martes, 6 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 32




Está asombrada; noto en su mirada la inconsistencia de su entendimiento, pero así lo ha querido ella.


—Monsieur Alfonso, lo estábamos esperando.


—Lamento la espera, señores.


En verdad no lo lamento, porque, antes de venir hacia aquí, me he quitado las ganas de moler a palos a Poget. Ya está, me siento increíblemente como un justiciero. Ha resultado muy fácil provocarlo para que me lanzara el primer golpe; el idiota creía que tenía alguna posibilidad de hacerme algo. 


Además, ha sido maravilloso espetárselo todo en la cara y hacerle saber que ha perdido.


Paula, atontada, pasa su mirada de mí a Darrieux; sé que no logra comprender. Intenté advertirla, intenté hablar con ella antes de esta reunión, pero no ha querido escucharme.


Se pone en pie, rodea la mesa y recorre con caminar presuroso la distancia que nos separa; se detiene muy erguida frente a mí. Está sumamente sexi en plan dueña del circo, y entonces, con una voz que no le tiembla, me indica:


—Vamos a mi despacho.


Tiro del pomo de la puerta y la abro, le hago una inclinación de cabeza mientras la dejo pasar y antes de salir informo a los presentes:


—Enseguida volvemos, señores. Pueden empezar a degustar esas exquisiteces mientras nos esperan.


Entramos en la oficina de Paula. La sigo muy de cerca, cierro la puerta y, cuando me doy la vuelta, está esperando en medio del despacho con los brazos cruzados.


—¿Se puede saber qué significa esto?


—He salvado tu empresa.


—¿Qué?


—He comprado la parte del idiota de Poget. Fue muy fácil hacer que vendiera.


—¿Y de dónde has sacado tú el dinero para hacerlo? No creo que hayas podido juntar mucho con tu sueldo de empleado, y tampoco con lo del contrato de la campaña publicitaria.


—Yo nunca dije que fuera empleado, eso lo asumiste tú.


Tengo las manos metidas en los bolsillos mientras le hablo. 


Permanezco erguido en actitud muy pedante; sé que eso la provoca, pero... ¿por qué siempre da las cosas por supuesto en lugar de escucharme?


—¿Vas a escucharme, me vas a dejar explicártelo? Lo he intentado durante semanas, pero tú eres tan necia y arrogante que siempre crees saberlo todo.


Nos miramos avasallándonos.


—No necesito ninguna explicación, todo está a la vista: eres un maldito buitre que se acercó a mí fingiendo necesitar un trabajo. Saliste a la caza de tu presa y no has parado hasta quedarte con la mitad de mi compañía. ¿Qué harás ahora? ¿De qué forma tienes planeado obligarme a venderte el resto? La desintegrarás y la harás desaparecer, ése es tu plan, ¿no? Eres un ave de rapiña, eres un ruin, Pedro... ¡Cómo pude equivocarme tanto contigo!


Me he hartado de sus palabras, me he cansado de que hable sin escuchar.


Me trago el orgullo, recorro la distancia que nos separa y hago lo que me muero por hacer y lo que sé que ella también desea, porque no ha dejado de mirarme la boca desde que comenzara a hablar. La cojo por la nuca y la beso. Se resiste, pero bajo mis manos y tomo las suyas para inmovilizarla. Tenso mi lengua y, tenaz, intento introducirla en su boca; la obligo a abrirla y hurgo en su interior con la mía... No estoy dispuesto a que me niegue este beso, le demostraré que puedo dejarla temblando cuando y donde quiera. Cede pero no del todo; la beso a rabiar, hasta que siento que se estremece y entonces relajo mi lengua y la beso con paciencia, para que sienta la caricia que pretendo darle con ella.


Me separo dejándola sin aliento, pero ella no reacciona como espero: hunde sus manos en mi pecho y me empuja para alejarme.


—¡Nunca más te atrevas a besarme! —me grita, y pasa por delante de mí. Está furiosa y no entra en razón. Me paso la mano por la barbilla. Yo también estoy cansado, y estallo en ira y salgo tras ella.


«Todo tiene un límite.»


La cojo del brazo; no la dejaré ir hasta que haya podido explicarme.


—Vas a escucharme quieras o no; lo harás porque estás actuando irracionalmente. ¿Quién te crees que eres para mirar a todo el mundo por encima del hombro?


La dirijo hacia el sofá y le hago un ademán para que se siente. Luego desabrocho mi chaqueta y me acomodo en frente. Siento mucha rabia, estoy realmente cabreado. 


¿Quería que sacase mi lado malo?, pues lo ha conseguido.


—Eurostar nació hace muchos años, era la empresa que dirigía mi padre y que mi madre y yo heredamos cuando él murió. La entidad operaba comprando paquetes accionariales de empresas en problemas por menos coste y luego se desmembraban para poder venderlas por partes y conseguir mejores beneficios económicos que vendiéndolas íntegras.


—Eso ya lo sé, no hace falta que me expliques cómo funciona tu empresa buitre.


