jueves, 3 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 15




Paula miró incrédula cómo Pedro contestaba al teléfono. En cuanto la idea pasó por su mente supo con claridad meridiana dos cosas: que lo que iba a hacer era una «americanada» y que no pensaba dejar de hacerlo por ello. 


Se acercó a él, le cogió el teléfono, pulsó la tecla roja y puso el aparato dentro del vaso de ginebra. Un placer brutal recorrió su espina dorsal al hacerlo. Se sintió sexy como nunca. Pedro la miraba atento, debatiéndose entre la estupefacción y un interés creciente. Sin inmutarse, le preguntó.


—¿Sabes cuánto ha costado el móvil al que pretendes emborrachar?


Se acercó a él de nuevo, seductora. Su voz era un ronroneo suave.


—¿Sabes cuánto te costará acostarte conmigo en el futuro si me dejas tirada ahora?


No necesito más. Se abalanzó sobre ella devorándole la boca. Paula sabía a alcohol, a deseo y a pecado. Sintió cómo se estiraba contra él, cómo pegaba cada milímetro de su suave cuerpo al suyo, fuerte y duro. Él le sostenía la cara entre las manos como si quisiera asegurarse de que ella no se movería de allí, que no se separaría nunca de él y de sus exigentes labios.


Paula sintió que caía en un remolino de deseo. La lengua de Pedro saqueaba su boca y la besaba de la única forma posible: como si aquel fuera el último beso de sus vidas. Ella se aferraba a él porque necesitaba sentirle, porque no podía hacer otra cosa más que anclarse al objeto de sus anhelos. 


Con urgencia, comenzó a acariciar su torso de arriba abajo presionando con las puntas de los dedos, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo y la dureza de sus músculos. Se separó un poco de él, lo justo para abrir espacio suficiente para poder desabotonarle la camisa. Cuando lo logró, interrumpió el beso para mirarle, extasiada. Recordó de pronto que a Pedro le encantaba nadar. Su amplio pecho depilado atestiguaba que seguía practicando ese deporte a menudo. Hombros anchos, pectorales musculados, abdominales marcadas y una pequeña senda de vello castaño que se perdía por la cinturilla de sus pantalones. Le cosquilleaban las yemas de los dedos por la necesidad de seguir esa línea. Alzó la vista. Él la miraba confiado, sabía que ella estaba disfrutando con las vistas. De pronto se sintió insegura y bajó la mirada, contrita. Él debió sentirlo, pues le levantó la barbilla con delicadeza y la miró a los ojos, interrogante.


—¿Paula? —Apenas susurró su nombre.


Ella dudó, pero optó por ser sincera. En breve él descubriría su cuerpo.


—Yo… yo no hago deporte. No tengo ese… un cuerpo como el tuyo. —Vio que él sonreía y lo soltó de tirón—. Tengo estrías, y tripita, y mis pechos son pequeños.


Pedro tomó la frágil mano de ella y la dirigió a su bragueta. 


Ella lo sintió enorme y duro y se sintió sensual, deseada, atractiva como nunca.


—Me gusta la idea de que tu cuerpo y el mío no se parezcan. Y si no te importa, deja de explicarme lo que encontraré conforme vaya desnudándote poco a poco. —Su tono ronco le estaba excitando como sus besos momentos antes—. O me estropearás la sorpresa.


Sentirlo tan excitado como lo estaba ella le dio confianza y, tomándolo por la nuca, lo arrastró hacia ella en un húmedo beso. Mientras sus bocas y sus lenguas trataban de conquistarse, las manos de ambos se movían apremiantes por sus cuerpos buscándose, reconociéndose. El suéter de Paula desapareció y el sujetador le fue detrás. Fue el turno de él de deleitarse con la mirada. Acunó los senos con las manos.


—Son preciosos.


Su voz era reverenciosa. Paula se sintió perfecta. Pero entonces él tomó uno de ellos en su boca y de nuevo el deseo la invadió, subiéndola de nivel. Apenas aguantó unas caricias de su lengua cuando lo separó de su cuerpo buscando un contacto mayor.


—¿Tienes prisa, Paula? —Los jadeos de su voz desmentían su aparente calma. Y sí, Paula tenía prisa, se sentía arder.


Tenía una necesidad tan arrolladora que temía quemarse si no la aliviaba pronto.


—¿Tú no, acaso? —Le vio negar con la cabeza—. Dame un minuto y estarás suplicando que me dé prisa.


Le miró felina y, sin más, se agachó frente a él, bajó lentamente la bragueta de su pantalón, estiró la pernera y los calzoncillos y liberó su miembro enhiesto, que al parecer sí tenía prisa por ser atendido. Paula jamás había deseado tanto algo. Como en trance se lo metió en la boca. El gemido de Pedro la excitó más todavía.


