domingo, 6 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 17





No estaba sola. A través del vaho de la mampara de la ducha, Paula vio a Pedro apoyado en la puerta del baño, con los brazos cruzados sobre el torso desnudo. Estaba tan relajado que parecía una rutina que hiciera todos los días. 


Sin embargo Paula no estaba lo más mínimo relajada; no lo había estado desde que había entrado en el salón y lo había visto con los vaqueros desabrochados mostrando ligeramente el tatuaje. Y bajo ellos, una fuerte evidencia de que estaba excitado, igual que ella. Y lo seguía estando.


Pero no le sorprendía precisamente la visita. Después de todo, ella estaba en su dominio privado y había dejado la puerta entreabierta para que no se empañara demasiado el baño. O aquello era lo que se había dicho, pues en su inconsciente esperaba que Pedro se aventurara a entrar; en silencio se moría de ganas de que se despojara de la ropa y de la resistencia y se uniera a ella para más juegos acuáticos. Pero en vez de ello, él siguió de pie observando, y ella continuó frotándose el cuerpo lentamente, con el mismo jabón que había percibido en la piel de Pedro en más de una ocasión, como si no hubiera notado su presencia. El simple acto de ducharse tomó un significado totalmente nuevo. Se imaginó sus manos diestras sobre ella. Con cada pasada sobre los senos, recordó sus apasionadas caricias. 


Con cada latido, un calor asfixiante la asaltaba en lo más profundo. La cabeza de Paula había empezado a fantasear y su cuerpo a retorcerse al pensar a lo que podía llevar todo aquello.


Pronto se dio cuenta de que a ningún sitio, al terminar de lavarse y ver que él no había hecho el menor movimiento. 


Pensó que quizá no la encontraba atractiva, que quizá no le gustaban las estrías de la parte superior de sus muslos, la ligera redondez de su tripa o sus grandes caderas. Pero él ya había visto todos aquellos detalles en el jacuzzi y entonces no lo habían detenido. Definitivamente algo lo detenía ahora.


Resignada a que no fuera a hacer nada, Paula cerró el grifo, abrió la mampara y tomó la toalla negra. Se secó despacio, siendo aún muy consciente de que la observaba, pero no se atrevió a mirarlo hasta que puso los pies en el suelo de madera con el albornoz. Entonces fingió tranquilidad al levantar la vista después de haberse apretado el cinturón.


–¿He tardado mucho? –preguntó, mostrando indiferencia.


–En absoluto –respondió él, con voz muy profunda y áspera.


–Salgo en un minuto. Solo deja que me dé un cepillado rápido.


Se sentó en el tocador y se peinó los rizos, sin ver mucho más que el reflejo de Pedro en el espejo. Este seguía con la expresión calmada, tan desapasionada como mientras la miraba ducharse, pero sus ojos no traslucían tal calma y control. Estaban oscuros e inquietos, muy inquietos. Ella se giró en el taburete con el cepillo en la mano y él la miró de arriba abajo.


–Te sangra la pierna –le informó, con un rastro de preocupación.


–Lo siento –contestó ella, al ver un caminito rojo que manaba de un pequeño corte en el tobillo–, no me he dado cuenta.


Sin hablar, Pedro fue a ella a zancadas dejándola casi sin aliento y con el corazón latiendo a toda prisa. Se agachó y abrió un cajón y Paula miró el contenido mientras él revolvía; sobre todo se fijó en una enorme caja de preservativos de formato industrial.


El doctor sacó una venda, se arrodilló y se puso el pie sobre la pierna. Ella no pudo olvidar el hecho de que estaba sentada en un taburete con nada más que un albornoz de felpa rosa que le llegaba por las rodillas, con un pie en la pierna de él y el corazón en la garganta. Se le puso la carne de gallina, a pesar del calor que hacía en el baño o de la mirada cálida que Pedro tenía fija en sus ojos.


