martes, 6 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 32




Está asombrada; noto en su mirada la inconsistencia de su entendimiento, pero así lo ha querido ella.


—Monsieur Alfonso, lo estábamos esperando.


—Lamento la espera, señores.


En verdad no lo lamento, porque, antes de venir hacia aquí, me he quitado las ganas de moler a palos a Poget. Ya está, me siento increíblemente como un justiciero. Ha resultado muy fácil provocarlo para que me lanzara el primer golpe; el idiota creía que tenía alguna posibilidad de hacerme algo. 


Además, ha sido maravilloso espetárselo todo en la cara y hacerle saber que ha perdido.


Paula, atontada, pasa su mirada de mí a Darrieux; sé que no logra comprender. Intenté advertirla, intenté hablar con ella antes de esta reunión, pero no ha querido escucharme.


Se pone en pie, rodea la mesa y recorre con caminar presuroso la distancia que nos separa; se detiene muy erguida frente a mí. Está sumamente sexi en plan dueña del circo, y entonces, con una voz que no le tiembla, me indica:


—Vamos a mi despacho.


Tiro del pomo de la puerta y la abro, le hago una inclinación de cabeza mientras la dejo pasar y antes de salir informo a los presentes:


—Enseguida volvemos, señores. Pueden empezar a degustar esas exquisiteces mientras nos esperan.


Entramos en la oficina de Paula. La sigo muy de cerca, cierro la puerta y, cuando me doy la vuelta, está esperando en medio del despacho con los brazos cruzados.


—¿Se puede saber qué significa esto?


—He salvado tu empresa.


—¿Qué?


—He comprado la parte del idiota de Poget. Fue muy fácil hacer que vendiera.


—¿Y de dónde has sacado tú el dinero para hacerlo? No creo que hayas podido juntar mucho con tu sueldo de empleado, y tampoco con lo del contrato de la campaña publicitaria.


—Yo nunca dije que fuera empleado, eso lo asumiste tú.


Tengo las manos metidas en los bolsillos mientras le hablo. 


Permanezco erguido en actitud muy pedante; sé que eso la provoca, pero... ¿por qué siempre da las cosas por supuesto en lugar de escucharme?


—¿Vas a escucharme, me vas a dejar explicártelo? Lo he intentado durante semanas, pero tú eres tan necia y arrogante que siempre crees saberlo todo.


Nos miramos avasallándonos.


—No necesito ninguna explicación, todo está a la vista: eres un maldito buitre que se acercó a mí fingiendo necesitar un trabajo. Saliste a la caza de tu presa y no has parado hasta quedarte con la mitad de mi compañía. ¿Qué harás ahora? ¿De qué forma tienes planeado obligarme a venderte el resto? La desintegrarás y la harás desaparecer, ése es tu plan, ¿no? Eres un ave de rapiña, eres un ruin, Pedro... ¡Cómo pude equivocarme tanto contigo!


Me he hartado de sus palabras, me he cansado de que hable sin escuchar.


Me trago el orgullo, recorro la distancia que nos separa y hago lo que me muero por hacer y lo que sé que ella también desea, porque no ha dejado de mirarme la boca desde que comenzara a hablar. La cojo por la nuca y la beso. Se resiste, pero bajo mis manos y tomo las suyas para inmovilizarla. Tenso mi lengua y, tenaz, intento introducirla en su boca; la obligo a abrirla y hurgo en su interior con la mía... No estoy dispuesto a que me niegue este beso, le demostraré que puedo dejarla temblando cuando y donde quiera. Cede pero no del todo; la beso a rabiar, hasta que siento que se estremece y entonces relajo mi lengua y la beso con paciencia, para que sienta la caricia que pretendo darle con ella.


Me separo dejándola sin aliento, pero ella no reacciona como espero: hunde sus manos en mi pecho y me empuja para alejarme.


—¡Nunca más te atrevas a besarme! —me grita, y pasa por delante de mí. Está furiosa y no entra en razón. Me paso la mano por la barbilla. Yo también estoy cansado, y estallo en ira y salgo tras ella.


«Todo tiene un límite.»


La cojo del brazo; no la dejaré ir hasta que haya podido explicarme.


—Vas a escucharme quieras o no; lo harás porque estás actuando irracionalmente. ¿Quién te crees que eres para mirar a todo el mundo por encima del hombro?


La dirijo hacia el sofá y le hago un ademán para que se siente. Luego desabrocho mi chaqueta y me acomodo en frente. Siento mucha rabia, estoy realmente cabreado. 


¿Quería que sacase mi lado malo?, pues lo ha conseguido.


—Eurostar nació hace muchos años, era la empresa que dirigía mi padre y que mi madre y yo heredamos cuando él murió. La entidad operaba comprando paquetes accionariales de empresas en problemas por menos coste y luego se desmembraban para poder venderlas por partes y conseguir mejores beneficios económicos que vendiéndolas íntegras.


—Eso ya lo sé, no hace falta que me expliques cómo funciona tu empresa buitre.