Al igual que Paula antes, Pedro puso pronto fin a su deliciosa tortura temeroso de acabar cuando ni siquiera ella había empezado. La levantó, la sentó sobre la mesa, le quitó el resto de la ropa tan rápido como pudo y le separó las piernas, colocándose entre ellas. Introdujo en dedo en su aterciopelada suavidad y pudo sentir que estaba preparada.


De una patada se quitó los zapatos y el resto de su ropa que se arremolinaba en sus tobillos y se quedó frente a ella, mirándola, saboreando la expectación del momento que iban a compartir. Ella cogió su bolso, que tenía justo al lado, sacó un preservativo y se lo entregó. Pedro se lo puso sin dejar de devorarla con la mirada, y cuando todo estuvo en orden, le separó más las piernas, la acercó al borde de la mesa, sujetándola por las nalgas, y con una certera embestida la penetró, enterrándose en lo más profundo de ella.


Se miraron por un segundo, como si fuera la primera vez que se veían, antes de que sus cuerpos se mecieran de pura necesidad. En apenas medio minuto ambos llegaron al clímax, en el mismo momento, y permanecieron abrazados mientras la tranquilidad del deseo satisfecho los devolvía de nuevo a la realidad.


Paula sintió los dedos de Pedro, delicados, apartándole algunos mechones de la cara.


—Eres hermosa. Sencillamente preciosa.


Paula le creyó. Sabía que no era guapa, pero le creyó porque realmente él la hacía sentir hermosa.


—Me debatía entre la necesidad de arrancarte la ropa y hacerte mía enseguida, o explorarte poco a poco. No me diste elección.


Se estiró perezosa, consciente de que observaba cada movimiento de su desnudo cuerpo.


—No tienes por qué elegir, ¿sabes? Una cosa no excluye a la otra.


Bajó de la mesa, y miró toda la ropa arrugada y esparcida por el suelo. Eso le hizo feliz. Se giró, le guiñó un ojo y lo invitó a la ducha.


Una hora después, limpios y satisfechos, retozaban en la cama. Pedro le mordía suavemente la espalda; ella se dejaba hacer.


—Háblame de lo de Amparo —volvió a pedirle él.


Ella no quería hablar de Amparo, no quería saberlo. Pero no podía seguir con dudas. Replicó.


—Háblame tú de ella.


Dejó de acariciarla, se separó y se sentó en la cama, mirándola de frente. Suspiró dispuesto a explicarle lo que ni él mismo entendía. ¿Cómo había llegado tan lejos con semejante mujer y seguía con ella a pesar de saber que estaba con otros? Tal vez Paula no buscaba una explicación, o quizá con ella la hallaría. Lo que sí supo es que quería
compartirlo con ella.


Sin embargo no pudo hacerlo. En ese momento la puerta de la habitación se abrió y la «peliteñida» entró hecha una energúmena insultando a voz en grito.








ATADOS: CAPITULO 14




Pedro había pretendido comenzar su plan de seducción a Paula en la comida como ya hiciera el día del incendio. Pero en el momento en que se habían sentado en la mesa habían comenzado las negociaciones y se había olvidado de cualquier cosa que no fuera conseguir el contrato de servicios. Habían pasado ya más de cinco horas y estaba a punto de cerrar el acuerdo, lo presentía.


Paula, en cambio, permanecía en silencio atenta a cada movimiento suyo. Se había quitado la corbata y estaba en mangas de camisa y despeinado. E increíblemente sexy. 


Nunca había visto a un hombre de negocios en acción, no a uno de verdad. Sí a algunos de sus jefes pero no tenían el poder de decisión que tenía el director general de una Caja de Ahorros. Y se había puesto a cien, para qué negarlo. Se moría por acariciarle el pelo y otras cosas más íntimas. Y arrancarle la camisa, también. Pero tampoco quería que finalizara la reunión. Estaba hipnotizada, no podía quitarle los ojos de encima.


Pero como nada era eterno, la reunión acabó de manera satisfactoria para todos y en menos de diez minutos estaban solos en el ascensor, camino de sus respectivas habitaciones. Eran las ocho y media de la tarde. Ambos permanecían en silencio. La campanilla del ascensor los tensó todavía más. Se encaminaron por el pasillo cuando fue Pedro quien habló.


—¿Te apetece emborracharte para celebrarlo?


Paula se detuvo a mirarlo. Alzando una ceja, envalentonada por algo que había en su mirada, algo invitador, contestó coqueta.


—¿En tu minibar o en el mío?


Pedro señaló su propia puerta. Sacó su tarjeta y abrió, dejándola pasar primero y mirando su perfecto trasero, sintiendo que sus manos se morían por acariciarlo.


