Ella no sabe que no hay nadie que pueda comprender por lo que está pasando más que yo, no imagina siquiera cuánto y hasta qué punto la comprendo.
Oír que con mis caricias puedo hacérselo olvidar todo, saber que puedo contribuir a darle alivio, me hace sentir y empezar a entender que no ha sido casualidad que yo viajara a París; también pienso que no ha sido casualidad que me encontrara con André, y mucho menos ha sido por azar que ella y yo chocáramos aquella mañana o que haya conseguido este trabajo.
Suena esotérico, pero yo he ido a París en busca de nuevas y mejores oportunidades, y Paula es mi oportunidad. Debo aceptarlo, debo dejar salir estos sentimientos que ella me produce y que me asustan desde que la conocí.
Tengo una misión. Después de haberla escuchado, sé que tengo una misión a su lado.
La cargo en mis brazos y la llevo hasta el dormitorio; la dejo sobre la cama y, de rodillas sobre el colchón, llevo mis manos al nudo de su bata para deshacerlo y abro la prenda para revelar su cuerpo desnudo, para admirar el serpenteo de sus curvas. Paso mi palma abierta por su plexo solar; no sé si es cierto, pero dicen que ahí se concentra la negatividad en las personas, así que quiero borrar con mi caricia todo lo malo que pueda anidar en su cuerpo. Quiero limpiarla de todo lo que le haga daño, quiero hacerla feliz..., y me extraña sentirme así. Varias veces me ha inundado esa necesidad, pero aún no llego a comprender lo que me pasa.
O quizá sí, y no quiero aceptarlo.
«Pedro Alfonso, creo que es innegable: te has enamorado como un perfecto idiota de Paula Chaves.»
Abandono mi caricia y me inclino sobre ella para depositar suaves y tiernos besos en su abdomen; continúo bajando con los besos hasta llegar a su pubis y levanto levemente la cabeza para admirarla. Tiene los ojos abiertos y me sonríe dulce, pacífica, entregada... Alargo una mano y paso los dedos por sus labios; ella coge mi mano con la suya y me los besa; luego besa mi palma y, finalmente, mientras cierra los ojos para avivar sus sentidos, hace que la acaricie guiando mi mano por todo su cuerpo, hasta llevarla nuevamente a su pubis. Miro el recorrido de mi mano con fijeza, siento la palma escaldada por el ardor de su piel y por la necesidad que está creando en mí. Sigo bajando, llego a donde ella quiere que llegue y acaricio su sexo, lo mimo, lo rozo con mi palma y luego me dedico a coger su clítoris entre mis dedos; lo pellizco, lo rodeo con una caricia constante y aprecio cómo su respiración cambia. Paula se tensa, su espalda se encorva y se le escapa un chillido espontáneo que no puede contener; se muerde los labios y abre los ojos. Vehemente, se encuentra con mi atenta mirada, se sienta con rapidez y mete sus manos bajo mi bata para acariciarme los hombros mientras nuestras bocas están a escasos milímetros de distancia. Medimos nuestra necesidad y ella aprovecha para bajar sus manos y desanudar el lazo de mi albornoz; lo abre para mirar mi desnudez. Pasa sus manos por mis pectorales, recorre toda mi musculatura delimitando cada parte de mi anatomía, hasta que llega a mi pene y lo acaricia. Muevo los brazos y me quito la bata para quedar desnudo ante ella, y entonces, imitándome, Paula hace lo mismo.
Estamos desnudos, expuestos, dispuestos a sentir el contacto perfecto de la textura de la piel del otro. Nos abrazamos y acercamos nuestros labios peligrosamente para acortar todas las distancias que nos separan; necesitamos cada vez con más anhelo entrar en contacto, probar una vez más esa unión que se nos da tan bien.
La beso, al principio tranquilo; luego ella impone otro ritmo y me provoca con su lengua, pero me aparto.
La miro a los ojos y le hablo cargado de necesidad:
—Ahora, despacio; ya te he follado en el baño, ahora quiero disfrutarte.
Quiero que entienda que soy yo quien lleva el control; quiero que comprenda que, en la cama, no hay concesiones salvo que yo así lo quiera. Aquí, el ritmo lo marco yo, aunque algunas veces seguro que le permitiré, por escasos momentos, hacer lo que quiera conmigo.
—Me gusta que lleves el control, sólo que me provocas demasiado.
—Deberás aprender... Seré paciente, seré tu maestro, quiero enseñarte cómo me gusta a mí, y también quiero aprender lo que te gusta a ti. Quiero que descubramos juntos nuestra simetría perfecta.
No hablamos más. Vuelvo a recostarla y retomo la tarea que había empezado. Beso cada partícula de su piel y me adueño de su cuerpo; luego la acaricio de la misma forma.
