miércoles, 2 de marzo de 2016
CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 1
A Paula Chaves nunca la habían besado de aquel modo.
Pensó que ojalá al menos supiera su nombre.
Un momento antes, él se había acercado a ella al dar la medianoche, una presencia etérea con ojos color ámbar, como poseedores de un talismán. Ella había estado de pie en un rincón de la pista de baile del hotel, con un vestido prestado, y había pasado desapercibida para la mayor parte de la comunidad médica de la Gala de Nochevieja. Y ahora estaba bajo el encantamiento de un extraño que de algún modo le había dado fuerzas para ser valiente y atrevida, desinhibida.
Cuando él se la acercó en un sólido abrazo y le ofreció un beso, el corazón de Paula se disparó como los fuegos artificiales que daban la bienvenida al Año Nuevo en el exterior. El deslizamiento de la lengua sedosa de aquel hombre, su aroma embriagador, su calor ardiente, apelaron a los instintos más básicos de Paula.
Él finalizó el beso, pero no le quitó la sensual mirada del rostro. Paula percibía solo a medias el jolgorio de la sala, los brindis, el tintineo de las copas de champán. En aquel momento era como si fuesen los dos únicos ocupantes en alguna otra dimensión.
–Feliz Año Nuevo –le murmuró él al oído.
A ello le siguió una palabra que ella no entendió en un idioma tan exótico como él. Sonó musical y misterioso, quizá una expresión de cariño, adivinó, o quizá eso esperó. Él la sonrió y ella le devolvió la sonrisa, incapaz de hacer otra cosa.
El encantamiento se rompió de repente cuando la realidad se interpuso entre ellos.Paula se apartó horrorizada por lo que acababa de hacer. Nunca antes había besado a un perfecto desconocido. De hecho, no había besado a ningún hombre en mucho tiempo. Quizá por ello había permitido que ocurriera, y lo había disfrutado de forma tan entusiasta. Aun así, no le parecía excusa para dejarse llevar como lo había hecho.
–Tengo que irme –masculló.
–¿Tan pronto? –preguntó él, arqueando una ceja.
–Tengo que irme a casa.
A casa, a un apartamento vacío, con aspecto de abandonado y carente de calor.
Paula se dio la vuelta y se puso a salvo de la influencia cautivadora del desconocido. No había dado más que unos pocos pasos cuando se detuvo para echar una última mirada. El extraño la observaba con una sonrisa comedida, apoyado contra los ventanales de forma enigmática.
Tenía el pelo negro peinado hacia atrás y la piel perfecta y color caramelo. Su atuendo destacaba entre los esmóquines de los demás, una chaqueta y pantalón grises y una camisa negra abrochada al cuello por un medallón de platino. El diamante de su oreja parecía brillar en sintonía con las luces de la línea del cielo de San Antonio.
Paula anduvo a toda prisa hacia la doble puerta para escapar de su magnetismo. Pero en el fondo de su corazón sabía que nunca olvidaría aquella noche, nunca lo olvidaría a él ni su figura contra el cielo de la noche. Nunca olvidaría su beso hipnótico o aquel algo inexplicable que le había ocurrido a ella, que habitualmente era tan cauta.
Abrió la puerta con una mano mientras con la otra buscaba la llave del coche en su pequeño bolso de satén. Con las prisas, se le resbaló el bolso y desparramó todo el
contenido, que recogió a toda prisa, y salió corriendo por el pasillo.
Al llegar a la escalera que daba al aparcamiento, sujetó la verja y se detuvo a recuperar el aliento antes de seguir hasta su destartalado coche. Abrió la puerta de este, se metió y volvió a tomar aire. Por suerte, pensó, solo se había tomado una copa de champán, pues de otro modo no habría podido conducir. En aquel momento se sentía más que un poco mareada, pero no era por el alcohol. Era por el beso. Era por él.
Tras dos intentos de meter la llave, por fin logró girarla para encender el motor y no escuchar más que un chirrido. Lo intentó una vez más y de nuevo no oyó más que las quejas de su caprichoso coche. El viejo sedán había escogido aquel preciso instante para rendirse, algo que ella había estado esperando, y temiendo, durante varios meses.
Se golpeó la frente contra el volante y soltó un gruñido de frustración. «¿Por qué ahora? ¿Por qué esta noche?», pensó. No tenía a nadie a quien llamar, nadie a quien buscar para que la llevara a menos que regresara al baile y se arriesgara a enfrentarse a su fantasma besucón. Pensó que quizá no era un panorama tan horrible.
Desde luego no tenía ninguna gana de verlo otra vez, por mucho que le atrajera pensarlo. Ya tenía un hombre en su vida y no necesitaba otro. Jose, con su sonrisa confiada y su sabiduría a pesar de su corta edad, era todo su mundo, su esperanza. No tenía más que seis años y causaba bastantes menos problemas que cualquier hombre adulto, especialmente su padre, que los había dejado solos en la ciudad mientras él iba en busca de otro esquema de vida que le ofreciera riqueza y diversión. Adam nunca había querido hacerse cargo de las responsabilidades, o de una familia, y Paula había aprendido demasiado tarde que nunca cambiaría.
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