Ajena a sus pensamientos le preguntó por el baño y se dio dos minutos para asearse y tranquilizarse un poco. Dentro y sola se miró al espejo y se dio ánimos mentalmente para lo que iba a hacer. Estaba en su habitación e iba a seducirle si no le fallaba el valor. «Pero no te precipites, Paula. Tienes todo el tiempo del mundo». Apagó su móvil y salió. Pedro había sacado un par de vasos, hielo, un montón de botellitas y una botella mediana de cava. Sonriéndole, la descorchó y sirvió. Ambos se sentaron en el suelo, cómodamente, y bebieron en silencio. Rellenaron sus copas y volvieron a beber, ensimismados.


Pedro intentaba controlar su euforia. Tras el acuerdo tenía a Paula donde deseaba, pero no quería precipitarse. Mejor iniciar una conversación más o menos relajada e ir poco a poco. O abordar un tema pendiente pero que podía constituir una objeción.


—¿De qué iba lo de Amparo el lunes?


Vio cómo se tensaba. Parecía obvio que no sabía qué contestar. Pedro rellenó el vaso apurando el contenido de la botella. Brindó en silencio y la retó con la mirada para que ambos se la bebieran de golpe. Le siguió. Al ver que ella permanecía en silencio abrió el whisky, sirvió en los vasos y le pasó uno. En tono casual le preguntó:
—¿Sabías que me es infiel?


Su cara le dio la respuesta. Sí, lo sabía pero no se lo había dicho. ¿Por qué?


Paula reaccionó. Y se le ocurrió que podían hablar con calma y aclarar ciertas cosas y divertirse a la vez. «¿Por qué no?»


—Este es el trato: yo te daré una respuesta sincera si tú me la das a mí después.


Pedro pareció pensarlo. Apuró el whisky y abrió el vodka. 


Ella le imitó y le pasó el vaso. Iban a emborracharse muy rápido, pero no le importaba. Estaba encantada con la situación. Feliz de estar con él. Toda su piel ardía de deseo, de expectativas por lo que estaba convencida iba a ocurrir.


—Sí, lo sabía. —Él le preguntó, en silencio—. Pero nunca me meto en parejas. Nunca.


—Para no querer meterte entre Amparo y yo estás casada conmigo.


Se sonrojó sin saber qué contestar a eso. Bebió un poco, dándose tiempo.


—Yo lo descubrí no hace mucho. Debería haberla dejado en aquel momento, pero no me pareció lo bastante justo.


Paula le interrumpió. No quería saber nada de aquello, no quería despertar a su conciencia.


—Mi turno. En nuestra noche de bodas, ¿consumamos?


Pedro, que estaba apurando su vodka para evitar dar una respuesta rápida a lo que se le ocurriera preguntar, escupió todo el contenido de su boca. Paula sonrió presumida. Lo había descolocado; debía ser la primera vez que lo veía en fuera de juego. Apuró también ella su bebida y escogió otro botellín al azar. Ron. Ignorando la Coca-Cola sirvió y le pasó el vaso lleno de nuevo.


—No. —Ante la pregunta no formulada prosiguió no haciéndose de rogar—. Te quedaste dormida mientras me duchaba. No te desperté.


«¿Por qué no pudiste o por qué no quisiste?» Quería saber, pero no sería tan directa. Ambos estaban disfrutando con el cruce de preguntas, no pensaba precipitar la situación.


—Jamás pensé que me dirías que sí.


No era una pregunta ni era su turno sino el de Pedro. Aun así él no dudó.


—Ahí estabas tú, retándome como cuando éramos críos. Tú siempre hacías cosas divertidas y atrevidas, mientras los demás nos quedábamos en el banquillo a observarte. Pensé que te sorprendería diciendo que sí. Jamás creí que esto llegaría tan lejos.


Se tomó unos segundos para sincerarse también. El alcohol estaba haciendo mella en ambos, ya no bebían tan rápido.


—Había estado enamorada de ti. Fue una especie de exorcismo.


Él dejó el vaso y la miró, severo.


—Explícate.


Paula sintió la dureza de su mirada, pero no se apocó.


—Estaba colada por ti desde niña. Me costó años olvidarte. Siempre pensaba en ti como un trauma de la infancia no superado. —Se sentía extrañamente liberada al contárselo—. Así que cuando te vi y no sentí que mi mundo se volvía del revés pensé que sería divertido despedirme con una boda de un sueño de más de media vida.


La miró, incrédulo. Se encogió de hombros y se defendió de la mirada acusadora de color miel.


—¿Qué esperas? Iba medio borracha, la lógica no es mi fuerte cuando hay whisky de por medio.


Abrió otro botellín. Ginebra. Esta vez sí abrió la tónica. Él le acercó el vaso, vacío una vez más, mientras reflexionaba.


—Paula, me temo que acabas de hacer trampas. Nunca te dignabas a dirigirme la palabra. No pretenderás que me crea que era tu forma de demostrar amor, ¿verdad?


No quiso explicarle más. Una cosa era confesar una fantasía y otra explicar sus complejos de inferioridad. No le llevó la contraria. Prefirió provocarle.


—¿Y cuál es mi castigo por hacer trampas?


—¿Qué me ofreces?


