miércoles, 2 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 3







Pedro Alfonso sacó el «busca» del bolsillo de su bata y apretó el botón. «Genial», pensó, una llamada de Urgencias, justo lo que necesitaba para terminar un día de lo más ajetreado.


Retiró la bandeja con la comida sin tocar y se dirigió a la sala de urgencias. En las dieciocho últimas horas había traído al mundo tres bebés, había atendido una consulta llena de pacientes y apenas había tenido tiempo de tomarse un respiro, y mucho menos para comer. Se estaba empezando a preguntar si debía haber contratado otro colega tras la jubilación de Anderson. Pero era demasiado tarde para preocuparse ahora. Además, él siempre había sido un solitario y le gustaba.


Al llegar a la sala de enfermería, se apoyó en el mostrador para sujetarse. Estaba demasiado cansado para ser un hombre de treinta y tres años.


–¿Qué pasa, Carl?


–Tenemos una admisión de ginecología traída por una enfermera del centro.


–¿Dónde está?


–¿La paciente? –preguntó el corpulento enfermero.


–Sí, la paciente.


–En la habitación 3 con la enfermera.


–¿La enfermera?


–No se irá hasta que sepa qué ocurre –contestó Carl, encogiéndose de hombros–. Es lo normal cuando hay comadronas de por medio.


Aquello no sorprendió al doctor en absoluto. De hecho, enseguida le había recordado a su madre.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 2




En aquel momento deseaba que Jose estuviera con ella, pero no lo estaba, y pensó que debía sentirse agradecida. El coche destrozado y su igualmente destrozado apartamento le servían para recordar por qué su hijo seguía viviendo con su abuela, a más de ochocientos kilómetros. Aunque estaba convencida de que era lo mejor, mandarlo tan lejos había sido la experiencia más difícil de su vida.


Él era su hombrecito y cada día, desde su separación hacía dos meses, tenía que resistir la necesidad de mandar a buscarlo para poder estar juntos.


Pero no tenía más remedio que descartar la idea; sabía que Jose necesitaba serenidad y un lugar seguro donde vivir, algo que ella no podía ofrecerle hasta que encontrara una casa mejor y pagara algunos recibos más. Esperaba que pudieran reunirse pronto; pero para ello el destino tenía que dejar de meterse en su camino.


El golpe en la ventana asustó tanto a Paula que estuvo a punto de gritar, pero se alivió al ver a Carola O’Connor de pie junto al coche, y no a un atracador. Entonces salió del sedán y se apoyó en la puerta.


Carola se llevó la mano a su pelo rubio y la miró con los ojos negros llenos de preocupación.


–¿Dónde ibas con tanta prisa?


–Trabajo mañana en el centro –contestó Paula, que deseaba que el corazón dejara de latirle con tanta fuerza.


–Es horrible, trabajar en Año Nuevo.


–A los niños no les importan las fiestas. Además, tengo que pagar facturas –repuso Paula, para quien la fecha no tenía gran importancia, puesto que no podía celebrarla con su hijo.
Y ahora que su coche se negaba a arrancar parecía tener una nueva deuda, otra más que añadir a la pila, gracias a la indiferencia de su ex marido.


–Lo siento si te he asustado –dijo Carola–. Me preocupaba que te hubiera ocurrido algo cuando te he visto salir corriendo.


–La verdad es que me alegro de que vinieras; no me arranca el coche.


–Desde luego no es la mejor manera de empezar el año –contestó su amiga, mirándola con compasión–. ¿Tienes teléfono para llamar a un mecánico?


–No, y no tengo ni idea de a quién llamar –contestó Paula, que no se podía permitir un teléfono móvil. Apenas podía pagar el «busca» que le obligaban a llevar.


Tampoco sabía cómo iba a pagar la reparación. En circunstancias normales, su salario como enfermera era más que decente, pero no con la cantidad de responsabilidades que le había dejado Adam cuando se fue.


–Le preguntaremos a Brendan –dijo Carola–. Ha ido por el coche; podemos llevarte a casa.