Después de ponerle la venda, se quedó quieto, como si esperara alguna respuesta. Paula supuso que debía darle las gracias pero fue incapaz de hablar cuando él le empezó a acariciar el empeine con el pulgar. Pedro seguía mirando a Paula en silencio y la tensión era tan espesa como el vapor de la ducha. Ella no tenía ni idea de lo que esperaba pero sospechaba que debía de ser una señal por su parte, algo que le indicara que lo deseaba, y sin duda lo hacía. Con él parecía no importar lo que no debía hacer. Lo único que sabía era que lo deseaba con una urgencia que desafiaba a toda lógica.


Los últimos restos de sentido común de Paula se desvanecieron junto con su respiración normal. Como por sí mismas, sus piernas se abrieron y el albornoz cayó a los lados en una invitación descarada. Sin retirar la mirada de la de ella, Pedro levantó el pie de Paula junto con la cadencia de su corazón. Le dio un dulce beso en el tobillo encima de la venda, luego otro en la pantorrilla y después en la rodilla.


Consciente de su escalada y su posible objetivo, a Paula le costaba respirar mientras él continuaba con su atrevida exploración. No podía sentirse mejor y apretó los ojos mientras él le dejaba con la lengua un camino húmedo y abrasador en la parte interior del muslo. Su boca, tan suave sobre la piel desnuda, generaba un calor tan sofocante que Paula solo podía pensar en lo mucho que lo necesitaba.


En lo más profundo de su conciencia, sabía que sería más prudente detener lo que sabía que él estaba a punto de hacer. Pero su mente estaba tan débil como su cuerpo y tan
flojo como el cinturón que él le desataba. Tuvo que agarrarse a los bordes del taburete cuando él le abrió del todo el albornoz, dejando al descubierto los senos. Al mismo tiempo abrió los ojos y descubrió su boca a escasos centímetros de terreno íntimo.


Paula no reconocía a aquella mujer desinhibida que residía bajo su piel. La antigua habría protestado, se habría cuestionado su raciocinio, la pretensión del médico, o al menos habría mirado hacia otro lado. Pero la nueva versión no podía resistirse a Pedro Alfonso, no podía evitar mirar, ni siquiera cuando él puso los labios entre sus muslos temblorosos, ni cuando le abrió la piel vulnerable con la lengua, le apretó los pechos con sus expertos dedos, o la siguió explorando mientras ella se balanceaba al borde de algo que no estaba segura de poder soportar.


Al ver la escena surrealista, al verlo mirándola, sintió un clímax cegador. La intensa sensación estuvo a punto de hacerla apartarse del tormento de Pedro, pero no pudo. Solo pudo apoyar la barbilla en el pecho mientras se retorcía de puro placer.


Antes de que Paula se recuperara del todo, Pedro la abrazó y le dio un beso que amenazó con disolverla, un cruce de lenguas, dientes y sabores que le afectaron al equilibrio.


Buscando donde agarrarse, lo abrazó por la cintura. 


Necesitaba sentir cada parte de él, cada centímetro, y le abrió la cremallera del pantalón. Como él no la detuvo, le metió las manos en los calzoncillos. Él le puso las manos sobre los hombros y los estrujó cuando ella lo tocó con movimientos firmes.


Al oírlo gemir, Paula creyó que la agarraría y la llevaría a la cama, pero él siguió tocándola del mismo modo en que ella lo tocaba a él, y la besaba con pasión irrefrenable. Ella carecía por completo de voluntad. Un atisbo de aprensión intentó captar su atención, pero no le hizo caso, decidida a concentrarse exclusivamente en su propósito, hacer perder el control a Pedro. Como respuesta, este murmuró unas palabras en su lengua materna, frases que sabía que Paula no entendería. Eran palabras sexuales; la reacción de su cuerpo no necesitaba interpretación alguna. Estaba más duro de lo que hubiera estado en su vida, y más desesperado por ella de lo que hubiera estado por ninguna otra mujer.


Las caricias suaves y sólidas de Paula pudieron con la resistencia de Pedro, lo llevaron al límite y terminaron con su sentido común, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.