—¿Qué quieres?


—¿Qué tienes? —respondió él de inmediato con la mirada ardiente.


Ella se acercó, puso su cara a escasos milímetros de la suya y susurró.


—¿Qué necesitas?


Había llegado el momento. Por fin iba a ocurrir. Cerró los ojos y esperó. Sintió su mano acariciándole la mejilla suavemente antes de posarse en su nuca y tomarla con firmeza. Sintió su aliento sobre sus labios y su estómago se encogió de deseo. Sintió…


Y entonces el teléfono de Pedro rompió el encanto. Este debió sobresaltarse porque se hizo atrás, separándose de ella. Sacó el móvil del bolsillo de su camisa y levantó la vista, cariacontecido.


—Es Gómez, tengo que contestar.


Y, ante la incredulidad de Paula pulsó la tecla de color verde.


—Dime, Gómez.





ATADOS: CAPITULO 13




¿Qué habría ocurrido en realidad la noche del sábado? 


Pedro no dejaba de darle vueltas. Amparo había pasado el domingo llorando porque al parecer se había encontrado a Paula en una discoteca y ella le había amenazado con inventar alguna patraña para separarles. Entre sollozos le contaba que era casi seguro que Paula estaba maquinando algo para desacreditarla a sus ojos e intentar que rompieran.


—Paula te quiere para ella y haría cualquier cosa para intentar que anulemos el compromiso.


No dejaba de lamentarse y de suplicarle que la despidiera.


Pedro quería creerle. De veras quería creer que Paula lo quería. Pero lo que no podía creer de ninguna de las maneras era que inventaría algo así para separarles. La conocía desde siempre y sí, era bastante borde a veces y podía manipular la situación a su favor cuando se lo proponía. Pero era también la persona más honrada que Pedro hubiera conocido. Paula no mentía y procuraba mantenerse al margen de polémicas salvo que fuera ella quien las generara. Y nunca, nunca, haría daño a nadie a propósito. Paula era, resumiendo, una buena persona.


El lunes, sentado ya en su despacho, esperaba no sabía muy bien qué. Paula ya había llegado pero no la había visto. 


Algo le decía que aquel no sería un día plácido. Y que le urgía cada vez más dar una salida a su prometida.


Llegó la respuesta que llevaba dos semanas esperando y se olvidó de todo excepto de lo que tenía delante. Una Caja de menor tamaño que la suya solicitaba servicios de otra empresa. Pedro había ofrecido a algunas entidades pequeñas el servicio técnico que podían ofrecer y una entidad del sur deseaba negociar. Llamó a Gómez y pasaron horas hablando del tema y concertando una reunión con la otra junta directiva para ese mismo viernes. Sería una inyección importante de beneficios con apenas costes. 


Mandaron al servicio de Asesoría que prepara unos contratos marco sobre los que trabajar, pliegos que serían enviados a la otra entidad el miércoles por la tarde a más tardar.


Y, qué mala suerte, Paula tendría que acudir a la reunión del viernes en Marbella, pues su firma era necesaria para cerrar el acuerdo.



***


Hoy tocaba La Encrucijada de Arthur Miller. Metió el enlace en la plataforma de teatro y esperó. No dejaba de recordar a la maldita rubia saliendo del baño con aquel crío pero se negaba a ser ella quien levantara la liebre. Simplemente no era su estilo. Iban a detener a la esposa del protagonista cuando entró un mail. Así que estaba convocada para una reunión el viernes en Marbella. Pedro y ella, solos. O eso esperaba; contaba con que la «peliteñida» no acudiera. Un montón de mariposas incontroladas comenzaron a revolotear por su estómago. Se abría ante ella un mundo de posibilidades. Sintiéndose estúpida comenzó a pensar qué ropa se llevaría, detallando al máximo la ropa interior. 


¿Habría lugar para un intento de seducción?


Sus fantasías fueron interrumpidas por la encarnación del diablo que entró hecha una fiera en su despacho.


—¡¡¿Qué le has dicho a Pepe, maldita zorra?!!


Probablemente todo el edificio oyó su grito. Desde luego los ocupantes del despacho del al lado sí lo hicieron porque entraron antes de que Paula pudiera rehacerse y contestar. 


Cuando Amparo vio a su prometido rompió a llorar.


—¿Te ha dicho que me vio con otro, no? La muy puta te ha dicho que te puse los cuernos en la discoteca.


Pedro se quedó de piedra. ¿Sería cierto que el sábado, cuando había salido con unas amigas, le había sido infiel de nuevo? Una ira desconocida hasta entonces lo invadió. El silencio cayó pesado en la sala. Gómez se lavó las manos.


—Os dejaré solos, con vuestro permiso. —Cerró al salir.


Amparo se envalentonó ante el silencio, convencida de tener razón.


—Por eso no me has cogido el teléfono, ¿no es cierto? Llevo toda la mañana llamándote, pero tú has preferido creer a esta… fulana que te engañó para casarse contigo antes que a mí, la mujer a la que amas.