—¡¿Te puedes callar?! —grito de tal modo que retumba en todo el despacho—. Lo cierto es que, cuando él murió, yo tenía mi propia compañía, así que no me interesaba la que había heredado. Además, no tenía tiempo para dirigirla, y mi madre carecía de la más mínima idea de cómo llevarla adelante. Así que la liquidamos dentro del marco legal, indemnizando a todos los trabajadores como correspondía, y reservamos lo que quedó para que mi madre pudiera seguir viviendo de forma holgada como siempre y sin bajar de estatus social, obviamente. »Por ese entonces, yo era uno de los dueños de Le Ciel Ingénierie, una compañía especializada en ingeniería aeronáutica; nos ocupábamos del diseño y el desarrollo de sistemas de aviación.
Durante muchos años trabajamos como subcontratados, hasta que llegaron los grandes contratos directos con Airbus, Boeing y Bombardier. Éramos tres socios: uno se especializaba en ingeniería y era quien realizaba los proyectos; otro socio se encargaba de las finanzas; y yo, de la parte comercial.


—¿Ésa es la compañía que me contaste que quebró? Entendí que trabajabas en ella, no que formaras parte del equipo directivo.


Asiento con la cabeza; no tengo necesidad de contárselo todo pero, no sé por qué, sigo haciéndolo:
—Yo era el encargado de investigar al cliente, era quien iba en su caza ajustando nuestra propuesta a sus condiciones y a su línea empresarial, puesto que la mayoría de estas organizaciones son poco abiertas a modificar sus protocolos. Pero increíblemente siempre tenía la suerte de dar con el contacto adecuado dentro de la compañía. Luego estaba Ricardo, que era el poseedor de los conocimientos de ingeniería. La empresa fabricaba GPS, acelerómetros, giroscopios, magnetómetros, sensores de temperaturas y otros instrumentos de aviónica; por último estaba mi otro socio, Pierre. —No puedo evitar nombrarlo con desdén—. Era el encargado de las finanzas de la empresa. Yo viajaba mucho, casi nunca estaba en el país, estaba siempre buscando nuevas oportunidades y consiguiendo nuevos contratos.
»Era tal la confianza que nos teníamos que ninguno irrumpía en el trabajo del otro. Todo marchaba estupendamente, pero... la tentación fue grande cuando la empresa se expandió, y el encargado de los números nos timó.


—¿Os estafó? Pero era una empresa muy grande, ¿cómo pudo?


—Incurrió en fraudes internos, fugas de capital, errores en materia fiscal... Maquillaba los resultados financieros de la empresa de manera que nada podía comprobarse; habíamos comenzado a pagar impuestos y regalías por operaciones que no existían. En la compañía había un consejo de administración, pero él lo pasaba por alto, no dejaba que se involucraran, precisamente para que no
salieran a la luz sus maniobras. Mi otro socio y yo pensábamos que la compañía iba sobre ruedas, él así nos lo hacía creer y confiábamos en Pierre, hasta que de pronto nos encontramos con una empresa que no era una empresa, sino un espejismo, y todo desapareció.
»Dejamos de poder cumplir con los compromisos de pago asumidos; eran deudas a corto plazo, y se suponía que todo estaba calculado, pero él ya había vaciado las arcas de la empresa y todo llegó a un punto en el que no había forma de sobrevivir, no había estrategia corporativa posible más que liquidar todas las deudas y empezar de cero nuevamente. Sólo había dos opciones: llegar a un arreglo con los acreedores a costa de perderlo todo, incluso mi patrimonio personal adquirido con mi trabajo, o ir a la cárcel.


—Y si lo perdiste todo, ¿con qué has comprado la parte de Saint Clair?


—Algo quedó, muy poco en comparación con el patrimonio que había conseguido amasar; por eso vine a París, en busca de un negocio rentable. En Lyon soy un fracasado al que todos conocen y en quien nadie confía.


—Pero no fue culpa tuya.


—Te lo dije una vez: todos son amigos de tu éxito, pero no de tus fracasos. En definitiva, decidí alejarme; mientras tanto, debía sobrevivir sin tocar lo poco que me había quedado, por eso era imprescindible encontrar un trabajo hasta que surgiera algo.


—Pero me engañaste.


—Yo no te engañé —le contesto con pesar—. Cuando encontré la solución, quise hablar contigo y no me lo permitiste. Cuando me enteré de lo que te estaba pasando, empecé a estudiar la rentabilidad de una inversión en Saint Clair, pero debía buscar la forma de que Poget me la vendiera...
No quería que te ilusionaras. Entonces se me ocurrió reflotar Eurostar; ahora se llama Eurostar Group, y Poget es tan necio que bastó con decirle que desmembraríamos la empresa para que mordiera el anzuelo nada más lanzar la carnada al agua. Fue muy fácil.


Pedro, perdóname.


