martes, 8 de marzo de 2016
CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 18
Paula solo pudo mirar en silencio la espalda robusta de Pedro mientras este salía del baño, dejándola tumbada desnuda en el suelo, boquiabierta y con el cuerpo aún temblando después de haber hecho el amor. Aunque pensándolo bien, aquello no había sido hacer el amor. Sexo sería una descripción más aproximada. Un sexo salvaje, rápido e increíble, salvo por una cosa, que cuando Pedro se había deslizado dentro de su cuerpo, le había llegado hasta el corazón. Y ella lo odiaba, odiaba haberse abierto tanto y haber sido tan vulnerable a un hombre que solo le había prometido un lugar donde vivir y le había jurado que serían amantes. Ahora eran amantes y él se arrepentía.
Recogió el albornoz del suelo y se lo cerró tanto que pensó que se iba a cortar la respiración. Con paso firme, fue a la habitación de Pedro, donde lo encontró tumbado boca arriba en la cama con la sábana de satén negro cubriéndole una pierna. Se obligó a mirarlo a la cara, tapada con un brazo y por donde el pelo oscuro se mezclaba con la almohada negra. Incluso entonces, cuando debería clavarle las uñas por haberse marchado de aquel modo, volvió a sentir un deseo que amenazaba con hacerle sentir el impulso de meterse en su cama e invitarlo de nuevo dentro de su cuerpo.
–¿Te importaría explicarme de qué iba todo eso?
–Ya sabes de qué iba –contestó él con una voz grosera, quizá de la falta de sueño o quizá de la abundancia de arrepentimiento.
–No me refiero al sexo, me refiero a cómo te has ido sin más que una disculpa pobre.
–Me disculpo otra vez –dijo él, tras quitarse el brazo de los ojos pero sin dejar de mirar al techo–. Nunca debí haber permitido que ocurriera.
–No estabas solo –replicó ella, pensando que nunca debió haberlo permitido entrar en su vida y mucho menos en su corazón–. Y si lo recuerdas, yo no te he parado.
–Tampoco me lo has pedido.
–¿Se supone que debía decirte «Pedro, tómame ahora»? –preguntó ella, con fuego en las mejillas de la frustración–. Creo que era más que obvio que yo quería que pasara.
Él se volvió hacia ella, apoyando la cabeza en un brazo. La sábana se le bajó lo justo para que ella alcanzara a verle la mata de vello negro bajo el ombligo y el jaguar. Hacía unos instantes había tenido un conocimiento íntimo y personal de aquella zona, y desde luego no la había decepcionado. Se le aceleró el pulso al recordarlo. Quiso revivirlo otra vez, en aquel lugar y en aquel momento. Se apretó la mandíbula, enfadada por su repentina falta de disciplina. No sabía qué le pasaba; se suponía que debía estar furiosa con él, no desearlo, pero lamentablemente así era. Él fijó la mirada dorada en sus ojos.
–Te mereces algo más que un revolcón, Paula.
–Merezco sinceridad y respeto.
–Precisamente porque te respeto me siento tan culpable ahora –dijo él, que se volvió a poner de espaldas–. Si no me hubiera ido, corría el riesgo de perder el control otra vez.
–¿Y qué tiene de malo exactamente perder el control, te hace demasiado humano? –preguntó Paula, de mejor humor al saber que no lo había desilusionado y que la deseaba tanto como ella a él.
–Me hace menos hombre porque no me he parado a pensar lo que tú necesitabas. Pero al verte en la ducha, tocándote, no he podido pensar más que en lo que yo quería, estar por fin dentro de ti aunque significara tomarte en el suelo del cuarto de baño. No ha sido uno de mis mejores momentos.
–¿Por qué no lo dejamos en un puro instinto animal? –preguntó Paula, que podría haberlo discutido pero no quería nutrir aún más su ego.
–Por mi experiencia he aprendido que las mujeres sois fuertes por encima de cualquier límite, más fuertes que la mayoría de los hombres en muchos casos. Merecéis ser tratadas con el mayor de los respetos –dijo, y la volvió a mirar–. Eres madre soltera, Paula, tienes una responsabilidad con tu hijo y contigo. No necesitas mezclarte con alguien como yo.
–¿Quieres decir que no mereces la pena?
–Quiero decir que probablemente no pueda darte más que sexo. ¿De verdad quieres solo eso?
Paula no sabía lo que quería en aquel momento, solo sabía que cuando estaba con él sentía una especie de conexión espiritual, algo doloroso desde que Pedro admitió que solo podía ofrecerle satisfacción sexual, un revolcón de vez en cuando.
Aburrida y cansada, no vio razón de continuar una conversación que no llevaba a ningún sitio, al menos en aquel momento. Tenía que ir a trabajar, cumplir con sus responsabilidades y dejar a Pedro con sus remordimientos mientras ella trataba con los suyos. Tenía que aprender a aceptarlo tal y como era, un hombre que no quería ataduras, muy parecido a su ex marido en aquel aspecto a pesar de no parecerse en nada más.
–Ahora que lo has aclarado todo me voy a preparar para el trabajo. Podemos olvidar que esto ha ocurrido –dijo, consciente de que no podría olvidarlo nunca.
Cuando se giró para irse, él le agarró la mano, asustándola y enervándola, pero ella no se atrevió a mirarlo.
–Ojalá las cosas fueran distintas, Paula, y a lo mejor lo entiendes algún día –indicó él, con voz triste y de arrepentimiento–. Pero ahora mismo solo tienes que entender una cosa: no recuerdo haber deseado tanto a una mujer como te deseo a ti.
Cuando le besó la mano, un recuerdo punzante como una aguja saltó en su mente, el recuerdo de unos labios besándola concienzudamente por todas partes. No le habría costado ningún esfuerzo perderse en los recuerdos, ir con él y volver a experimentarse mutuamente, aceptar el hecho de que podía darle todo cuanto deseaba en lo que se refería a hacer el amor, pero no podía darle amor.
En el silencio de la habitación, con la mano aún sujeta por la de él, y su vida mezclada a su pesar con la de él, admitió que una parte de ella necesitaba su amor. Se soltó y se alejó a toda prisa. Como la primera noche en el salón de baile, su instinto le dijo que quizá nunca podría librarse del poder que ejercía sobre ella, sin importar lo lejos o lo rápido que huyera.
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