Paula decidió mantenerse al margen. La palabra amor, referida a Amparo, le había dolido en lo más profundo de su alma y no estaba segura de poder controlar su furia mezclada con el dolor. Pedro habló, en cambio. Su voz era engañosamente suave.


—No te he cogido el teléfono, ni a ti ni a nadie, porque llevo reunido con Gómez desde las ocho y media de la mañana en una transacción que puede garantizar la viabilidad de la Caja durante los próximos meses, al menos, sin necesidad de emitir más deuda. —La rubia calló. Él continuó, severo—. ¿Por qué habría Paula de inventar una infidelidad?


Amparo se puso roja como la grana, pero se enquistó más en su postura.


—Te lo dije, ella me amenazó el sábado con inventar algo para forzar que me dejaras. Seguro que la muy…


—Amparo —la interrumpió a punto de perder la paciencia y algo más—, Paula y yo no nos hemos visto hoy. Hemos llegado a horas distintas.


La aludida enmudeció, sorprendida de que Paula no la hubiera descubierto. Rompió a llorar con más fuerza.


—Despídela, por favor. Esto acabará con nosotros y yo no puedo vivir sin ti. —Se colgó de su cuello, suplicante.


—Creo que voy a vomitar.


Dos pares de ojos se giraron hacia Paula, la autora de esas palabras.


—Mierda. —Chasqueó la lengua, fastidiada—. ¿Lo he dicho en voz alta?


Pedro sonrió. Separó a Amparo de su cuerpo y se dirigió a Paula, que sonreía, divertida también.


—¿Qué tal te viene lo del viernes? Pasaremos la noche allí, le he dicho a mi secretaria que nos busque un buen hotel.


Amparo volvió a ponerse histérica.


—¿Cómo? ¿Dónde vais el viernes? ¿Y solos?


—Sí, a Marbella, por negocios. Y sí, solos, no hace falta nadie más.


—Por encima de mi cadáver.


Eso sí tensó el ambiente al máximo. Amparo rectificó al momento.


—Déjame ir contigo.


—Amparo, son negocios, créeme, te aburrirás.


—Compraré cosas, déjame ir.


—No.


—Pero…


—No, y no insistas. —Zanjó el tema—. Paula, esta tarde me gustaría contarte los detalles de la operación, si puedes.


—Cuenta conmigo.


Y salió, dejándolas solas. Estaba seguro de que Paula se bastaba y sobraba.


—Maldita seas, maldita seas mil veces. Si estropeas esto te mataré con mis propias manos.


Y salió dando un portazo.


Paula esperó la tarde con impaciencia pero la reunión fue estrictamente de negocios. Eran once personas y ella no tenía preparación suficiente para entender la mitad de lo que decían. Su admiración por él ganaba enteros día a día.


La semana pasó volando y antes de que se diera cuenta estaba en un coche camino del aeropuerto, con él a su lado.


Nunca, jamás, había estado más nerviosa. Ni más segura de algo, tampoco. Pedro sentía algo por ella. No sabía qué ocurría con su prometida, pero no le importaba. Ese fin de semana él caería: sí o sí.


Pedro, por su parte, simulaba leer unos informes para la reunión de ese mediodía. Llegarían con el tiempo justo para comer con los clientes en el hotel y pasar la tarde cerrando el acuerdo si todo iba bien. Pero en realidad toda su mente y su cuerpo estaban concentrados en cómo seducir a Paula y cómo superar los reparos que ella pudiera tener sobre su compromiso.


Porque ese fin de semana, ella sería suya: sí o sí.







miércoles, 2 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 12





Aquella semana recibieron buenas noticias de su abogado respecto de la desestimación de la demanda de nulidad por el juez ultraconservador. Al parecer el Consejo General del Poder Judicial, debido al volumen de denuncias recibidas y recursos interpuestos, había decidido abrir una investigación tratando de evitar tener que pagar después indemnizaciones por errores judiciales. Según el letrado, en un plazo máximo de cuatro meses su matrimonio estaría disuelto. Cuando coincidieron en el ascensor esa tarde, Paula no pudo evitar la pulla.


—¿Verdad que ahora te alegras de que no firmara el divorcio? Si es que hay que confiar más en la intuición femenina…


—Me rindo a tu inteligencia superior. Estoy contentísimo de que no lo firmaras. —Le guiñó el ojo—. La idea de seguir casado contigo es tan tentadora que estoy pensando en arrodillarme y besarte los pies. Si no temiera recibir una patada…


Su carcajada inundó el ascensor al tiempo que sintió que su rostro enrojecía. Dichoso Pedro que llevaba varios días mostrándose encantador con ella. Y ella se sentía encantada con él, para qué negarlo.