—Me juzgaste injustamente y yo también tengo mi orgullo. Y aunque esto lo hice por ti, también lo he hecho por mí. Saint Clair es un negocio rentable y por eso he invertido en ella. Ahora vayamos a firmar el estatuto para liberar a esa gente. No deseo modificar nada; como has leído en las cláusulas, es una sociedad muy justa y sólo he hecho una inversión en la empresa, la cual pretendoque sigas manejando como hasta ahora.


—Perdóname, por favor.


Me pongo en pie.


—No digas más nada. Me habría encantado que hubieras confiado en mí, te dije que buscaríamos la forma y no me escuchaste. Si no hubieras sido tan altanera...


—Lo siento.


—Es un poco tarde, Paula. Me duele que haya sido necesario contarte todo esto para que me veas con otros ojos. No me hagas sentir más estúpido de lo que ya me siento. Quedémonos con los negocios; el resto fue un magro intento de algo que no funcionó.













DIMELO: CAPITULO 31





El verano ha terminado en París y hoy ha amanecido lloviendo; aunque es poco frecuente este clima en la ciudad, el tiempo se conjura con mi estado de ánimo. Llueve desde muy temprano y amenaza con no parar durante todo el día.


Llego a Saint Clair. Muy pronto tendré gente nueva husmeando en la empresa y deberé acostumbrarme a ello, así que decido disfrutar de los últimos minutos de exclusividad en soledad; recorro las dos plantas sin dejar un solo rincón por transitar y luego me interno en mi despacho hasta la hora de la junta. Hay algo positivo en todo esto: por fin dejaré atrás todo trato con Marcos; hoy será el último día que sabré de él.


Es la hora. Juliette me informa de que mis abogados, los de Marcos, él y los apoderados de Eurostar Group Fusions et Acquisitions están en la sala de juntas, esperándome.


Estela está conmigo, me abraza fuerte y me besa con verdadero afecto.


—Estoy bien —le informo—; no me verá vencida, no le daré el gusto.


—Te admiro, cariño, eres una auténtica guerrera.


—Quisiera creerlo del mismo modo que lo crees tú.


—Pero también eres una cabezota.


—No quiero hablar de Pedro. Lo que pasó con él fue un error imperdonable, ahora sólo nos relacionamos por trabajo. No deseo ningún hombre en mi vida, sola estoy mucho mejor y, además, debo centrarme en los problemas de la firma; cuantas menos cosas me distraigan, tanto mejor.


—No se nota. Te he visto lloriquear por él, a mí no tienes necesidad de mentirme.


—No me hagas esto, y menos en este momento.


Me pongo en marcha, adopto una posición erguida y salgo de mi despacho con decisión.


Entro en la sala de juntas muy recta y con actitud altanera. 


Les ofrezco un cordial saludo a mis abogados, que se encargan de presentarme al representante legal y al apoderado de la empresa que comprará la parte de Marcos.


A él lo ignoro, al igual que a sus abogados, aunque por el rabillo del ojo veo cómo se sonríe sarcástico.


«Quiero escupirle en la cara.»


—¿Han podido revisarlo todo? —les pregunto a mis representantes legales y notariales, y me contestan afirmativamente. Me cercioro de que estoy a punto de firmar lo mismo que he leído la noche anterior, así que después de que todos firman, tomo mi pluma para estampar mi rúbrica.
Inmediatamente después de firmar todas las hojas por cuadruplicado, clavo mi mirada en Marcos.


—Vete ahora mismo de esta empresa o haré que el personal de seguridad te eche a patadas en el culo.


Fijo mi vista en los nuevos socios que me han impuesto.


—Concreten con mi secretaria y mis abogados el día de la firma del nuevo contrato societario; les ruego que me lo envíen con tiempo para analizarlo de forma que podamos llegar a un acuerdo provechoso para todos.


Me pongo en pie.


—Bien, creo que por el momento no tenemos nada más que hablar, ya que, frente a esta rata de cloaca, no hay nada que debamos discutir. Buenos días, señores.


Estoy a punto de salir, pero giro sobre mis talones.


—No veo que estés moviendo tu culo, Poget. —Me paro en medio de la puerta, invitándolo a salir. Él, irónico, se levanta para marcharse junto con su comitiva.


«Le borraría la sonrisa de una bofetada.»


Antes de que él salga, le doy la espalda sin mirarlo y camino con toda la dignidad de que soy capaz; sin detenerme me dirijo hacia la zona donde se encuentra mi despacho. Oigo el pitido del ascensor y, antes de que se cierren las puertas, me grita:
—Estás acabada. Yo te creé, yo te destruyo. Muy pronto no quedará nada de todo esto, no podrás contra la monopolización que tienen preparada para ti.


No me doy la vuelta. Continúo caminando, aunque no sé de dónde saco las fuerzas, porque tiene razón: sé que lo perderé todo.


Entro en mi despacho. Estela, por supuesto, está allí esperándome. Me abrazo con fuerza a ella, pero no derramo ni una sola lágrima; luego me separo y le digo:
—Pongámonos a trabajar, tenemos un desfile que terminar de organizar.