–Os lo agradezco –contestó Paula, a quien la idea de que los O’Connor vieran su vecindario no le hacía ninguna gracia–, pero podéis dejarme ya en la clínica. Tengo ropa de repuesto allí.


–¿Estás segura de que no quieres ir a casa?


–Seguro. Así ya estaré en el trabajo por la mañana, ya que parece que no tendré transporte.


–De acuerdo, si estás segura –dijo Carola, y le ofreció una amplia sonrisa–. ¿Qué te ha parecido el doctor Alfonso?


–¿El doctor Alfonso?


–Sí, Pedro Alfonso. El hombre que te estaba besando hace un momento.


A Paula le ardió la cara de vergüenza. Había tenido la esperanza de que nadie hubiera visto su arriesgado comportamiento.


–Ah, él. Supongo que no me di cuenta de que era médico.


En realidad no sabía ni su nombre.


–De hecho, ayudó al doctor Anderson cuando nacieron nuestros gemelos.


–¿Es tocólogo? –preguntó Paula, a quien le temblaba la voz.


–Sí, y me sorprende que no lo hayas conocido antes.


Oficialmente no lo había conocido, aunque lo había besado.


–Solo llevo trabajando seis meses en el centro. No conozco a todos los tocólogos.


–Casi es mejor así; no es muy receptivo con los métodos de parto alternativos.


Paula pensó que era una actitud típica de médico conservador, aunque no le había parecido el típico médico. 


Pero había aprendido que los hombres podían resultar engañosos.


–Espero no volver a cruzarme en su camino en breve.


–¿En lo personal o en lo profesional? –preguntó Carola, frunciendo el ceño.


–Las dos cosas.


–Si tú lo dices –dijo su amiga, encogiéndose de frío–. Ahora vámonos de aquí; hace bastante fresco esta noche y tengo que relevar a la canguro.


Paula no había notado el frío, probablemente porque aún le recorría el calor provocado por el doctor Pedro Alfonso. Empezó a moverse, pero se dio cuenta de que se había pillado el vestido con la puerta del coche, el vestido que le había prestado Carola. Pensó en qué otro desastre podría ocurrirle aquella noche.


Abrió la puerta y desenganchó el dobladillo del cierre oxidado del coche, y enseguida vio una mancha de grasa en la seda azul.


–Lo siento, Carola. Has sido tan amable al prestarme el vestido y ahora probablemente te lo he destrozado.


–No importa –contestó ella, echando una rápida mirada a la tela arruinada–, estoy segura de que quedará bien cuando lo lleve al tinte.


–Lo llevo yo –contestó Paula, que tenía serias dudas–. Es lo menos que puedo hacer.


–Ya tienes bastante de qué preocuparte. Yo me haré cargo. Créeme, con gemelos de seis meses hay muchísimas cosas que lavar.


Paula agradeció a los astros haber conocido a Carola y a su marido, el neonatólogo Brendan O’Connor, nada más empezar el nuevo trabajo. Carola había visitado la clínica de partos alternativos, a la que había enviado varios pacientes por su trabajo social en el Memorial. En cierto modo, su amistad le había hecho un poco más llevadero tener que enviar lejos a Jose.


–Supongo que no estoy muy allá esta noche –suspiró Paula.


–No lo dudo ni un segundo –sonrió Carola–. Los besos de medianoche tienen ese efecto.


Paula no pudo estar más de acuerdo. Aún tenía el beso fresco en la memoria y en los labios. Pero estaba dispuesta a olvidarlo, a pesar de que era el beso más inolvidable que le hubieran dado.


El beso de un extraño hermosísimo, lo último que necesitaba.








CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 1




A Paula Chaves nunca la habían besado de aquel modo. 


Pensó que ojalá al menos supiera su nombre.


Un momento antes, él se había acercado a ella al dar la medianoche, una presencia etérea con ojos color ámbar, como poseedores de un talismán. Ella había estado de pie en un rincón de la pista de baile del hotel, con un vestido prestado, y había pasado desapercibida para la mayor parte de la comunidad médica de la Gala de Nochevieja. Y ahora estaba bajo el encantamiento de un extraño que de algún modo le había dado fuerzas para ser valiente y atrevida, desinhibida.