Ya en su planta cada uno se dirigió a su propio despacho. Paula no se lo podía creer. Pedro le había guiñado un ojo y definitivamente había sido un coqueteo. Esta vez no tenía dudas. ¿Tanto le alegraba la idea de divorciarse? ¿O tenía acaso algo que ver con el día del incendio, cuando había estado rozándola cada dos por tres y sonriéndole con cariño? Su mente iba a toda velocidad. ¿Sería posible que él estuviera interesado en ella? ¿Existiría realmente la química que creía sentir crepitar entre ambos cuando estaban juntos? Su corazón se aceleró ante el mero pensamiento, pero su mente, siempre firme, le recordó que él estaba prometido con otra mujer y que debía desechar cualquier esperanza.


Mientras, en la estancia contigua las reflexiones estaban exactamente en el mismo punto. ¿Cómo iba a solventar el tema del compromiso? No quería romper sin más. Aun sabiéndose mezquino, quería dejarla a lo grande. La solución que no dejaba de repetirse en su cabeza era plantarla frente al altar. Que cuando el sacerdote le preguntara si deseaba desposarla dijera que no y se marchara. Pero por más que le atrajera la idea no iba a someter a sus padres a semejante situación. No podía mirar a los ojos a su madre y hacerle creer que iba a casarse cuando no era así.


Ojalá pudiera consultar a Paula. Era la mujer de las mil y una ideas para salir airosa. Le había encantado verla sonrojarse en el ascensor. Le maravillaba que una mujer tan segura de sí misma pudiera ruborizarse ante un gesto cariñoso inesperado. Y hablando de gestos cariñosos inesperados, Amparo, el día anterior, no había dejado de intentar llevárselo a la cama hasta que él simuló una llamada y dijo tener que irse. Eso sí tenía que solventarlo de inmediato. No pensaba acostarse con ella. La sola idea le daba repelús. Inspirado le mandó un mail.


«Cariño, buenas noticias: en menos de cuatro meses podremos casarnos. ¿No sería romántico no practicar sexo hasta nuestra noche de bodas? Piénsalo.»


En buena hora dejaría él de acostarse todos los días del año con cierta señorita que estaba a una pared de distancia.



***


Era sábado por la noche. Las seis primas Chaves y otras tres primas políticas habían salido de cena… y lo que la noche les quisiera deparar. Solían quedar un par de veces al año, más que a beber y bailar, a cenar y ponerse al día sin interrupciones de niños o parejas.


Eso no significaba que no tomaran un par de copas o más si eran necesarias pero la gracia era pasar un buen rato juntas.


Y esa noche no era una excepción. Habían cenado en una pizzería y Blanca, la mayor, que trabajaba para una revista de moda, había mostrado, vanidosa, entradas para una discoteca de moda en Valencia. Había una fiesta de VIPs allí así que sería una noche de pijos, lo que seguro sería divertido.


Estaban tomando una copa en uno de los reservados cuando Paula necesitó ir al lavabo. Tan lleno estaba el local que le costó más de diez minutos llegar. Y una vez allí hubo de esperar otros cinco minutos. Las chicas de la cola no paraban de reír con disimulo. En uno de los baños había una pareja en actitud más que cariñosa. Además de que a través del cristal traslúcido se veían las formas de dos personas en una postura inequívoca, los jadeos tampoco dejaban demasiado margen de error. Se unió a las risitas. Estaba lavándose las manos, a punto de irse ya, cuando la puerta en cuestión se abrió y una Amparo completamente ebria salió con un chico bastante joven que, desde luego, no era Pedro. Sus miradas se cruzaron por un momento, pero la rubia alzó el mentón y salió tambaleándose con el chico del brazo.


Volvió con sus primas, pero le costó divertirse. Su mente no dejaba de divagar. ¿Qué hacer? Una de sus normas inquebrantables era no meterse jamás en una pareja. Nunca opinaba sobre los novios de sus amigas ni aconsejaba sobre relaciones. Y desde luego, nunca advertía si era consciente de una infidelidad. ¿Debía hacer una excepción y decírselo a Pedro? Pero ¿y si Pedro no quería saberlo? O peor aún, ¿y si ya lo sabía y lo consentía? Sabía de relaciones en las que la infidelidad estaba a la orden del día. Sonrió al pensar que ella misma estaba casada con un tío que le era infiel con una mujer que también era infiel. Si no estuviera enamorada de él le resultaría desternillante.


Porque estaba enamorada de Pedro, de eso no le cabía ninguna duda. Sus sentimientos, tanto tiempo reprimidos, habían resurgido con fuerza al enfrentarse a él a diario. Y sentía que él estaba receptivo. Desde hacía algunos días la miraba diferente, la trataba diferente. En otra situación ni se le hubiera ocurrido seguirle el juego, pero a fin de cuentas la situación era la que era. Su prometida le estaba siendo infiel, no es que se metiera en una relación que funcionara. Y ¡qué narices! Él era su esposo. Solo trataba de conquistar lo que legalmente era suyo.