****


Han pasado veinte días desde la adquisición del cincuenta por ciento de la empresa por parte del grupo inversor. Me han enviado el contrato y lo he revisado con mis asesores; todo está perfecto: parece un trato justo y no hay indicios de que quieran adquirir mi parte, aunque nunca hay que fiarse.


Las cláusulas para poder trabajar en un marco armonioso parecen muy normales y el estatuto encaja dentro del marco legal; dicen que, para muestra, un botón, así que me he tomado mi tiempo para analizar cada inciso con tiempo y tanto ellos como yo parecemos cubiertos en este nuevo contrato.


Las modificaciones que he propuesto cuando algo no me ha quedado claro han sido aceptadas sin ninguna queja y a la primera. De todas formas, no soy una carroñera, y todo lo que he solicitado era equitativo para ambas partes.


Hoy se hace efectiva la firma. Estoy particularmente ansiosa. 


Esta mañana me he arreglado con esmero, ya que con el correr de los días mi ánimo se ha ido calmando. Me siento más confiada y menos presionada; por consiguiente, he podido pensar cada paso con tranquilidad. Muy pronto, en la empresa, habrá una reestructuración, pero confío en que nada afectará a su crecimiento.


—Buenos días, Paula, ahora te traigo tu café.


—Buenos días, July, muchas gracias. ¿Te parece que organicemos la agenda del día, por favor?
Así ya sabré los asuntos pendientes de los que debo ocuparme, y quizá podamos mover a hoy la reunión con los posibles promotores del desfile. Si lo hacemos rápido, podremos organizarla antes de la junta de socios.


—Claro, ahora lo traigo todo.



***


Es la hora del desayuno de trabajo. Juliette ha sido la encargada de organizarlo; es una genialidad en protocolos de trabajo, por eso la tengo conmigo: esta mujer es de lo más completa. Entro en la sala de conferencias de la empresa y todo está dispuesto: zumos, café, leche, té, chocolate, bollería y pastelería diversa, mantequilla, mermeladas...


Empiezan a llegar los asistentes: primero llega mi comitiva y luego los representantes de Eurostar Group. Pero me extraña que no esté el apoderado. Me pregunto entonces quién va a firmar.


El encuentro es mucho más ameno que el anterior, cuando estuvo Marcos. Las sucesivas conversaciones nos han unido y relajado bastante, y al parecer nos entenderemos muy bien.


Philippe Darrieux, uno de los representantes legales de Eurostar, se dirige a mí:
—Mademoiselle Chaves, el titular de la firma acaba de llamarme. Ya está llegando y pide disculpas por el retraso.


—Parfait, ningún problema.


Nos ubicamos en nuestros sitios. De momento sigo siendo la directora general de la firma, así que ocupo la cabecera, presidiendo la reunión. Mientras esperamos, cojo mi iPhone y encuentro tres llamadas perdidas de Pedro. Durante la semana ha intentado verme varias veces, pero siempre he puesto una excusa y no lo he atendido; incluso fue a mi casa y Antoniette mintió y le dijo que no estaba. Tampoco le he cogido las llamadas, hasta lo he bloqueado en WhatsApp, pero él es insistente y no me lo pone fácil. Quiero olvidarlo, pero Pedro parece no querer que eso ocurra. Desestimo las llamadas y dejo mi teléfono sobre la mesa; levanto la vista y la fijo en la puerta de entrada, porque veo que se mueve el pomo.


Lo veo entrar y no puedo creer que se haya atrevido a hacerlo sin que se lo haya permitido. Viste de forma impecable; me resulta extraño, pues él siempre va muy casual, pero está enfundado en un traje de corte perfecto de color azul marino claro, con camisa de rayas y corbata gris. 


Por el corte y las terminaciones, además de reconocer la fibre nobili, tela característica de la marca, me doy cuenta
de que es un Ermenegildo Zegna; y por cómo le queda, estoy segura de que es hecho a medida. Increíblemente, su cabello luce bastante meticuloso, no como lo lleva por norma general. Nos quedamos mirándonos con firmeza; cuando voy a empezar a hablar para decirle que me espere fuera, pues no quiero montar un escándalo delante de todos, el señor Darrieux me interrumpe.









DIMELO: CAPITULO 30




Trabajar con Pedro ignorándolo se transforma en una tortura china, pero no aflojo; lo trato como merece ser tratado. Se burló de mí y ahora conocerá mi lado de dueña del circo, como dice él.


Todos notan la tirantez entre nosotros y lo mucho que nos cuesta relajarnos para conseguir buenas fotografías, a pesar de estar rodeados de un marco ideal.


Durante los siguientes tres días visitamos las aldeas de Vernazza, Riomaggiore y Manarola, donde hacemos fotos para la campaña.


Es el día anterior a nuestro regreso y estamos en las maravillosas calas de Corniglia.


Por lo general, André tiene un carácter muy tranquilo, pero, harto de lidiar con nosotros, acaba estallando en ira. 