Cuando él se la acercó en un sólido abrazo y le ofreció un beso, el corazón de Paula se disparó como los fuegos artificiales que daban la bienvenida al Año Nuevo en el exterior. El deslizamiento de la lengua sedosa de aquel hombre, su aroma embriagador, su calor ardiente, apelaron a los instintos más básicos de Paula.


Él finalizó el beso, pero no le quitó la sensual mirada del rostro. Paula percibía solo a medias el jolgorio de la sala, los brindis, el tintineo de las copas de champán. En aquel momento era como si fuesen los dos únicos ocupantes en alguna otra dimensión.


–Feliz Año Nuevo –le murmuró él al oído.


A ello le siguió una palabra que ella no entendió en un idioma tan exótico como él. Sonó musical y misterioso, quizá una expresión de cariño, adivinó, o quizá eso esperó. Él la sonrió y ella le devolvió la sonrisa, incapaz de hacer otra cosa.


El encantamiento se rompió de repente cuando la realidad se interpuso entre ellos.Paula se apartó horrorizada por lo que acababa de hacer. Nunca antes había besado a un perfecto desconocido. De hecho, no había besado a ningún hombre en mucho tiempo. Quizá por ello había permitido que ocurriera, y lo había disfrutado de forma tan entusiasta. Aun así, no le parecía excusa para dejarse llevar como lo había hecho.


–Tengo que irme –masculló.


–¿Tan pronto? –preguntó él, arqueando una ceja.


–Tengo que irme a casa.


A casa, a un apartamento vacío, con aspecto de abandonado y carente de calor.


Paula se dio la vuelta y se puso a salvo de la influencia cautivadora del desconocido. No había dado más que unos pocos pasos cuando se detuvo para echar una última mirada. El extraño la observaba con una sonrisa comedida, apoyado contra los ventanales de forma enigmática.


Tenía el pelo negro peinado hacia atrás y la piel perfecta y color caramelo. Su atuendo destacaba entre los esmóquines de los demás, una chaqueta y pantalón grises y una camisa negra abrochada al cuello por un medallón de platino. El diamante de su oreja parecía brillar en sintonía con las luces de la línea del cielo de San Antonio.


Paula anduvo a toda prisa hacia la doble puerta para escapar de su magnetismo. Pero en el fondo de su corazón sabía que nunca olvidaría aquella noche, nunca lo olvidaría a él ni su figura contra el cielo de la noche. Nunca olvidaría su beso hipnótico o aquel algo inexplicable que le había ocurrido a ella, que habitualmente era tan cauta.


Abrió la puerta con una mano mientras con la otra buscaba la llave del coche en su pequeño bolso de satén. Con las prisas, se le resbaló el bolso y desparramó todo el
contenido, que recogió a toda prisa, y salió corriendo por el pasillo.


Al llegar a la escalera que daba al aparcamiento, sujetó la verja y se detuvo a recuperar el aliento antes de seguir hasta su destartalado coche. Abrió la puerta de este, se metió y volvió a tomar aire. Por suerte, pensó, solo se había tomado una copa de champán, pues de otro modo no habría podido conducir. En aquel momento se sentía más que un poco mareada, pero no era por el alcohol. Era por el beso. Era por él.


Tras dos intentos de meter la llave, por fin logró girarla para encender el motor y no escuchar más que un chirrido. Lo intentó una vez más y de nuevo no oyó más que las quejas de su caprichoso coche. El viejo sedán había escogido aquel preciso instante para rendirse, algo que ella había estado esperando, y temiendo, durante varios meses.


Se golpeó la frente contra el volante y soltó un gruñido de frustración. «¿Por qué ahora? ¿Por qué esta noche?», pensó. No tenía a nadie a quien llamar, nadie a quien buscar para que la llevara a menos que regresara al baile y se arriesgara a enfrentarse a su fantasma besucón. Pensó que quizá no era un panorama tan horrible.


