso desnudo. Estaba tan relajado que parecía una rutina que hiciera todos los días. 


Sin embargo Paula no estaba lo más mínimo relajada; no lo había estado desde que había entrado en el salón y lo había visto con los vaqueros desabrochados mostrando ligeramente el tatuaje. Y bajo ellos, una fuerte evidencia de que estaba excitado, igual que ella. Y lo seguía estando.


Pero no le sorprendía precisamente la visita. Después de todo, ella estaba en su dominio privado y había dejado la puerta entreabierta para que no se empañara demasiado el baño. O aquello era lo que se había dicho, pues en su inconsciente esperaba que Pedro se aventurara a entrar; en silencio se moría de ganas de que se despojara de la ropa y de la resistencia y se uniera a ella para más juegos acuáticos. Pero en vez de ello, él siguió de pie observando, y ella continuó frotándose el cuerpo lentamente, con el mismo jabón que había percibido en la piel de Pedro en más de una ocasión, como si no hubiera notado su presencia. El simple acto de ducharse tomó un significado totalmente nuevo. Se imaginó sus manos diestras sobre ella. Con cada pasada sobre los senos, recordó sus apasionadas caricias. 


Con cada latido, un calor asfixiante la asaltaba en lo más profundo. La cabeza de Paula había empezado a fantasear y su cuerpo a retorcerse al pensar a lo que podía llevar todo aquello.


Pronto se dio cuenta de que a ningún sitio, al terminar de lavarse y ver que él no había hecho el menor movimiento. 


Pensó que quizá no la encontraba atractiva, que quizá no le gustaban las estrías de la parte superior de sus muslos, la ligera redondez de su tripa o sus grandes caderas. Pero él ya había visto todos aquellos detalles en el jacuzzi y entonces no lo habían detenido. Definitivamente algo lo detenía ahora.


Resignada a que no fuera a hacer nada, Paula cerró el grifo, abrió la mampara y tomó la toalla negra. Se secó despacio, siendo aún muy consciente de que la observaba, pero no se atrevió a mirarlo hasta que puso los pies en el suelo de madera con el albornoz. Entonces fingió tranquilidad al levantar la vista después de haberse apretado el cinturón.


–¿He tardado mucho? –preguntó, mostrando indiferencia.


–En absoluto –respondió él, con voz muy profunda y áspera.


–Salgo en un minuto. Solo deja que me dé un cepillado rápido.


Se sentó en el tocador y se peinó los rizos, sin ver mucho más que el reflejo de Pedro en el espejo. Este seguía con la expresión calmada, tan desapasionada como mientras la miraba ducharse, pero sus ojos no traslucían tal calma y control. Estaban oscuros e inquietos, muy inquietos. Ella se giró en el taburete con el cepillo en la mano y él la miró de arriba abajo.


–Te sangra la pierna –le informó, con un rastro de preocupación.


–Lo siento –contestó ella, al ver un caminito rojo que manaba de un pequeño corte en el tobillo–, no me he dado cuenta.


Sin hablar, Pedro fue a ella a zancadas dejándola casi sin aliento y con el corazón latiendo a toda prisa. Se agachó y abrió un cajón y Paula miró el contenido mientras él revolvía; sobre todo se fijó en una enorme caja de preservativos de formato industrial.


El doctor sacó una venda, se arrodilló y se puso el pie sobre la pierna. Ella no pudo olvidar el hecho de que estaba sentada en un taburete con nada más que un albornoz de felpa rosa que le llegaba por las rodillas, con un pie en la pierna de él y el corazón en la garganta. Se le puso la carne de gallina, a pesar del calor que hacía en el baño o de la mirada cálida que Pedro tenía fija en sus ojos.


Después de ponerle la venda, se quedó quieto, como si esperara alguna respuesta. Paula supuso que debía darle las gracias pero fue incapaz de hablar cuando él le empezó a acariciar el empeine con el pulgar. Pedro seguía mirando a Paula en silencio y la tensión era tan espesa como el vapor de la ducha. Ella no tenía ni idea de lo que esperaba pero sospechaba que debía de ser una señal por su parte, algo que le indicara que lo deseaba, y sin duda lo hacía. Con él parecía no importar lo que no debía hacer. Lo único que sabía era que lo deseaba con una urgencia que desafiaba a toda lógica.


Los últimos restos de sentido común de Paula se desvanecieron junto con su respiración normal. Como por sí mismas, sus piernas se abrieron y el albornoz cayó a los lados en una invitación descarada. Sin retirar la mirada de la de ella, Pedro levantó el pie de Paula junto con la cadencia de su corazón. Le dio un dulce beso en el tobillo encima de la venda, luego otro en la pantorrilla y después en la rodilla.


Consciente de su escalada y su posible objetivo, a Paula le costaba respirar mientras él continuaba con su atrevida exploración. No podía sentirse mejor y apretó los ojos mientras él le dejaba con la lengua un camino húmedo y abrasador en la parte interior del muslo. Su boca, tan suave sobre la piel desnuda, generaba un calor tan sofocante que Paula solo podía pensar en lo mucho que lo necesitaba.


En lo más profundo de su conciencia, sabía que sería más prudente detener lo que sabía que él estaba a punto de hacer. Pero su mente estaba tan débil como su cuerpo y tan
flojo como el cinturón que él le desataba. Tuvo que agarrarse a los bordes del taburete cuando él le abrió del todo el albornoz, dejando al descubierto los senos. Al mismo tiempo abrió los ojos y descubrió su boca a escasos centímetros de terreno íntimo.