Comienza a gritar y da a todo el mundo un descanso menos a mí y a Pedro.


—No soy estúpido, sé que ha pasado algo que ha cambiado el trato entre vosotros. »Aunque no he preguntado, porque respeto tu silencio —se dirige a Pedro—, y además lo admiro porque eso quiere decir que eres todo un caballero. Pero debéis saber que no me chupo el dedo.


Pasa su vista de él a mí, mientras nos regaña como si fuéramos dos mocosos.


—Sé lo que hubo entre vosotros en Tenerife, porque no soy tonto y me he dado cuenta. Como amigo de ambos os diré que lamento que no haya funcionado. —Quiero hablar pero me hace callar —. No he terminado aún. —Me para en seco. Pedro está apoyado contra una roca y no lo mira; se muestra fastidiado pero no dice nada—. Me gusta hacer bien mi trabajo. Paula, estás acostumbrada a la excelencia en tus campañas pero, si no cambias la cara, no la conseguirás.
»La campaña se llama Sensualité, pero estáis todo el día con cara de perro; de sensual no tiene ni pizca. Siento que somos un grupo de diez personas que está perdiendo el tiempo, porque no estamos obteniendo nada.


Pedro y yo nos miramos.


«Lo odio, lo detesto... No, ¿a quién quiero engañar? Pedro me encanta, y me enfurece que se haya
burlado de mí.»


Todos regresan e intentamos concentrarnos en el trabajo. 


Aíslo mi mente y, aunque me odio por la forma en que consigo sentirme sensual y deseada, dejo que mi imaginación utilice nuestras imágenes haciendo el amor.



****


Hace una semana que estamos de regreso en París y no la he vuelto a ver desde que acabó el viaje.


En el transcurso de este tiempo, he ido a visitar a mi madre y he arreglado también algunos asuntos pendientes en Lyon. 


Me siento optimista, creo que finalmente he encontrado mi oportunidad; presiento que mi suerte cambiará en todos los sentidos, porque sencillamente creo que ha llegado el
momento que tan pacientemente he esperado.


Voy a Saint Clair e intento verla, pero no me recibe. Lo suponía.


Es viernes y tenemos un evento de promoción al que debemos asistir juntos. Frente al público nos mostramos alegres y conciliadores, pero, apenas nos quedamos solos, nos ignoramos por completo.


El lunes tengo una reunión decisiva con mi representante legal y apoderado, al que le explico lo que quiero que haga. 


También llamo a algunos contactos que guardo de cuando era un negociador agresivo y pongo todo mi plan en marcha.


El martes asisto con Paula, Estela y André a un programa de televisión, donde se lanza el estreno de la campaña, que es muy bien recibida por el público.


—A ver si pones un poco más de entusiasmo; después de todo, esto es para tu beneficio, y aquí estoy poniendo mi mejor cara de estúpido.


—Por supuesto, debes hacerlo, está estipulado en el contrato.


—Pues no veo la hora de que el contrato termine.


—No creo que tengas más ganas que yo.


El sábado, la ciudad amanece empapelada con imágenes nuestras.


Aparecemos en el metro, en la línea de ferrocarriles de cercanías, en los autobuses, en casi todos los carteles publicitarios mejor ubicados de la cuidad, en revistas... En fin, la campaña gráfica está en marcha.


El lunes tenemos rueda de prensa en Saint Clair, donde todo estalla. Hacen alusión a las imágenes que aparecieron en esa revista de cotilleo, pero explicamos que lo sucedido fue un malentendido, aunque no se lo creen del todo, porque en las publicaciones periodísticas de los días siguientes dejan flotando la insinuación de que entre nosotros hay algo más que nos empeñamos en ocultar. Lo cierto es que se equivocan. Ya no existe nada entre ella y yo.


Si debo ser sincero, no es lo que quisiera, pero sé que es lo más conveniente. Además, no soy hombre de andar suplicando, así que es mejor dejar las cosas como están, aunque soy bastante terco y siempre me guardo una carta en la manga; no estoy acostumbrado a perder, siempre peleo hasta el final.


A media semana, por la mañana, hacemos en Saint Clair unas fotos sobre una bendita cama, porque Paula se ha empecinado. No le veo el sentido a hacer más fotos teniendo en cuenta todas las que realizamos en La Toscana y en Tenerife, pero debo reconocer que el cabecero de este lecho es de ensueño y parece que nos encontremos en un palacio.


Es de noche y me dirijo a casa de André porque cenaremos juntos; llevo comida para compartir.


Como él tenía que trabajar hasta tarde, me ofrecí a encargarme de todo. En el último momento me avisa de que también estará Estela. Cuando llego, toco el timbre y, al entrar, él me explica que su pareja se ha ido y me cuenta lo que ha ocurrido con Paula.


—Marcos Poget la avisó de que pasado mañana se realizará el traspaso del paquete de acciones a una empresa que, al parecer, se dedica a absorber capitales. Llamó desconsolada a Estela y, como comprenderás, se fue a hacerle compañía.