Desde luego no tenía ninguna gana de verlo otra vez, por mucho que le atrajera pensarlo. Ya tenía un hombre en su vida y no necesitaba otro. Jose, con su sonrisa confiada y su sabiduría a pesar de su corta edad, era todo su mundo, su esperanza. No tenía más que seis años y causaba bastantes menos problemas que cualquier hombre adulto, especialmente su padre, que los había dejado solos en la ciudad mientras él iba en busca de otro esquema de vida que le ofreciera riqueza y diversión. Adam nunca había querido hacerse cargo de las responsabilidades, o de una familia, y Paula había aprendido demasiado tarde que nunca cambiaría.







CON UN EXTRAÑO: SINOPSIS




El beso de un desconocido...


Lo último que necesitaba aquella Nochebuena la comadrona Paula Chaves era volver a encontrarse con el guapísimo doctor Pedro Alfonso, cuya invitación estaba a punto de aceptar.


En cuanto sus labios se rozaron, Pedro se sintió perdido en un torbellino de sensualidad. Sabía que ofrecerle su casa a aquella encantadora madre soltera era lo mismo que buscarse problemas deliberadamente. Además, ella no tardaría en darse cuenta de que no era ningún príncipe encantado, sino un tipo solitario sin tiempo para el amor...





martes, 1 de marzo de 2016

EL SECRETO: CAPITULO FINAL






–«El gran día», y cito textualmente, Pedro. ¿Me quieres explicar qué pasa?


Paula había conseguido, por fin, hablar por teléfono con Pedro, al que protegía un ejército de personas cuando no quería hablar con alguien.


Estaba de muy mal humor cuando consiguió oír su voz al otro extremo de la línea.


Pedro, en cambio, fue la primera vez que se sintió vivo desde que se había marchado del piso de ella.


–No sé de qué me hablas, Paula. No puedes iniciar una conversación en mitad de una frase y pretender que sepa qué estás diciendo.


–Sabes perfectamente de qué hablo. ¿A que no adivinas quién me acaba de hacer una visita?


–No se me ocurre. Además, no tengo tiempo para adivinanzas.


–¡Tu madre!


Él se sentó y trató de asimilar lo que le acababa de decir.


–Mi madre… –repitió lentamente.


–¡Y lo curioso es que sigue creyendo que somos pareja! –le dijo ella casi gritando.


–¿Dónde estás?


–¿Dónde crees, Pedro?


–¿Cómo voy a saberlo? Es viernes, son más de las siete de la tarde y eres una mujer libre.


–Estoy en casa.


¿Cómo era Pedro capaz de imaginarse que iba a irse de fiesta cuando estaba enamorada de él? ¿O la juzgaba del mismo modo que se juzgaba a sí mismo? No le supondría problema alguno hacerlo. Si tuviera corazón en lugar de un trozo de hielo…


–Voy para allá.


Paula tuvo que contenerse para no arreglarse un poco, para quitarse los anchos pantalones de chándal, que sabía que él detestaba, y ponerse algo más atractivo. Pero decidió no hacerlo y que la viera como estaba. Solo quería saber por qué su madre seguía sin saber nada y que después se marchara.


Se mantuvo serena hasta que, media hora más tarde, sonó el timbre de la puerta.


Allí estaba: alto y guapísimo, con la camisa arremangada y la chaqueta sobre el hombro.


–¿Y bien? –se apartó para dejarlo pasar–. ¿Te importaría explicármelo?


Pedro no podía dejar de mirarla. Llevaba la ropa de la que él siempre se burlaba, de la que le aconsejaba que prescindiera. Ocultaba todas sus deliciosas curvas, pero seguía siendo sexy y tentadora.


La echaba de menos, así de sencillo. No era capaz de concentrarse, había perdido el interés por los negocios; ni siquiera consultaba su agenda para quedar con otras mujeres.


Y no le había dicho nada a su madre porque…


–Necesito algo de beber, algo más fuerte que un té.


–¿Que necesitas beber algo? Esto no es una reunión social, Pedro.


Paula, por fin, lo miró a los ojos, pero aparto inmediatamente la vista y se cruzó de brazos.


–No, no lo es.


Pedro se dirigió a la cocina y buscó la botella de whisky que sabía que ella guardaba en un armario. Se sirvió una buena cantidad.


