lunes, 24 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 23



Pedro se secó la cara con una toalla mientras miraba a Paula por la ventana. Allí estaba, el objeto de su frustración frente al portal, como si estuviera a punto de salir corriendo.


 Tenía la barbilla levantada, como retándose a sí misma.


–Qué mujer tan independiente –murmuró, irritado.


Cuando estaba poniéndose los vaqueros sonó el timbre de la puerta y corrió a abrir. Paula se quedó en el descansillo, mirando su torso desnudo y sus pies descalzos.


–He venido a pedirte disculpas. Me he portado de una forma muy grosera –le dijo, sacando una cajita del bolso–. Y yo no soy una desagradecida.


–Estoy de acuerdo –Pedro aceptó la caja y alargó la otra mano para apartarle el pelo de la cara–. ¿Qué es esto?


–Un regalo para tu apartamento.


–Solo lo aceptaré si tú aceptas el mío.


–Hay una gran diferencia entre un regalito y un coche.


–Yo no lo veo así.


Paula suspiró.


–¿Puedo entrar?


–Sí, claro –Pedro dio un paso atrás–. Los sofás no llegarán hasta mañana, pero hay sillas en la cocina.


–Abre el regalo –dijo ella.


Pedro abrió la caja. Dentro había dos copas de champán y un sacacorchos de madera.


–Gracias.


Un regalo sencillo, nada caro, pero que significaba mucho para él.


–Seguramente tendrás toneladas de copas –dijo Paula, mirando por la ventana.


–Nunca se tienen demasiadas copas. ¿Quieres un café? Estaba a punto de hacerlo. ¿O prefieres estrenar las copas?


–No, café está bien. ¿Te importa si exploro un poco el apartamento?


–No, claro que no.


Así tendría tiempo para calmarse.


–Ah, por cierto, espero que estés libre esta noche. Te debo una.


–Muy bien.


Seguro que no se refería a lo que él pensaba. Apretando los dientes, Pedro se concentró en hacer el café, pero por el rabillo del ojo vio que entraba en su dormitorio.


Había dejado la cama sin hacer y podía imaginar la pálida piel de Paula en contraste con las sábanas azules, sus manos moviéndose por el edredón, sobre él…


Esperaba que los planes de Pau incluyesen a más gente; una multitud si era posible.


–Muy bien –dijo Paula unos minutos después, tomando su taza de café–. Tengo dos días libres. Tú no quieres nada serio, así que sugiero algo nada serio.


–¿Qué se te ha ocurrido?


–El parque de atracciones Luna Park –respondió ella, con una sonrisa en los labios.


–¿Y quién elige las atracciones?


–Yo –respondió ella–. Tal vez te deje elegir alguna, si te portas bien.


Eligiera él las atracciones o no, esa tarde iba a ser una montaña rusa en muchos sentidos. Aunque agradecía que no hubiera sugerido un simple almuerzo.


–¿Alguna cosa más?


–Sí, volveremos aquí a cenar. Incluso te dejaré cocinar.


–Ah, qué generosa.


Pedro había evitado los parques de atracciones desde que rompió con Pau y no solo porque ver a la gente en la montaña rusa le encogiese el estómago sino porque el olor a grasa de las atracciones y el algodón dulce siempre le recordaban a ella.


Cuando llegaron a la entrada de Luna Park el pasado volvió como un caleidoscopio de sonidos e imágenes. Ganó un oso de peluche en una caseta, una serpiente de terciopelo verde en otra. Luego subieron a la noria y a un par de atracciones poco peligrosas. La montaña rusa que eligió Paula no era tan aterradora como aquella en la que vomitó cinco años antes, pero tampoco mucho mejor.


–No irás a acobardarte, ¿verdad? –lo retó ella.


–No, claro que no.


Y no lo hizo, pero tardó media hora en recuperar el color de la cara y, además, tuvo que probar el algodón dulce porque Paula insistió en que era parte de la experiencia.


Se quedaron en el parque hasta el anochecer, cuando el cielo se volvió de color púrpura y la ciudad de Sídney brillaba como una joya, sus luces reflejadas en el agua oscura del puerto.


Paula tomó su mano, pero no era suficiente. Quería esas manos por todas partes, quería esos ojos brillando de placer, oscureciéndose de pasión.


–Ya hemos visto suficiente –dijo, tirando de ella–. Hora de volver a casa para cenar.


Pero cuando llegaron al coche, Pedro tenía un objetivo en mente, y no era cenar.


–Ah, qué lujo –bromeó ella, arrellanándose en el asiento de piel.


Pedro tuvo que apretar el volante ante una repentina visión de Pau desnuda sobre ese asiento, su trasero deslizándose por la suave piel, las piernas abiertas, húmeda para él, solo para él.


Pedro sacudió la cabeza. Una imagen más y tendría que parar en el arcén para hacerlo realidad.


–¿Qué ocurre? –le preguntó Pau–. ¿Te duele algo?


–No, nada –respondió él, con voz ronca.


–¿En qué estabas pensando? –le preguntó Pau, tocando su rodilla.