Quiero salir corriendo a consolarla, pero me contengo.


—Las cosas caerán por su propio peso. Poget tendrá su merecido —le asevero a mi amigo.


—Los Poget tienen mucho poder, poseen un gran imperio.


—Pero Marcos es un idiota que no tiene idea de nada. Él será quien caiga, acuérdate de lo que te digo.


—Si se trata de un deseo, me uno a él contigo, Pedro.






lunes, 5 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 29





Ella no sabe que no hay nadie que pueda comprender por lo que está pasando más que yo, no imagina siquiera cuánto y hasta qué punto la comprendo.


Oír que con mis caricias puedo hacérselo olvidar todo, saber que puedo contribuir a darle alivio, me hace sentir y empezar a entender que no ha sido casualidad que yo viajara a París; también pienso que no ha sido casualidad que me encontrara con André, y mucho menos ha sido por azar que ella y yo chocáramos aquella mañana o que haya conseguido este trabajo.


Suena esotérico, pero yo he ido a París en busca de nuevas y mejores oportunidades, y Paula es mi oportunidad. Debo aceptarlo, debo dejar salir estos sentimientos que ella me produce y que me asustan desde que la conocí.


Tengo una misión. Después de haberla escuchado, sé que tengo una misión a su lado.


La cargo en mis brazos y la llevo hasta el dormitorio; la dejo sobre la cama y, de rodillas sobre el colchón, llevo mis manos al nudo de su bata para deshacerlo y abro la prenda para revelar su cuerpo desnudo, para admirar el serpenteo de sus curvas. Paso mi palma abierta por su plexo solar; no sé si es cierto, pero dicen que ahí se concentra la negatividad en las personas, así que quiero borrar con mi caricia todo lo malo que pueda anidar en su cuerpo. Quiero limpiarla de todo lo que le haga daño, quiero hacerla feliz..., y me extraña sentirme así. Varias veces me ha inundado esa necesidad, pero aún no llego a comprender lo que me pasa. 


O quizá sí, y no quiero aceptarlo.


«Pedro Alfonso, creo que es innegable: te has enamorado como un perfecto idiota de Paula Chaves


Abandono mi caricia y me inclino sobre ella para depositar suaves y tiernos besos en su abdomen; continúo bajando con los besos hasta llegar a su pubis y levanto levemente la cabeza para admirarla. Tiene los ojos abiertos y me sonríe dulce, pacífica, entregada... Alargo una mano y paso los dedos por sus labios; ella coge mi mano con la suya y me los besa; luego besa mi palma y, finalmente, mientras cierra los ojos para avivar sus sentidos, hace que la acaricie guiando mi mano por todo su cuerpo, hasta llevarla nuevamente a su pubis. Miro el recorrido de mi mano con fijeza, siento la palma escaldada por el ardor de su piel y por la necesidad que está creando en mí. Sigo bajando, llego a donde ella quiere que llegue y acaricio su sexo, lo mimo, lo rozo con mi palma y luego me dedico a coger su clítoris entre mis dedos; lo pellizco, lo rodeo con una caricia constante y aprecio cómo su respiración cambia. Paula se tensa, su espalda se encorva y se le escapa un chillido espontáneo que no puede contener; se muerde los labios y abre los ojos. Vehemente, se encuentra con mi atenta mirada, se sienta con rapidez y mete sus manos bajo mi bata para acariciarme los hombros mientras nuestras bocas están a escasos milímetros de distancia. Medimos nuestra necesidad y ella aprovecha para bajar sus manos y desanudar el lazo de mi albornoz; lo abre para mirar mi desnudez. Pasa sus manos por mis pectorales, recorre toda mi musculatura delimitando cada parte de mi anatomía, hasta que llega a mi pene y lo acaricia. Muevo los brazos y me quito la bata para quedar desnudo ante ella, y entonces, imitándome, Paula hace lo mismo.


Estamos desnudos, expuestos, dispuestos a sentir el contacto perfecto de la textura de la piel del otro. Nos abrazamos y acercamos nuestros labios peligrosamente para acortar todas las distancias que nos separan; necesitamos cada vez con más anhelo entrar en contacto, probar una vez más esa unión que se nos da tan bien.


La beso, al principio tranquilo; luego ella impone otro ritmo y me provoca con su lengua, pero me aparto.


La miro a los ojos y le hablo cargado de necesidad:
—Ahora, despacio; ya te he follado en el baño, ahora quiero disfrutarte.


Quiero que entienda que soy yo quien lleva el control; quiero que comprenda que, en la cama, no hay concesiones salvo que yo así lo quiera. Aquí, el ritmo lo marco yo, aunque algunas veces seguro que le permitiré, por escasos momentos, hacer lo que quiera conmigo.


—Me gusta que lleves el control, sólo que me provocas demasiado.


