martes, 8 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 19





Pedro optó por ir en moto al hospital con la esperanza de que el aire fresco le aclarara las ideas, pero no había sido así. Ahora que se estaba preparando para las visitas de la mañana la niebla mental de la cabeza no se disipaba, ni siquiera tras dos tazas de café espresso que había tomado en casa y un café bien cargado que se había hecho en la sala de médicos. Pero no era el cansancio lo que le dificultaba el razonamiento, sino Paula. No podía detener el sentimiento de culpa que parecía escalar en su interior, ni podía olvidar lo que había ocurrido entre ellos. Tampoco podía dejar de pensar que quería que sucediera otra vez.


Pero en aquel momento debía dejar de pensar en otra cosa que no fueran sus pacientes. Recorrió a zancadas el pasillo con el piloto automático puesto. Al llegar a su destino, miró la pizarra de la puerta y entró en la habitación. La mujer cuyo hijo había ayudado a nacer hacía tan solo unas horas lo miró expectante desde la cama.


–Buenos días, doctor Alfonso –saludó, a pesar de que parecía agotada.


–¿Cómo está, señora Rutherford? –preguntó él con una sonrisa forzada.


–Muy bien, pero estaría mejor si me trajeran al niño.


–¿No lo ha visto desde el parto? –preguntó él después de mirar la cuna vacía.


–No; la enfermera me dijo que me lo traerían en cuanto lo bañaran y lo vistieran.


–¿Cuánto hace de eso?


–Hará unas dos horas, creo –contestó ella tras mirar el reloj–. Espero que me lo traigan pronto porque mi marido está viniendo antes de irse a trabajar y va a traer a nuestra hija.


–Vuelvo enseguida.


Regresó al vestíbulo y encontró a la enfermera jefe en el mostrador.


–Sara, ¿sabe por qué no le han llevado a su hijo a la señora Rutherford?


–Lo siento, no sabía que no lo hubieran llevado –contestó ella, encogiéndose de hombros–, no es paciente mía. Estamos inundados desde el cambio de turno.


–¿Le importaría llamar a enfermería para ver qué pasa?


–Claro, doctor Alfonso. ¿Algo más?


–No, eso es todo.


–¿Una noche dura? –preguntó ella con los ojos grises fruncidos en un ceño.


–Lo de siempre –contestó él, pensando en que había tenido una mañana dura.


–Bueno, espero que descanse el fin de semana. El lunes hay luna llena; ya sabe.


Sabía lo significaba la luna llena, un infierno en la maternidad. Pensó en su madre, en parte porque Sara le recordaba a ella con sus ojos grises y su sabiduría, pero sobre todo porque cada vez que pensaba en la luna se acordaba de ella, una mujer que creía fervientemente en los poderes del universo, en las leyendas de la cultura maya, pero sobre todo creía en el poder infinito del amor. Ella había amado al padrastro de Pedro, aunque este no lograba comprender por qué.


–Gracias –masculló a Sara con una sonrisa, y se marchó.


Una tristeza inesperada lo envolvió mientras caminaba por el pasillo, un inconsolable sentimiento de pérdida, pero pensó que solo tenía que ver con su madre en parte y mucho con Paula. Cuando llegó a ver a su paciente, el señor Rutherford ya había llegado con su hija de cinco años, y lo saludó con una mano fuerte.


–Me alegro de verlo, doctor Alfonso. Muchas gracias por lo que hizo anoche.


–Su mujer hizo todo el trabajo; yo solo estaba allí para pararlo.


Mientras el matrimonio se reía, se abrió la puerta y entró una enfermera con un fardo amarillo en los brazos.


–Parece que por fin ha llegado el invitado de honor –comentó Pedro, mientras tomaba al recién nacido de los brazos de la enfermera, que salió corriendo como si esperara una reprimenda, que ya se había llevado de Sara.


Pedro se aproximó a la cama para reunir por fin a madre e hijo, pero antes le miró los mofletes y la inocencia dormida y sintió otro golpe de melancolía.


–¿Ya tiene nombre?


–Rufus Harold júnior –contestó el señor Rutherford con evidente orgullo.


–¿Y tú eres? –preguntó a la niña que parecía no interesarle su hermano lo más mínimo.


–Rita Louise Rutherford, y no me gustan los bebés.


–Rita –la reprendió su madre–, si aún no lo has visto. Ven a mirarlo.


–No quiero.


Pedro decidió que se trataba de los típicos celos entre hermanos. Cuando el padre dio un paso para llevar a su hija, Pedro lo detuvo con una mano y sacó una piruleta del bolsillo.


–Para la hermana mayor –dijo.


Esta pareció apaciguarse algo pero no demasiado emocionada mientras desenvolvía el caramelo y se lo metía en la boca. Pedro se arrodilló delante de ella.


–Mi madre hablaba mucho del sol y la luna; decía que el sol es fuerte y por lo tanto debe cuidar de la luna. Como tu pelo tiene el color del sol, entonces tu hermanito será la luna, y te buscará para que le des consejo. Es un trabajo muy importante, ¿crees que podrás hacerlo, Rita?


–Supongo –dijo ella, tras mirar al bebé–, siempre que no se meta en mis cosas.


Pedro mostró su primera sonrisa de verdad en todo el día cuando Rita lo miró con gesto de ganadora.


–¿Por qué no vas a tenerlo un rato?


Rita asintió y le dio la piruleta a su padre; entonces el doctor la levantó y la sentó en la cama. La señora Rutherford le puso el bebé en los brazos y Pedro vio una transformación inmediata en la pequeña. La madre lo miró agradecida.


–Gracias, doctor Alfonso.


–No hay problema, y siento que hayan tardado tanto en traerle al niño.


–Dos horas es mucho tiempo para estar sin un hijo.


Pedro pensó en los dos meses que llevaba Paula sin el suyo. Al ver a la familia junta contemplando el milagro, se dio cuenta de lo mucho que lo necesitaba. Él llevaba tanto tiempo solo que solo ahora empezaba a percibir la importancia del concepto, así como de la magnitud de su soledad. No se había parado a pensar lo difícil que debía resultar para Paula estar lejos de sus seres queridos; solo se había preocupado de lo mucho que la deseaba, de sus propios instintos. Se sintió tan egoísta que de algún modo decidió que tenía que arreglarlo. En aquel preciso instante.





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