Paula lo había seguido. De espaldas a ella, supuso que estaría cruzada de brazos y que en su boca habría un mohín de frustración.


Ella lo amaba. Lo había amado. ¿Lo seguiría haciendo?


–Pensaba decírselo…


–¿Pero no lo has hecho? ¿A pesar de que habláis todos los días? ¿Se te ha pasado ese pequeño detalle?


–Muy bien…


La miró vacilante. Se había sentado a la mesa de la cocina con el vaso en la mano y no la miraba, lo cual era un poco raro, ya que demostraba una indecisión que no era propia de él.


A Paula le entraron ganas de tomarse algo fuerte también, pero se conformó con un vaso del zumo que sacó de la nevera. Se sentó frente a él.


–Podría habérselo dicho, pero… necesitaba tiempo.


–¿Tiempo para qué?


–Para aceptar el hecho de que ya no éramos pareja.


La miró con expresión seria e intensa y tomó un trago de whisky sin apartar la vista de ella.


–Creí… Cuando me dijiste que me querías…


–No quiero hablar de eso.


–No tenemos más remedio que hacerlo.


–¡No! –gritó ella–. Dije lo que dije y no quiero volver sobre ello.


–Nunca he creído en el amor.


–Ya te dije que lo entendía.


–No, no lo entiendes, porque, como dijiste, he dejado que una mala experiencia me dicte el futuro. Tú, en cambio, con tu optimismo, no hubieras consentido que sucediera algo así.


Le sonrió, indeciso.


–¿Sabes que eres la primera persona a la que he hablado de Betina y de mi error de juventud? Sé que cada vez que sacabas el tema a colación lo hacías para tratar de entender mi modo de pensar, al ser tan distinto del tuyo. Debí haberme puesto furioso cada vez que volvías sobre ese asunto, pero no lo hice.


Miró el vaso y recorrió el borde con el dedo.


–Hasta cierto punto, somos animales de costumbres. Yo estaba acostumbrado a pensar de una forma determinada, a pensar del modo en que me había condicionado a hacerlo. Para mí, el matrimonio debía ser algo que tuviera sentido, ya que el amor carecía de él. Mi cerebro me decía que lo nuestro no tenía sentido. Eras muy joven, demostrabas tus sentimientos, buscabas el mismo final feliz que mi madre, ese final feliz para el que yo no tenía tiempo. Me había encerrado en una coraza y no tenía intención de salir de ella, aunque tú quisieras que lo hiciera. ¿Me sigues?


Esbozó una leve sonrisa.


–Te sigo –afirmó ella– y tienes razón: en realidad, no te entendía. Además, nunca he estado muy segura de mi aspecto y estaba…


–¿Celosa?


–No. Sí. Tal vez.


–¿Solo tal vez? Porque a mí me han devorado los celos pensando en los hombres a los que habrías visto durante las dos últimas semanas.


Paula sintió que se le elevaba el espíritu y se preguntó si había oído bien. Se inclinó hacia delante para no perderse nada.


–No puedes olvidar tu pasado, y lo siento, pero no tienes que explicarme nada.


–Claro que sí, Paula. Lo olvidé hace tiempo, pero no me había dado cuenta porque me reservaba para cuando apareciera la mujer adecuada que me robara el corazón.


Se produjo un largo silencio. Cuando ella extendió la mano hacia él, y él entrelazó los dedos con los suyos, se vio invadida por una oleada tal de sensaciones que creyó que iba a desmayarse.


–El miedo me obligó a salir corriendo cuando me dijiste lo que sentías. No sabía cómo enfrentarme a eso, Pau. Y, sin embargo, no podía decirle a mi madre que todo había acabado entre nosotros. Tenía la extraña impresión de que, si lo decía en voz alta, no habría vuelta atrás. No podía hacerme a la idea de perderte, pero no sabía qué hacer para arreglar las cosas entre nosotros. El hecho es que te quiero, Pau. Me estaba enamorando y ni siquiera reconocí los síntomas por mi obstinación y arrogancia en creer que era inmune.


Jugó distraídamente con los dedos de ella.


–Llegaste a mi vida y me despertaste, Paula, y mi vida no tiene sentido sin ti.