Sé que mi parsimonia la está enloqueciendo, pero hace lo que le he dicho: se espera y disfruta del ritmo que le impongo. Finalmente, la penetro; comienzo a moverme y la pongo en varias posiciones, incluso la dejo subirse encima de mí y le permito por unos instantes que marque el ritmo, pero ella es ansiosa y va muy rápido, así que, asiéndola de las caderas, intento serenarla. Anclo mis manos y mis dedos en su carne, y sin apartar nuestras miradas soy yo quien se mueve bajo ella, soy yo quien retoma el control. He decidido que es así como llegaremos al orgasmo, mirándonos, advirtiendo en la mirada del otro todo lo que nuestras almas están sintiendo.
Entramos en la fase final.
Comenzamos a pasar por todos los estados de la materia: nos sentimos sólidos, yo para empotrarla, y ella para recibirme y que ambos gocemos con la perfecta fricción de nuestros sexos; esto nos permite llegar al estado plasmático, en el que las descargas eléctricas que el contacto de nuestros cuerpos produce elevan la temperatura corporal e impulsan la circulación de nuestro torrente sanguíneo de manera inusitada; es entonces cuando pasamos a la fase líquida, en el que nuestras entrañas se licuan al conseguir el orgasmo; y nos transportan inmediatamente a un estado etéreo, instante en que nuestros cuerpos no tienen forma ni volumen propio, porque la sensación de placer nos ha inundado de tal forma que nos ha despojado de todo.
Cojo una bocanada de aire y permanezco sin fuerzas bajo su cuerpo mientras le acaricio la espalda. Ella está exhausta, creo que la he agotado. La apremio para que nos levantemos a asearnos.
—No tengo fuerzas para caminar hasta allí.
Me río y le beso el pelo; aún estamos unidos, no he salido de ella.
—Si estás cansada y pretendes dormir, no te muevas o despertarás a mi amigo —bromeo, pero lo cierto es que yo también estoy agotado. Necesito unas horas de sueño para reponer energías.
Salgo de ella, me muevo con rapidez y la llevo en volandas hasta el baño: la cargo al hombro y ella patalea risueña mientras le doy un pequeño azote en el culo.
Nos hemos aseado y estamos de regreso en la cama. La tengo abrazada por detrás mientras inhalo el perfume de su nuca; enroscamos las piernas y nos confundimos buscando el encaje perfecto, como si fuéramos piezas de un rompecabezas. Le doy besos en el cuello y ella besa mi mano, la que tengo sobre la almohada; la otra la mantengo oprimiendo en sus pechos
****
Despierto con el sonido de mi teléfono. Pedro permanece lánguido junto a mí. No me apresuro en atender la llamada porque la visión de él a mi lado me distrae: es imposible que no me quede extasiada viendo a este hombre que yace inmóvil a mi lado. Está tan profundamente dormido que intento desplazar su brazo, que me tiene abrazada, y su peso es monumental; también el de su pierna, que está sobre las mías.
El teléfono para de sonar. Consigo mover a Pedro y entonces se despierta.
—Lo lamento —le digo mientras me mira adormilado y me sonríe—. No quería despertarte, pero sonaba mi móvil.
Se remueve para que pueda coger el teléfono. Cuando lo tengo en la mano, comienza a sonar nuevamente. Miro la pantalla. No quiero contestar, no con Pedro a mi lado. Lo miro a él, que se está restregando los ojos y se percata al instante de que dejo sonar el aparato y no atiendo. Me lo quita de la mano y mira la pantalla. Con un gesto que indica lo molesto que está, le da al botón de responder y me lo entrega; antes activa el altavoz.
Cojo una bocanada de aire y hablo.
—¿Qué quieres?
—Recordarte que sólo te quedan poco más de quince días para reunir el dinero. Eres una estúpida; si te hubieras quedado aquí conmigo y no hubieras ido a hacer esas fotos, todo sería diferente... Habría cancelado el contrato de Alfonso, me habría hecho cargo de todos los gastos para sacarlo de nuestras vidas. Puedo perdonarte unos cuantos besos.
—No tienes dignidad y crees que todos somos como tú. Todo lo mides con el poder que te otorga el dinero de tu padre. ¡Qué ciega estuve, Marcos! Lo siento, me das pena.
Le cuelgo la llamada. Pedro y yo nos quedamos sentados contra el cabecero de la cama en silencio, hasta que él decide hablar.
—Tal vez... si desapareciera de tu vida, todo se solucionaría.
—¿Qué mierda me estás diciendo, Pedro?
—No quiero ser un problema para ti y, por lo visto, todo es por mi culpa.
—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! Pero... ¿por quién me tomas? —le grito ofuscada—. Te dejé entrar en mi intimidad y ahora... ¿me dices esto?
Él se pasa la mano por la cara y luego entierra los dedos en su pelo, revolviéndolo más de lo que está.
—Busco soluciones. No quiero que por mi culpa pierdas tu empresa; a la larga, en algún momento, me lo reprocharás.