–Nada de preguntas y nada de charla si quieres llegar a casa de una pieza.


Por el rabillo del ojo vio que esbozaba una sonrisa mientras se deshacía la coleta.


Le gustaría ser él quien hiciera eso, pensó, respirando el olor de su gel, el mismo de la noche anterior.


Tuvo que moverse, incómodo. Estaba reaccionando como un adolecente y no como un hombre adulto.


Cuando llegaron a casa detuvo el coche y apagó el motor. 


En el silencio podía oír los latidos de su corazón y la suave respiración de Paula, que se había quedado dormida.


–Paula… despierta.


Ella abrió los ojos poco a poco.


–¿Ya hemos llegado?


–Sí, vamos.


Pero Pedro vaciló un momento antes de salir del coche. 


¿Sería capaz de marcharse cuando decidieran que ya habían tenido suficiente? Aunque más bien sería ella quien le diese la espalda para salir con algún otro hombre.


Tenía que pensar eso, así sería más fácil mantener la perspectiva.








SEDUCIDA: CAPITULO 22




Cuando Paula despertó de un sueño profundo y reparador, la luz del día inundaba la habitación. Se estiró perezosamente, pero cuando alargó el brazo descubrió que estaba sola en la cama.


Se dijo a sí misma que no estaba decepcionada, pero después de la noche anterior… tuvo que hacer un esfuerzo para bloquear las imágenes y controlar sus pensamientos.


Se puso un chándal para ir a la cocina y se hizo un café mientras pensaba en Pedro y por qué estaba allí cuando llegó a casa. ¿Había ido con la intención de verla o para pasar el rato con German? Probablemente lo último, ya que ella había cambiado el turno con una compañera.


Entonces notó unos números anotados a bolígrafo en su muñeca… El número de su móvil. Uno de sus antiguos pasatiempos había sido escribir mensajes en el cuerpo del otro, siempre en sitios muy interesantes.


Paula volvió al dormitorio y se quitó la ropa, temblando.


Allí, sobre su pecho izquierdo, Pedro había escrito la dirección de su apartamento. Sintió que le ardía la cara al pensar que la había mirado mientras dormía… sin que ella pudiese hacer nada.


Después de vestirse decidió llamarlo, pero se detuvo. ¿Iba a llamar para darle las gracias por un orgasmo increíble?


Paula tuvo que apoyarse en la mesa mientras se servía el café y estuvo a punto de quemarse la mano cuando sonó el teléfono. Era Pedro.


–¿Qué tal has dormido?


–Probablemente mejor que tú –respondió ella.


–¿Tienes la dirección?


–Sí –murmuró Paula, tocándose el pecho–. La tengo.


–Ve a la puerta.


–¿Qué?


–Hazlo.


–Muy bien, estoy en la puerta.


–Ábrela.


Paula tuvo que guiñar los ojos para evitar el sol, pero enseguida vio un Holden Astra blanco aparcado frente a la casa.


Un involuntario gemido escapó de su garganta. No podía ser.


Pedro, ¿qué has hecho?


Él dio un paso adelante, con las llaves colgando de un dedo.


–Te he comprado un coche. Te hacía falta, ¿no?


–No puedo aceptarlo –murmuró ella, con el corazón encogido.


–¿Por qué no? Tú necesitas un coche y yo estoy ayudando a una amiga, nada más.


Ese regalo era un compromiso. ¿Y no habían dicho que no habría compromisos?


–No necesito tu ayuda, puedo comprar un coche con mi dinero.


Paula volvió a entrar en la casa con las piernas temblorosas y se dejó caer sobre una silla de la cocina. Eso de «ayudar a una amiga» era absurdo. Claro que teniendo tanto dinero… seguramente para Pedro no era importante. Y no tenía por qué ser un compromiso, ella no dejaría que lo fuera.


–Mira, yo… –empezó a decir. Pero cuando levantó la cabeza comprobó que estaba sola en la cocina.


Cuando llegó a la puerta vio que el Ferrari daba la vuelta a la esquina. Sin saber qué hacer, corrió hacia el coche. Había dejado las llaves en el contacto y un mapa abierto en el asiento del pasajero en la página de Double Bay.


–Piensas en todo, ¿eh? –murmuró para sí misma.


Pero aunque fuese a toda velocidad no llegaría a tiempo. 


Además, no estaba acostumbrada al coche nuevo y no conocía bien Double Bay, de modo que cerró la puerta y se llevó su impaciencia a casa. Muy bien, tenía que calmarse y recuperar el control.


Cinco minutos después se había puesto un jersey de color cereza y unos vaqueros, la cazadora de ante en la mano. 


Tomando el mapa, subió al coche y pasó una mano por el salpicadero. Olía a coche nuevo y a la loción de Pedro.


¿Debería enviarle un mensaje diciendo que iba de camino? 


No, mejor disculparse cara a cara.


Cuarenta y cinco minutos después aparcaba tras un clásico Mercedes y miraba el lujoso edificio de apartamentos, con grandes balcones, ventanales enormes y una vista para morirse.