—¡¿Te puedes callar?! —grito de tal modo que retumba en todo el despacho—. Lo cierto es que, cuando él murió, yo tenía mi propia compañía, así que no me interesaba la que había heredado. Además, no tenía tiempo para dirigirla, y mi madre carecía de la más mínima idea de cómo llevarla adelante. Así que la liquidamos dentro del marco legal, indemnizando a todos los trabajadores como correspondía, y reservamos lo que quedó para que mi madre pudiera seguir viviendo de forma holgada como siempre y sin bajar de estatus social, obviamente. »Por ese entonces, yo era uno de los dueños de Le Ciel Ingénierie, una compañía especializada en ingeniería aeronáutica; nos ocupábamos del diseño y el desarrollo de sistemas de aviación.
Durante muchos años trabajamos como subcontratados, hasta que llegaron los grandes contratos directos con Airbus, Boeing y Bombardier. Éramos tres socios: uno se especializaba en ingeniería y era quien realizaba los proyectos; otro socio se encargaba de las finanzas; y yo, de la parte comercial.


—¿Ésa es la compañía que me contaste que quebró? Entendí que trabajabas en ella, no que formaras parte del equipo directivo.


Asiento con la cabeza; no tengo necesidad de contárselo todo pero, no sé por qué, sigo haciéndolo:
—Yo era el encargado de investigar al cliente, era quien iba en su caza ajustando nuestra propuesta a sus condiciones y a su línea empresarial, puesto que la mayoría de estas organizaciones son poco abiertas a modificar sus protocolos. Pero increíblemente siempre tenía la suerte de dar con el contacto adecuado dentro de la compañía. Luego estaba Ricardo, que era el poseedor de los conocimientos de ingeniería. La empresa fabricaba GPS, acelerómetros, giroscopios, magnetómetros, sensores de temperaturas y otros instrumentos de aviónica; por último estaba mi otro socio, Pierre. —No puedo evitar nombrarlo con desdén—. Era el encargado de las finanzas de la empresa. Yo viajaba mucho, casi nunca estaba en el país, estaba siempre buscando nuevas oportunidades y consiguiendo nuevos contratos.
»Era tal la confianza que nos teníamos que ninguno irrumpía en el trabajo del otro. Todo marchaba estupendamente, pero... la tentación fue grande cuando la empresa se expandió, y el encargado de los números nos timó.


—¿Os estafó? Pero era una empresa muy grande, ¿cómo pudo?


—Incurrió en fraudes internos, fugas de capital, errores en materia fiscal... Maquillaba los resultados financieros de la empresa de manera que nada podía comprobarse; habíamos comenzado a pagar impuestos y regalías por operaciones que no existían. En la compañía había un consejo de administración, pero él lo pasaba por alto, no dejaba que se involucraran, precisamente para que no
salieran a la luz sus maniobras. Mi otro socio y yo pensábamos que la compañía iba sobre ruedas, él así nos lo hacía creer y confiábamos en Pierre, hasta que de pronto nos encontramos con una empresa que no era una empresa, sino un espejismo, y todo desapareció.
»Dejamos de poder cumplir con los compromisos de pago asumidos; eran deudas a corto plazo, y se suponía que todo estaba calculado, pero él ya había vaciado las arcas de la empresa y todo llegó a un punto en el que no había forma de sobrevivir, no había estrategia corporativa posible más que liquidar todas las deudas y empezar de cero nuevamente. Sólo había dos opciones: llegar a un arreglo con los acreedores a costa de perderlo todo, incluso mi patrimonio personal adquirido con mi trabajo, o ir a la cárcel.


—Y si lo perdiste todo, ¿con qué has comprado la parte de Saint Clair?


—Algo quedó, muy poco en comparación con el patrimonio que había conseguido amasar; por eso vine a París, en busca de un negocio rentable. En Lyon soy un fracasado al que todos conocen y en quien nadie confía.


—Pero no fue culpa tuya.


—Te lo dije una vez: todos son amigos de tu éxito, pero no de tus fracasos. En definitiva, decidí alejarme; mientras tanto, debía sobrevivir sin tocar lo poco que me había quedado, por eso era imprescindible encontrar un trabajo hasta que surgiera algo.


—Pero me engañaste.


—Yo no te engañé —le contesto con pesar—. Cuando encontré la solución, quise hablar contigo y no me lo permitiste. Cuando me enteré de lo que te estaba pasando, empecé a estudiar la rentabilidad de una inversión en Saint Clair, pero debía buscar la forma de que Poget me la vendiera...
No quería que te ilusionaras. Entonces se me ocurrió reflotar Eurostar; ahora se llama Eurostar Group, y Poget es tan necio que bastó con decirle que desmembraríamos la empresa para que mordiera el anzuelo nada más lanzar la carnada al agua. Fue muy fácil.


Pedro, perdóname.


—Me juzgaste injustamente y yo también tengo mi orgullo. Y aunque esto lo hice por ti, también lo he hecho por mí. Saint Clair es un negocio rentable y por eso he invertido en ella. Ahora vayamos a firmar el estatuto para liberar a esa gente. No deseo modificar nada; como has leído en las cláusulas, es una sociedad muy justa y sólo he hecho una inversión en la empresa, la cual pretendoque sigas manejando como hasta ahora.


—Perdóname, por favor.


Me pongo en pie.


—No digas más nada. Me habría encantado que hubieras confiado en mí, te dije que buscaríamos la forma y no me escuchaste. Si no hubieras sido tan altanera...


—Lo siento.


—Es un poco tarde, Paula. Me duele que haya sido necesario contarte todo esto para que me veas con otros ojos. No me hagas sentir más estúpido de lo que ya me siento. Quedémonos con los negocios; el resto fue un magro intento de algo que no funcionó.













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