¿Recordaría Amparo que la había sorprendido en flagrante delito? ¿Qué haría? Nunca, en años, había tenido tantas ganas de que llegara el lunes para ir a trabajar.






ATADOS: CAPITULO 11




Por la noche Pedro repasaba los extraños acontecimientos del día. Había sido una jornada reveladora aunque no estaba seguro de poder considerarla positiva.


Veinticuatro horas después de la riña entre Amparo y Paula, dentro de su coche camino del restaurante donde había quedado con sus socios, tenía una desbordante sensación de irrealidad. La tarde anterior no había dejado de pensar en la actuación de Amparo y había decidido poner fin a la relación. Lo lamentaba profundamente dadas las circunstancias, pero Amparo palidecía en contraste con Paula. Cada vez le costaba más recordar qué era lo que le había gustado de ella. Desde luego que una mujer que le necesitara era una novedad acostumbrado a los desplantes de la señorita Chaves, si es que un hombre podía acostumbrarse a algo así, pero no sabía cómo había terminado enamorado de una mujer tan frágil como Amparo. 


O no tan frágil a tenor de sus acusaciones del día anterior. 


Quizá se había dejado llevar por la inercia. Quizá era otro estúpido machista al que le gustaba sentirse importante y eso lo convertía en carne de cañón para las mujeres más ambiciosas. «Todo lo que tiene Pedro es mío». Esa inquietante frase le había decidido.


Así que esa mañana había salido antes de lo habitual de la empresa para hablar con ella. Pretendía zanjar el asunto antes de la comida de negocios. Había ido a su casa, había abierto con su propia llave… y se había encontrado a su prometida en el sofá, desnuda con un rubio debajo de ella en una postura imposible. La sorpresa lo había paralizado en el umbral y la pareja estaba tan concentrada y hacía tanto ruido que ni siquiera había reparado en su presencia. Incómodo como nunca, había cerrado la puerta y había permanecido inmóvil en el pasillo. Por supuesto que se sentía humillado, pero no encontraba restos de dolor en sus sentimientos. En realidad, y a pesar de la bochornosa confirmación de que era un imbécil, se sentía aliviado. Había pasado los últimos meses odiándose por haber truncado los sueños de boda de su prometida y ahora sabía que ella quería el dinero «de Pepe», pero no «a Pepe». Ni siquiera era capaz de serle fiel. 


La vergüenza lo invadió una vez más. El cuerpo le pedía entrar de nuevo y poner las cosas en su sitio, no obstante, algo se lo impedía. Y no era su sentido de la caballerosidad, sino el instinto. Sentía que ahora tenía un as en la manga y hasta que no supiera qué hacer con él era preferible no hacer nada.


Así que llegó al restaurante algo confuso aunque con la conciencia mucho más ligera. Subió a la octava planta del altísimo edificio de oficinas donde se emplazaba uno de los mejores restaurantes de la ciudad y se sintió libre para sentarse al lado de Paula y flirtear un poco si se daba el caso y a ella se la veía proclive. Nunca había flirteado con ella, se dio cuenta.


La comida era una reunión informal sobre la estrategia de riesgos de la entidad para el siguiente semestre. Le gustó oír sus opiniones. Había pasado años en la red de oficinas y aportaba un punto de vista fresco a la cuestión. En un par de ocasiones le sirvió agua y le rozó el brazo a propósito, sintiendo un pequeño estremecimiento en ella. Tal vez algo bueno hubiera salido de Amparo y quizá después de todo sí fuera cierto que no le era indiferente.


Había disfrutado muchísimo de la comida, aunque no tuviera ni la más remota idea de qué había pedido, hasta los postres. Fue entonces cuando se desató el caos. En la mesa del rincón habían pedido pata de cerdo flambeada y cuando el chef acercaba el mechero de cocina al banquete una gran llamarada se había prendido como si de una falla se tratara. 


En cuestión de segundos el mantel ardía y el foco se trasladaba a los pesados cortinajes y la moqueta. En menos de treinta segundos saltaban las alarmas antiincendios. Ellos se encontraban en el lugar más alejado de la puerta. 


Quienes allí se encontraban, nerviosos, comenzaron a correr, pero el fuego avanzaba también, y con él el calor de las llamas y un espeso humo negro. Pedro tomó a Paula de la mano. Ella lo miró a los ojos por un instante, la apretó con confianza y se encaminaron a la salida sin soltarse. El fuego llegaba ya a las puertas del restaurante avivado por la moqueta, sin duda de tejido sintético, y amenazaba con extenderse por el pasillo. No había ascensores suficientes para todos ni debían utilizarlos en caso de incendio. Del resto de plantas atestadas de oficinas se asomaban algunos trabajadores curiosos y al ver el humo avisaban a sus compañeros y todos ellos se unía a la avalancha de personas que pretendían desalojar el edificio. El agua de los dispositivos del techo les estaba empapando, ciñendo la blusa blanca de gasa de Paula provocativamente a sus senos, como pudo apreciar Pedro. Tomaron las escaleras y no hablaron ni soltaron sus manos hasta llegar a la planta baja. Una vez allí les invadió el alivio. Miraron sus manos unidas, se miraron a los ojos y por un momento fue mágico. 