–Yo también te quiero –afirmó ella con conmovedora seriedad–. No quise a Roberto, pero ya lo sabías, ¿no? Cuando pienso en lo que habría sido de mí si no hubiera descubierto la verdad… –se estremeció–. Yo tampoco quería enamorarme de ti. Sé que me consideras una romántica sin remedio…


–Lo eres, afortunadamente.


–Pero sabía que no eras un buen partido y, además, tenía que luchar con mis propios demonios. De todos modos, creía que nunca te fijarías en alguien como yo, aunque de eso me curaste.


–¿Habrías sentido lo mismo si hubiera sido un inofensivo monitor de esquí?


–Tú nunca serás inofensivo. A propósito, ¿por qué no me dijiste desde el principio quién eras?


–Porque tuve una sensación de liberación. Llegaste como si fueras de otro planeta, sin aires de superioridad y sin saber lo rico que era. Me fascinaste desde el primer momento. Y aquí estamos. Eres al amor de mi vida, Pau. No me imagino la vida sin ti.


–Muy bien.


Pedro lanzó una carcajada.


–¿Eso es todo lo que tienes que decir, cuando normalmente hablas tanto?


Paula sonrió de oreja a oreja.


–Estoy llena de sorpresas.


–Pues quiero ser quien las descubra, todos los días, durante el resto de la vida. ¿Te quieres casar conmigo? Te lo pido tanto por mí como por mi madre…


Paula se echó a reír, se levantó y fue a sentarse en su regazo. Él la estrechó en sus brazos. Nunca la dejaría marchar.


–En ese caso, puesto que también es cuestión de tu madre, ¿qué va a hacer una mujer sino aceptar?




EL SECRETO: CAPITULO 24




Una semana y media después, Paula seguía sin creerse que hubiera mostrado tanta fortaleza ante la desgracia.


Se había aferrado a su orgullo, pero ¿a qué precio? Pensaba en Pedro a todas horas, todos los días, cuando trabajaba, cuando descansaba, y soñaba con él cuando dormía.


Él no había discutido cuando ella había reconocido la derrota sin luchar para impedirle que hallara la salida que buscaba con desesperación. Y él se había apresurado a tomar dicha salida.


Sin embargo, había continuado hablando con voz fría y distante, y en tono acusador, diciéndole que para él nunca había sido una relación a largo plazo, que le había dicho que no pensaba comprometerse y que ella lo sabía.


Ella había estado de acuerdo.


–Sobre todo con alguien como yo –había dicho con voz entrecortada y el corazón latiéndole a toda velocidad.


–Con nadie. No me interesa una relación a largo plazo, y no debí dejarme arrastrar a tenerla con una mujer que era vulnerable y que buscaba a un compañero de por vida.


–Tal vez fuera vulnerable, pero no buscaba a un compañero para toda la vida. Y aunque me haya enamorado de ti, ¿no se te ha ocurrido que no soy tan tonta como parezco?, ¿no se te ha ocurrido que sé que no estamos hechos el uno para el otro?


Por supuesto que no se le había ocurrido.


–Somos personas distintas y procedemos de medios sociales muy diferentes. Tú eres oscuro y yo soy luminosa. Yo no desconfío de todo el mundo y me gusta dar una oportunidad a la gente. Sé que crees que soy ingenua y estúpida por no haber escarmentado con lo que me pasó con Roberto, pero tal vez, y digo tal vez, eso me hace ser más feliz que tú,Pedro. Tuviste una mala experiencia y has dejado que te dicte el resto de tu vida. ¿Tiene alguna lógica?


–¿Así que vas a seguir insistiendo a pesar de que no tenemos futuro? –se había burlado él–. ¿Estarías contenta si te dijera que estoy más que dispuesto a acostarme contigo, pero nada más?


Naturalmente, ella no hubiera estado contenta.


Pero ¿y si hubiera accedido? ¿Y si hubiera ocultado sus sentimientos bajo una máscara que a él le hubiera resultado aceptable? ¿Y si hubiera aceptado su propuesta y hubiera arrinconado esa parte de sí que quería más, que siempre querría más?