Con la mente en una bruma carnal y el cuerpo gritando en busca de alivio, tumbó a Paula en el suelo y se quitó los vaqueros y los calzoncillos. Sacó un preservativo del cajón y dudó, pero la duda se desvaneció cuando ella emitió un sonido de súplica. Entonces lo abrió con los dientes y se lo puso. Sin ninguna formalidad, sin ninguna pausa, se introdujo dentro de ella. El placer extremo que sintió en aquel momento lo expresó en un ronco suspiro mientras luchaba por mantener la compostura. Desinhibidos y sin control, rodaron hasta que Paula se colocó encima, tomando las riendas que él estuvo más que feliz de concederle. Él jugó con los rizos empapados de ella mientras mantenía la mirada firme en la suya, buscando alguna resistencia, alguna señal de que la había malinterpretado. Solo vio el retrato perfecto de una mujer bella y sensual en busca de liberación que se movía con un ritmo erótico y lo montaba como si quisiera robarle la salud.


Decidido a retardar el clímax lo más posible, Pedro se acercó a Paula hasta llegar a sus pezones rosados con la boca, le agarró las caderas y empujó suavemente hasta introducirse por completo en su atrayente calor. Ella se incorporó y echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y los labios temblorosos. Pedro adivinó que estaba próxima a otro orgasmo, y no anduvo muy desencaminado.


A partir de aquel punto, Pedro dejó de pensar, dejó de considerar cualquier cosa que no fuera la salvaje pasión que le bloqueaba todo razonamiento al tiempo que sintió un clímax por todo el cuerpo que lo llevó más allá del reino de la consciencia, donde no existía más que el orgasmo de Paula, que lo metía más dentro.


Un rato después, Paula se tumbó sobre su pecho con la respiración entrecortada. Pedro la sujetó con fuerza y saboreó, entre el aroma a limpio de la ducha proveniente de su cabello de seda y su piel suave, el sabor de ella aún latente en la lengua y en los labios. Paula Chaves era más de lo que había imaginado como amante, hasta en sus sueños más íntimos. A pesar de todo lo que le había hecho a su cuerpo y a su mente, no podía compararse con el hueco que había abierto en su corazón. Había abierto algo en él que nunca hubiera esperado, algo más allá de la satisfacción física, y Pedro sabía que nunca volvería a ser el mismo. 


También reconoció que ella necesitaba algo más que sexo. 


Necesitaba un hombre que la quisiera bien, día a día. Un hombre seguro y estable al que no le importara ceder su libertad para adecuarse a la rutina. No estaba seguro de poder abrirse algún día a un compromiso para siempre, a pesar de que Paula era la única mujer que se había acercado a despertar aquellos sentimientos en él. 


Sentimientos que le aterrorizaba reconocer.


Con tantas preocupaciones en la cabeza, Pedro empezó a arrepentirse de haber cedido a sus instintos. Disfrutaba de un sexo caliente, duro y rápido si la situación lo requería, y en efecto, Paula había participado de buena gana, pero no se lo había pedido exactamente, al menos no de forma verbal. Había llegado a la conclusión de que había empezado él, algo que había jurado no hacer, y había terminado sin importarle lo que ella necesitara, algo lento, tierno y considerado en una cómoda cama y no el suelo de un cuarto de baño, sobre todo la primera vez.


En aquel instante Pedro necesitó alejarse de ella para meditar, para castigarse lo suficiente por haber perdido el control. La quitó de encima despacio, rompiendo todo contacto íntimo y sintiéndose vacío. Se puso de pie y fue a la puerta. Le pesaban las piernas por la satisfacción, pero la cabeza y el corazón le pesaban por el sentimiento de culpa.


Sin recoger la ropa y ni siquiera mirar hacia detrás, murmuró.


–Lo siento.





2 comentarios:

  1. Ahhhhhhhh, no es para matarlo a Pedro, después del momento especial que pasaron no puede decirle "lo siento"

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