miércoles, 2 de marzo de 2016
CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 2
En aquel momento deseaba que Jose estuviera con ella, pero no lo estaba, y pensó que debía sentirse agradecida. El coche destrozado y su igualmente destrozado apartamento le servían para recordar por qué su hijo seguía viviendo con su abuela, a más de ochocientos kilómetros. Aunque estaba convencida de que era lo mejor, mandarlo tan lejos había sido la experiencia más difícil de su vida.
Él era su hombrecito y cada día, desde su separación hacía dos meses, tenía que resistir la necesidad de mandar a buscarlo para poder estar juntos.
Pero no tenía más remedio que descartar la idea; sabía que Jose necesitaba serenidad y un lugar seguro donde vivir, algo que ella no podía ofrecerle hasta que encontrara una casa mejor y pagara algunos recibos más. Esperaba que pudieran reunirse pronto; pero para ello el destino tenía que dejar de meterse en su camino.
El golpe en la ventana asustó tanto a Paula que estuvo a punto de gritar, pero se alivió al ver a Carola O’Connor de pie junto al coche, y no a un atracador. Entonces salió del sedán y se apoyó en la puerta.
Carola se llevó la mano a su pelo rubio y la miró con los ojos negros llenos de preocupación.
–¿Dónde ibas con tanta prisa?
–Trabajo mañana en el centro –contestó Paula, que deseaba que el corazón dejara de latirle con tanta fuerza.
–Es horrible, trabajar en Año Nuevo.
–A los niños no les importan las fiestas. Además, tengo que pagar facturas –repuso Paula, para quien la fecha no tenía gran importancia, puesto que no podía celebrarla con su hijo.
Y ahora que su coche se negaba a arrancar parecía tener una nueva deuda, otra más que añadir a la pila, gracias a la indiferencia de su ex marido.
–Lo siento si te he asustado –dijo Carola–. Me preocupaba que te hubiera ocurrido algo cuando te he visto salir corriendo.
–La verdad es que me alegro de que vinieras; no me arranca el coche.
–Desde luego no es la mejor manera de empezar el año –contestó su amiga, mirándola con compasión–. ¿Tienes teléfono para llamar a un mecánico?
–No, y no tengo ni idea de a quién llamar –contestó Paula, que no se podía permitir un teléfono móvil. Apenas podía pagar el «busca» que le obligaban a llevar.
Tampoco sabía cómo iba a pagar la reparación. En circunstancias normales, su salario como enfermera era más que decente, pero no con la cantidad de responsabilidades que le había dejado Adam cuando se fue.
–Le preguntaremos a Brendan –dijo Carola–. Ha ido por el coche; podemos llevarte a casa.
–Os lo agradezco –contestó Paula, a quien la idea de que los O’Connor vieran su vecindario no le hacía ninguna gracia–, pero podéis dejarme ya en la clínica. Tengo ropa de repuesto allí.
–¿Estás segura de que no quieres ir a casa?
–Seguro. Así ya estaré en el trabajo por la mañana, ya que parece que no tendré transporte.
–De acuerdo, si estás segura –dijo Carola, y le ofreció una amplia sonrisa–. ¿Qué te ha parecido el doctor Alfonso?
–¿El doctor Alfonso?
–Sí, Pedro Alfonso. El hombre que te estaba besando hace un momento.
A Paula le ardió la cara de vergüenza. Había tenido la esperanza de que nadie hubiera visto su arriesgado comportamiento.
–Ah, él. Supongo que no me di cuenta de que era médico.
En realidad no sabía ni su nombre.
–De hecho, ayudó al doctor Anderson cuando nacieron nuestros gemelos.
–¿Es tocólogo? –preguntó Paula, a quien le temblaba la voz.
–Sí, y me sorprende que no lo hayas conocido antes.
Oficialmente no lo había conocido, aunque lo había besado.
–Solo llevo trabajando seis meses en el centro. No conozco a todos los tocólogos.
–Casi es mejor así; no es muy receptivo con los métodos de parto alternativos.
Paula pensó que era una actitud típica de médico conservador, aunque no le había parecido el típico médico.
Pero había aprendido que los hombres podían resultar engañosos.
–Espero no volver a cruzarme en su camino en breve.
–¿En lo personal o en lo profesional? –preguntó Carola, frunciendo el ceño.
–Las dos cosas.
–Si tú lo dices –dijo su amiga, encogiéndose de frío–. Ahora vámonos de aquí; hace bastante fresco esta noche y tengo que relevar a la canguro.
Paula no había notado el frío, probablemente porque aún le recorría el calor provocado por el doctor Pedro Alfonso. Empezó a moverse, pero se dio cuenta de que se había pillado el vestido con la puerta del coche, el vestido que le había prestado Carola. Pensó en qué otro desastre podría ocurrirle aquella noche.
Abrió la puerta y desenganchó el dobladillo del cierre oxidado del coche, y enseguida vio una mancha de grasa en la seda azul.
–Lo siento, Carola. Has sido tan amable al prestarme el vestido y ahora probablemente te lo he destrozado.
–No importa –contestó ella, echando una rápida mirada a la tela arruinada–, estoy segura de que quedará bien cuando lo lleve al tinte.
–Lo llevo yo –contestó Paula, que tenía serias dudas–. Es lo menos que puedo hacer.
–Ya tienes bastante de qué preocuparte. Yo me haré cargo. Créeme, con gemelos de seis meses hay muchísimas cosas que lavar.
Paula agradeció a los astros haber conocido a Carola y a su marido, el neonatólogo Brendan O’Connor, nada más empezar el nuevo trabajo. Carola había visitado la clínica de partos alternativos, a la que había enviado varios pacientes por su trabajo social en el Memorial. En cierto modo, su amistad le había hecho un poco más llevadero tener que enviar lejos a Jose.
–Supongo que no estoy muy allá esta noche –suspiró Paula.
–No lo dudo ni un segundo –sonrió Carola–. Los besos de medianoche tienen ese efecto.
Paula no pudo estar más de acuerdo. Aún tenía el beso fresco en la memoria y en los labios. Pero estaba dispuesta a olvidarlo, a pesar de que era el beso más inolvidable que le hubieran dado.
El beso de un extraño hermosísimo, lo último que necesitaba.
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