—Deberás aprender... Seré paciente, seré tu maestro, quiero enseñarte cómo me gusta a mí, y también quiero aprender lo que te gusta a ti. Quiero que descubramos juntos nuestra simetría perfecta.


No hablamos más. Vuelvo a recostarla y retomo la tarea que había empezado. Beso cada partícula de su piel y me adueño de su cuerpo; luego la acaricio de la misma forma. 


Sé que mi parsimonia la está enloqueciendo, pero hace lo que le he dicho: se espera y disfruta del ritmo que le impongo. Finalmente, la penetro; comienzo a moverme y la pongo en varias posiciones, incluso la dejo subirse encima de mí y le permito por unos instantes que marque el ritmo, pero ella es ansiosa y va muy rápido, así que, asiéndola de las caderas, intento serenarla. Anclo mis manos y mis dedos en su carne, y sin apartar nuestras miradas soy yo quien se mueve bajo ella, soy yo quien retoma el control. He decidido que es así como llegaremos al orgasmo, mirándonos, advirtiendo en la mirada del otro todo lo que nuestras almas están sintiendo.


Entramos en la fase final.


Comenzamos a pasar por todos los estados de la materia: nos sentimos sólidos, yo para empotrarla, y ella para recibirme y que ambos gocemos con la perfecta fricción de nuestros sexos; esto nos permite llegar al estado plasmático, en el que las descargas eléctricas que el contacto de nuestros cuerpos produce elevan la temperatura corporal e impulsan la circulación de nuestro torrente sanguíneo de manera inusitada; es entonces cuando pasamos a la fase líquida, en el que nuestras entrañas se licuan al conseguir el orgasmo; y nos transportan inmediatamente a un estado etéreo, instante en que nuestros cuerpos no tienen forma ni volumen propio, porque la sensación de placer nos ha inundado de tal forma que nos ha despojado de todo.


Cojo una bocanada de aire y permanezco sin fuerzas bajo su cuerpo mientras le acaricio la espalda. Ella está exhausta, creo que la he agotado. La apremio para que nos levantemos a asearnos.


—No tengo fuerzas para caminar hasta allí.


Me río y le beso el pelo; aún estamos unidos, no he salido de ella.


—Si estás cansada y pretendes dormir, no te muevas o despertarás a mi amigo —bromeo, pero lo cierto es que yo también estoy agotado. Necesito unas horas de sueño para reponer energías.


Salgo de ella, me muevo con rapidez y la llevo en volandas hasta el baño: la cargo al hombro y ella patalea risueña mientras le doy un pequeño azote en el culo.


Nos hemos aseado y estamos de regreso en la cama. La tengo abrazada por detrás mientras inhalo el perfume de su nuca; enroscamos las piernas y nos confundimos buscando el encaje perfecto, como si fuéramos piezas de un rompecabezas. Le doy besos en el cuello y ella besa mi mano, la que tengo sobre la almohada; la otra la mantengo oprimiendo en sus pechos



****

Despierto con el sonido de mi teléfono. Pedro permanece lánguido junto a mí. No me apresuro en atender la llamada porque la visión de él a mi lado me distrae: es imposible que no me quede extasiada viendo a este hombre que yace inmóvil a mi lado. Está tan profundamente dormido que intento desplazar su brazo, que me tiene abrazada, y su peso es monumental; también el de su pierna, que está sobre las mías.


El teléfono para de sonar. Consigo mover a Pedro y entonces se despierta.


—Lo lamento —le digo mientras me mira adormilado y me sonríe—. No quería despertarte, pero sonaba mi móvil.


Se remueve para que pueda coger el teléfono. Cuando lo tengo en la mano, comienza a sonar nuevamente. Miro la pantalla. No quiero contestar, no con Pedro a mi lado. Lo miro a él, que se está restregando los ojos y se percata al instante de que dejo sonar el aparato y no atiendo. Me lo quita de la mano y mira la pantalla. Con un gesto que indica lo molesto que está, le da al botón de responder y me lo entrega; antes activa el altavoz.


Cojo una bocanada de aire y hablo.


—¿Qué quieres?


—Recordarte que sólo te quedan poco más de quince días para reunir el dinero. Eres una estúpida; si te hubieras quedado aquí conmigo y no hubieras ido a hacer esas fotos, todo sería diferente... Habría cancelado el contrato de Alfonso, me habría hecho cargo de todos los gastos para sacarlo de nuestras vidas. Puedo perdonarte unos cuantos besos.


—No tienes dignidad y crees que todos somos como tú. Todo lo mides con el poder que te otorga el dinero de tu padre. ¡Qué ciega estuve, Marcos! Lo siento, me das pena.


Le cuelgo la llamada. Pedro y yo nos quedamos sentados contra el cabecero de la cama en silencio, hasta que él decide hablar.


—Tal vez... si desapareciera de tu vida, todo se solucionaría.


—¿Qué mierda me estás diciendo, Pedro?


—No quiero ser un problema para ti y, por lo visto, todo es por mi culpa.