Como si el infierno no se estuviera desatando a su alrededor. Vio preocupación en la mirada de Paula, y ternura, y algo mucho más intenso que iba más allá del deseo. Se deshacía en las ansias de acercarse y besarla. 


Ardía de deseo. Y ella parecía hipnotizada por su mirada, las pupilas fijas en él, expectantes, casi deseosas.


«Bésame.»


Por desgracia, las sirenas de los camiones de bomberos rompieron el hechizo. Entraron estos en el edificio y concentraron toda la atención de ella. La absorbió, de hecho, para desesperación de Pedro. El momento pasó.


Era ya de noche y se revolvía en su cama, inquieto. ¿Así que ella era una más de las mujeres que se trastornaban con los bomberos? ¿Qué tenía el maldito cuerpo de bomberos que volvía loca a cualquier fémina de entre cinco y cien años?


Siguió repasando el final del accidente. Se habían quedado para hablar con la policía, que les tomó declaración sobre las circunstancias que habían provocado el fuego. Al menos el uniforme de policía nacional no la trastornaba, se consoló.


Pero entonces los bomberos habían regresado, seguros de que todo estaba controlado, y la situación, que parecía extrema, había empeorado. Paula conocía a uno de ellos. 


Era el ex novio de una compañera del instituto o algo así, no había terminado de escuchar la conexión. Se habían saludado, habían tonteado y ella le había dado su número de teléfono. Con él nunca había sido tan amable, nunca había coqueteado.


Los celos le consumían. Ella parecía estar colada por él en un momento y al siguiente semejaba una adolescente hormonada ante una manguera con casco. Se encogió mentalmente ante su metonimia. Ni a él le había sonado bien.


¿Sería Paula celosa? Si él se pavoneara delante de ella con Amparo, ¿se sentiría como él con el dichoso bombero? 


Quizá podría utilizar un tiempo más a su infiel prometida, especuló sin remordimientos. Presionaría un poco, a ver qué ocurría. Y seguiría mostrándose encantador con ella. En el restaurante Paula había disfrutado de sus atenciones. La había sentido temblar; había buscado su contacto, incluso.


Se levantó desnudo y buscó su móvil. De pasada se miró en el espejo. Nadaba a diario desde los cinco años. Había jugado al waterpolo en la universidad. Se cuidaba. Con ojo crítico se felicitó por no tener nada que envidiar a los bomberos del calendario de sus hermanas. Pero claro, él rescataba empresas y no gatitos que se habían quedado atrapados en un árbol. Riéndose de su tontería cogió su PDA de la chaqueta. Tenía cinco llamadas perdidas de Amparo. Si quería jugar con ella sería mejor que no la ignorara. Mañana, se dijo. Envió un WhatsApp a Paula.


«Espero que estés bien. Estoy en la cama pensando en lo que pudo ocurrir esta tarde y soy incapaz de dormir. Que tengas dulces sueños.»


Lo que era técnicamente cierto, pues no dejaba de pensar en que casi se habían besado. ¿Lo entendería ella?



***


No podía dormir. Extrañada se levantó pensando que tal vez fuera Rafa, el bombero. Vaya tarde más increíble. No debió haberle dado su número, fue un impulso. Un momento antes casi la besa Pedro, estaba convencida. Si bien no había habido ningún acercamiento físico, por la forma en la que la había mirado al llegar a la planta baja estaba convencida de que si no los interrumpe la entrada de los camiones y sus sirenas él la hubiera besado. Y desde luego ella le hubiera correspondido. Después de todas las atenciones que le había dedicado durante la comida lo deseaba como nunca lo había hecho. No sabía a qué se debía su nueva actitud, pero al parecer no era tan inmune a ella como pretendía. Sin embargo, se recordó, Pedro estaba prometido y el bombero soltero y muy interesado.


Le sonó la PDA: un aviso de mensaje. La cogió de la mesilla de noche y lo leyó. Y sonrió. Solo Pedro podría enviar una línea inocente y volverla loca aun sin querer. Se referiría al incendio al hablar de «lo que pudo ocurrir», pero ella también había estado a punto de arder. Y tampoco podía dormir pensando en eso que casi ocurre. Eso que había incendiado sus sentidos cuando se detuvieron en el hall de la entrada principal cogidos de la mano.


Juguetona contestó.


«Temí que el incendio se extendiera sobre nosotros.»


Pedro leyó el mensaje, que tuvo una reacción incendiaria inmediata sobre su ingle.


Solo Paula era capaz de volverlo loco aun sin querer. Era sin duda la mujer de su vida.