¿Hubiera sido esa una decisión mejor que la que había tomado? Al menos no llevaría semana y media pensando en él mirando al vacío en su piso, que antes o después
tendría que abandonar.


Casi lamentaba no haberle arrojado a la cara el trabajo y el piso que le había dado, pero, por suerte, había prevalecido el sentido común, ya que, si no, se hallaría en una situación aún peor, sin casa y sin trabajo y teniendo que tomar el primer tren a casa de su abuela, donde tampoco habría encontrado trabajo y no sabía qué habría hecho para llegar a fin de mes.


Tener que seguir aceptando las condiciones acordadas le había dejado un sabor amargo. Pero, a veces, había que tragarse el orgullo. Y estaba contenta de haberlo hecho, porque le encantaba su trabajo, así como vivir en el centro de Londres.


A sus amigos les había impresionado su nueva casa, aunque ella no les había dado detalles de cómo la había conseguido. Se había limitado a contarles que había tenido la suerte de conocer a un tipo que se había compadecido de ella y la había ayudado, que el hombre en cuestión era el dueño del chalé de montaña y tenía mucho dinero, y al conocer su desgraciada historia había decidido echarle una mano.


Había convertido a Pedro en una benevolente figura paternal.


¡Nada más lejos de la realidad!


Con el tiempo les confesaría todo, pero, de momento, necesitaba estar sola y no ver a nadie.


Se acababa de duchar y de ponerse unas anchos pantalones de chándal y una camiseta aún más ancha, porque, al haber vuelto a estar sola, se le habían quitado las ganas de ponerse ropa sexy y ajustada, cuando sonó el timbre de la puerta. Se quedó petrificada, ya que solo había una persona que podía llamar después de haber pasado por delante del portero.


Pedro.


Tenía llave del piso, pero siempre llamaba al timbre, y solo usaba la llave si ella no estaba.


Sintió la boca seca y tomó aire varias veces. La idea de verlo la llenó de placer y angustia a la vez.


En los segundos que tardó en llegar a la puerta, pensó en cientos de razones que explicaran aquella visita.


La primera fue que, milagrosamente, él hubiera decidido que estaban hechos el uno para el otro, que había cometido un inmenso error. O incluso que la echaba de menos y venía a pedirle que se fuera a la cama con él. Ella se negaría, estaba segura, pero le vendría muy bien saber que la echaba de menos tanto como ella a él.


Aunque el corazón estaba a punto de salírsele por la boca, adoptó una actitud de indiferencia al abrir la puerta.


–¡Querida mía!


–¡Antonia!


Paula se obligó a sonreír, a pesar de su desconcierto al ver a la madre de Pedro. No había hablado con ella desde la ruptura con su hijo y se sentía culpable, ya que se había establecido entre ellas un fuerte vínculo en el poco tiempo que habían pasado juntas.


–Pensaba llamarte…


–Estás un poco pálida, querida.


–Pasa, por favor. ¿Qué te trae por Londres? No pensé que fueras a venir ahora. ¿Quieres tomar algo?, ¿té, café?


–He pensado en dar una sorpresa a mi hijo. Me tomaré un café descafeinado, si tienes. Después de las seis, la cafeína me impide dormir.


–Pensaba llamarte…


«¿Para aumentar tu decepción rellenado las lagunas que Pedro hubiera dejado al contarte nuestra ruptura?», pensó.


–Es más agradable verte en persona, Paula, querida. Te echo de menos. La casa parece vacía desde que os marchasteis. Yo estaba muy animada antes de que llegarais, desde luego, pero una se acostumbra en seguida a la buena compañía.


–Tienes un aspecto estupendo –afirmó Paula con sinceridad.


–Me encuentro muy bien. Supongo que me ha animado mucho el cambio de parecer de Pedro


¿El cambio de parecer…?


–Que por fin haya recuperado el sentido común y decidido sentar la cabeza.


Durante unos segundos llenos de confusión, Paula se preguntó con quién pensaba sentar Pedro la cabeza. ¿Tan pronto había encontrado a otra mujer?


–Así que he venido a veros para hablar con los dos y que me digáis cuándo será el gran día.