—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! Pero... ¿por quién me tomas? —le grito ofuscada—. Te dejé entrar en mi intimidad y ahora... ¿me dices esto?


Él se pasa la mano por la cara y luego entierra los dedos en su pelo, revolviéndolo más de lo que está.


—Busco soluciones. No quiero que por mi culpa pierdas tu empresa; a la larga, en algún momento, me lo reprocharás.


—¡Qué poco me conoces! ¿O es que estás buscando una excusa?


—¿Excusa?


—Claro —golpeo la cama—. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?


Me levanto cegada. Estoy desnuda, pero no quiero que siga viéndome así, no después de lo que acabo de entender. 


Busco una bata y me la coloco, luego voy hacia donde quedó su ropa, la junto en un bulto y se la tiro a la cara.


—Me has follado, te has quitado las ganas y ahora esto te viene como anillo al dedo, ¿verdad? Ése es el punto en el que estamos.
»Te haces el mártir y te apartas, alegando que es por mi bien. Eres un hipócrita, un infeliz presuntuoso que sólo va detrás de su satisfacción. Al menos podrías haber buscado una excusa mejor, ese cuento está muy trillado; sólo ha faltado que me digas: «No eres tú, soy yo, no te merezco». He sido una estúpida por permitir que me convirtieras en tu aventurilla de Tenerife.


Me mira perturbado, pero no me asusta su miradita infame. 


Comienza a vestirse sin decir una palabra; me encierro en el baño, pero antes de cerrar la puerta le grito:
—¡Intenta, al menos, que nadie te vea al salir!


Oigo el sonido de la puerta cuando se va y me rompo. Me arranco a llorar desconsolada sin poder entender por qué reacciono así; yo nunca lloro, pero ahora no puedo contener mis lágrimas.


Siento un dolor inmenso en el pecho, me siento utilizada, burlada en mi buena fe. Le permití que me hiciera de todo, le di confianza para que entrara en mi vida y ahora me paga de este modo.


¡Hombres! ¡Se creen que son el sexo fuerte sólo porque llevan colgando algo entre las piernas!


Maldición, ¿cómo he podido dejarme embaucar así por él? ¿Cómo he sido tan estúpida?



*****


Se hace la hora de partir. Estamos cargando las maletas en el minibús que debe trasladarnos al aeropuerto. Juliette se ha encargado de pagar todas las cuentas, y ya nos ha dado a cada uno el billete para el vuelo de Alitalia, que nos llevará a Madrid, donde debemos hacer una escala de cuatro horas antes de coger el que nos trasladará a Roma. André ya está en el aeropuerto para poder despachar con tiempo todo su equipo.


Pedro y yo nos ignoramos en todo momento, ni siquiera nos miramos. Llevo puestas unas gafas oscuras para que no se note que he llorado. En el instante en que vamos a subir a la camioneta, y tomándola por sorpresa, tiro del brazo de Estela para que se siente a mi lado.


—¿Se puede saber qué mierda pasa?


—Más te vale que te sientes a mi lado en el avión y no cambies de asiento.


Me mira con los ojos muy abiertos, no entiende nada. El minibús se llena muy rápido. Pedro también lleva puestas gafas oscuras. Se sienta delante de mí y se le ve fastidiado. 


Marcel, que es siempre muy locuaz, no para de hablarle; presiento que en cualquier momento se ganará una grosería, porque lo he visto resoplar malhumorado.


El viaje se hace larguísimo. La mayor parte del tiempo me coloco los cascos para oír música y aislarme de los ruidos. André y Pedro no han parado de hablar y de reírse, y el buen humor de él me revuelve el estómago, porque es obvio que no he significado nada, tan sólo he sido un polvo apoteósico.


Ofuscada y hecha un gran lío, me levanto y paso por encima de Estela, que está dormida; cuando voy a salir al pasillo, me cruzo con Pedro, que viene del baño; se hace a un lado y me deja pasar. Ni lo miro.


Llegamos a Roma, donde tenemos otra escala de una hora hasta coger el avión que nos llevará a nuestro destino: la ciudad de Pisa.


Finalmente llegamos al Aeropuerto Internacional Galileo Galilei a las diez y diez de la noche y, después de pasar por todos los controles, salimos y allí nos esperan tres minibuses que nos trasladan por carretera a Cinque Terre, en la costa de Liguria. Tenemos una hora y media de viaje hasta el lugar, pero no hay otra forma de llegar hasta el hotel situado en Monterosso al Mare. Finalmente, después de un viaje interminable de casi doce horas, llegamos al hotel Porto Roca. En Cinque Terre nada es extremadamente lujoso; el lujo, en realidad, lo da el entorno del paisaje y la importancia cultural. Nos encontramos en un interesante destino rural alejado del bullicio de las grandes ciudades, que se considera Patrimonio de la Humanidad por conservar su hegemonía pintoresca de casas de colores, construidas sobre los altos acantilados que forman las costas del mar de Liguria. Se trata de un paraje soñado y muy romántico, que para mí se convierte en un martirio diario.