—¡Qué poco me conoces! ¿O es que estás buscando una excusa?
—¿Excusa?
—Claro —golpeo la cama—. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Me levanto cegada. Estoy desnuda, pero no quiero que siga viéndome así, no después de lo que acabo de entender.
Busco una bata y me la coloco, luego voy hacia donde quedó su ropa, la junto en un bulto y se la tiro a la cara.
—Me has follado, te has quitado las ganas y ahora esto te viene como anillo al dedo, ¿verdad? Ése es el punto en el que estamos.
»Te haces el mártir y te apartas, alegando que es por mi bien. Eres un hipócrita, un infeliz presuntuoso que sólo va detrás de su satisfacción. Al menos podrías haber buscado una excusa mejor, ese cuento está muy trillado; sólo ha faltado que me digas: «No eres tú, soy yo, no te merezco». He sido una estúpida por permitir que me convirtieras en tu aventurilla de Tenerife.
Me mira perturbado, pero no me asusta su miradita infame.
Comienza a vestirse sin decir una palabra; me encierro en el baño, pero antes de cerrar la puerta le grito:
—¡Intenta, al menos, que nadie te vea al salir!
Oigo el sonido de la puerta cuando se va y me rompo. Me arranco a llorar desconsolada sin poder entender por qué reacciono así; yo nunca lloro, pero ahora no puedo contener mis lágrimas.
Siento un dolor inmenso en el pecho, me siento utilizada, burlada en mi buena fe. Le permití que me hiciera de todo, le di confianza para que entrara en mi vida y ahora me paga de este modo.
¡Hombres! ¡Se creen que son el sexo fuerte sólo porque llevan colgando algo entre las piernas!
Maldición, ¿cómo he podido dejarme embaucar así por él? ¿Cómo he sido tan estúpida?
*****
Se hace la hora de partir. Estamos cargando las maletas en el minibús que debe trasladarnos al aeropuerto. Juliette se ha encargado de pagar todas las cuentas, y ya nos ha dado a cada uno el billete para el vuelo de Alitalia, que nos llevará a Madrid, donde debemos hacer una escala de cuatro horas antes de coger el que nos trasladará a Roma. André ya está en el aeropuerto para poder despachar con tiempo todo su equipo.
Pedro y yo nos ignoramos en todo momento, ni siquiera nos miramos. Llevo puestas unas gafas oscuras para que no se note que he llorado. En el instante en que vamos a subir a la camioneta, y tomándola por sorpresa, tiro del brazo de Estela para que se siente a mi lado.
—¿Se puede saber qué mierda pasa?
—Más te vale que te sientes a mi lado en el avión y no cambies de asiento.
Me mira con los ojos muy abiertos, no entiende nada. El minibús se llena muy rápido. Pedro también lleva puestas gafas oscuras. Se sienta delante de mí y se le ve fastidiado.
Marcel, que es siempre muy locuaz, no para de hablarle; presiento que en cualquier momento se ganará una grosería, porque lo he visto resoplar malhumorado.
El viaje se hace larguísimo. La mayor parte del tiempo me coloco los cascos para oír música y aislarme de los ruidos. André y Pedro no han parado de hablar y de reírse, y el buen humor de él me revuelve el estómago, porque es obvio que no he significado nada, tan sólo he sido un polvo apoteósico.
Ofuscada y hecha un gran lío, me levanto y paso por encima de Estela, que está dormida; cuando voy a salir al pasillo, me cruzo con Pedro, que viene del baño; se hace a un lado y me deja pasar. Ni lo miro.
Llegamos a Roma, donde tenemos otra escala de una hora hasta coger el avión que nos llevará a nuestro destino: la ciudad de Pisa.
Finalmente llegamos al Aeropuerto Internacional Galileo Galilei a las diez y diez de la noche y, después de pasar por todos los controles, salimos y allí nos esperan tres minibuses que nos trasladan por carretera a Cinque Terre, en la costa de Liguria. Tenemos una hora y media de viaje hasta el lugar, pero no hay otra forma de llegar hasta el hotel situado en Monterosso al Mare. Finalmente, después de un viaje interminable de casi doce horas, llegamos al hotel Porto Roca. En Cinque Terre nada es extremadamente lujoso; el lujo, en realidad, lo da el entorno del paisaje y la importancia cultural. Nos encontramos en un interesante destino rural alejado del bullicio de las grandes ciudades, que se considera Patrimonio de la Humanidad por conservar su hegemonía pintoresca de casas de colores, construidas sobre los altos acantilados que forman las costas del mar de Liguria. Se trata de un paraje soñado y muy romántico, que para mí se convierte en un martirio diario.
Pero qué mala suerte, después de 2 días fabulosos que terminen en semejante pelea.
ResponderBorrarNo! venían tan bien, y Marcos tuvo que arruinarlo todo!!! Ojal´´a paula pueda escucharlo a Pedro!
ResponderBorrar