Paula no reconocía a aquella mujer desinhibida que residía bajo su piel. La antigua habría protestado, se habría cuestionado su raciocinio, la pretensión del médico, o al menos habría mirado hacia otro lado. Pero la nueva versión no podía resistirse a Pedro Alfonso, no podía evitar mirar, ni siquiera cuando él puso los labios entre sus muslos temblorosos, ni cuando le abrió la piel vulnerable con la lengua, le apretó los pechos con sus expertos dedos, o la siguió explorando mientras ella se balanceaba al borde de algo que no estaba segura de poder soportar.


Al ver la escena surrealista, al verlo mirándola, sintió un clímax cegador. La intensa sensación estuvo a punto de hacerla apartarse del tormento de Pedro, pero no pudo. Solo pudo apoyar la barbilla en el pecho mientras se retorcía de puro placer.


Antes de que Paula se recuperara del todo, Pedro la abrazó y le dio un beso que amenazó con disolverla, un cruce de lenguas, dientes y sabores que le afectaron al equilibrio.


Buscando donde agarrarse, lo abrazó por la cintura. 


Necesitaba sentir cada parte de él, cada centímetro, y le abrió la cremallera del pantalón. Como él no la detuvo, le metió las manos en los calzoncillos. Él le puso las manos sobre los hombros y los estrujó cuando ella lo tocó con movimientos firmes.


Al oírlo gemir, Paula creyó que la agarraría y la llevaría a la cama, pero él siguió tocándola del mismo modo en que ella lo tocaba a él, y la besaba con pasión irrefrenable. Ella carecía por completo de voluntad. Un atisbo de aprensión intentó captar su atención, pero no le hizo caso, decidida a concentrarse exclusivamente en su propósito, hacer perder el control a Pedro. Como respuesta, este murmuró unas palabras en su lengua materna, frases que sabía que Paula no entendería. Eran palabras sexuales; la reacción de su cuerpo no necesitaba interpretación alguna. Estaba más duro de lo que hubiera estado en su vida, y más desesperado por ella de lo que hubiera estado por ninguna otra mujer.


Las caricias suaves y sólidas de Paula pudieron con la resistencia de Pedro, lo llevaron al límite y terminaron con su sentido común, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.


Con la mente en una bruma carnal y el cuerpo gritando en busca de alivio, tumbó a Paula en el suelo y se quitó los vaqueros y los calzoncillos. Sacó un preservativo del cajón y dudó, pero la duda se desvaneció cuando ella emitió un sonido de súplica. Entonces lo abrió con los dientes y se lo puso. Sin ninguna formalidad, sin ninguna pausa, se introdujo dentro de ella. El placer extremo que sintió en aquel momento lo expresó en un ronco suspiro mientras luchaba por mantener la compostura. Desinhibidos y sin control, rodaron hasta que Paula se colocó encima, tomando las riendas que él estuvo más que feliz de concederle. Él jugó con los rizos empapados de ella mientras mantenía la mirada firme en la suya, buscando alguna resistencia, alguna señal de que la había malinterpretado. Solo vio el retrato perfecto de una mujer bella y sensual en busca de liberación que se movía con un ritmo erótico y lo montaba como si quisiera robarle la salud.


Decidido a retardar el clímax lo más posible, Pedro se acercó a Paula hasta llegar a sus pezones rosados con la boca, le agarró las caderas y empujó suavemente hasta introducirse por completo en su atrayente calor. Ella se incorporó y echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y los labios temblorosos. Pedro adivinó que estaba próxima a otro orgasmo, y no anduvo muy desencaminado.


A partir de aquel punto, Pedro dejó de pensar, dejó de considerar cualquier cosa que no fuera la salvaje pasión que le bloqueaba todo razonamiento al tiempo que sintió un clímax por todo el cuerpo que lo llevó más allá del reino de la consciencia, donde no existía más que el orgasmo de Paula, que lo metía más dentro.


Un rato después, Paula se tumbó sobre su pecho con la respiración entrecortada. Pedro la sujetó con fuerza y saboreó, entre el aroma a limpio de la ducha proveniente de su cabello de seda y su piel suave, el sabor de ella aún latente en la lengua y en los labios. Paula Chaves era más de lo que había imaginado como amante, hasta en sus sueños más íntimos. A pesar de todo lo que le había hecho a su cuerpo y a su mente, no podía compararse con el hueco que había abierto en su corazón. Había abierto algo en él que nunca hubiera esperado, algo más allá de la satisfacción física, y Pedro sabía que nunca volvería a ser el mismo. 


También reconoció que ella necesitaba algo más que sexo. 


Necesitaba un hombre que la quisiera bien, día a día. Un hombre seguro y estable al que no le importara ceder su libertad para adecuarse a la rutina. No estaba seguro de poder abrirse algún día a un compromiso para siempre, a pesar de que Paula era la única mujer que se había acercado a despertar aquellos sentimientos en él. 


Sentimientos que le aterrorizaba reconocer.


Con tantas preocupaciones en la cabeza, Pedro empezó a arrepentirse de haber cedido a sus instintos. Disfrutaba de un sexo caliente, duro y rápido si la situación lo requería, y en efecto, Paula había participado de buena gana, pero no se lo había pedido exactamente, al menos no de forma verbal. Había llegado a la conclusión de que había empezado él, algo que había jurado no hacer, y había terminado sin importarle lo que ella necesitara, algo lento, tierno y considerado en una cómoda cama y no el suelo de un cuarto de baño, sobre todo la primera vez.


En aquel instante Pedro necesitó alejarse de ella para meditar, para castigarse lo suficiente por haber perdido el control. La quitó de encima despacio, rompiendo todo contacto íntimo y sintiéndose vacío. Se puso de pie y fue a la puerta. Le pesaban las piernas por la satisfacción, pero la cabeza y el corazón le pesaban por el sentimiento de culpa.


Sin recoger la ropa y ni siquiera mirar hacia detrás, murmuró.


–Lo siento.