Estaba en una calle flanqueada por árboles que le recordaban la calle donde vivían sus padres. Paula apretó el volante. No era su sitio, pensó.


Tomando la cazadora, bajaba del coche cuando una mujer inmaculadamente vestida salió del edificio y la miró con curiosidad.


Paula sonrió. Que aquel no fuera su sitio no significaba que tuviera que ser grosera. Doña perfecta le devolvió la sonrisa mientras subía al Mercedes, por supuesto.


Sonriendo para sí misma, Paula se dirigió al portal. Una vocecita le decía que volviera a casa, que el hombre que vivía en aquel sitio tan lujoso no era el hombre que ella había conocido.


Pero habían estado juntos la noche anterior y sus caricias eran las de siempre.


Respirando profundamente, subió los escalones del portal. 


Le daría las llaves y se disculparía, sencillamente







SEDUCIDA: CAPITULO 21



–¡Pau! ¡Pau! –la voz de Pedro parecía llegar de muy lejos.


Cuando abrió los ojos notó que el agua estaba templada y su piel fría.


–¿Qué pasa? –Paula intentó levantarse, pero no tenía fuerzas.


–Llevo un rato llamándote desde el pasillo. Estabas dormida, cariño.


Pedro la ayudó a salir de la bañera y la envolvió en una toalla.


–¿Qué hora es?


–La una. Tienes que secarte, estás helada.


Pedro empezó a frotarla vigorosamente y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no maullar como un gatito.


–Puedo hacerlo… –empezó a decir, incapaz de terminar la frase.


Pedro se detuvo, mirándola con un deseo que ya no podía esconder. Lentamente, como si de una suave tortura se tratase, le pasó la toalla por los pechos y vio cómo los pezones se le levantaban, temblorosos.


Pau echó la cabeza hacia atrás sin poder hacer nada. Se quedó inmóvil mientras el pulso le latía en sus oídos y temblaba entre sus piernas.


El aliento de Pedro era como una caricia en sus pechos, su abdomen. Estaba a unos centímetros de su piel desnuda, pero se limitaba a secarla con la toalla.


Había esperado ese momento durante cinco años. 


Era Pedro, el hombre con el que comparaba a todos los demás. Su suavidad, su paciencia…


Pedro siguió secándole los muslos… y más arriba, despacio, el roce de la tela llevándola al borde del precipicio.


Pedro –susurró, pero no pudo decir nada más.


–¿Estás bien? –le preguntó con voz ronca.


–Sí.


Un roce más de la toalla y el clímax la hizo caer al vacío. 


Todo se volvió negro, el suelo se movió bajo sus pies y cayó en los brazos de Pedro.


Unos segundos después tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.


–Creo que ya estoy seca. Casi por todas partes.


Él rio, pero la risa sonaba tensa.


–Vamos a la cama, cariño. Necesitas dormir.


Sin encender la luz, la arropó con el edredón mientras Paula temblaba. Las sábanas parecían de hielo.


–Hace frío –murmuró.


Oyó que Pedro cerraba la puerta y luego sintió que se tumbaba a su lado, vestido. La abrazó, su espalda contra la camiseta blanca, su pierna desnuda rozando la tela 
vaquera del pantalón, la erección masculina en su trasero.


El cansancio era un ladrón que le robaba la oportunidad de darse la vuelta y bajar la cremallera que se le clavaba en la espalda. Por primera vez en cinco años no se sentía sola en el mundo. Mientras se quedaba dormida se le ocurrió que aquello era peligroso. Y que podría acostumbrarse.








domingo, 23 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 20




Paula terminó su turno a las once, después de catorce horas. Sus pacientes ya estaban dormidos, pero había echado una mano en urgencias.


Si se quedaba más tiempo haría más daño que otra cosa porque estaba agotada. Al menos podría darse un baño, meterse en la cama y dormir sin los sueños que la habían tenido despierta desde que Pedro volvió a su vida. Esos dos días había trabajado sin parar, haciendo turnos extra para olvidarlo. Y Pedro no la había llamado.


Lo echaba de menos y eso demostraba que sería un error volver a estar con él. Terminaría con el corazón roto otra vez.


Las puertas del hospital se cerraron tras ella mientras se envolvía en la cazadora de ante. Las horas extra no habían conseguido hacerla olvidar las manos de Pedro sobre su piel, los labios húmedos, el brillo de sus ojos en el oscuro parque. Caminó a paso rápido hacia su coche, tiró el bolso en el asiento y giró la llave. Nada. Suspirando, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Tenía ganas de llorar.


Una frustrante hora después, la grúa fue a buscar su coche y cuando por fin llegó a casa, en taxi, encontró a German y Pedro en el salón viendo una película.


–Hola.


Ignorando los salvajes latidos de su corazón, Paula se concentró en dirigirse al dormitorio.


–Oye, espera un momento. ¿Qué ocurre? Pareces enfadada.


–Llevo quince horas trabajando y cuando quería volver a casa mi coche no arrancaba. Me han dicho que no tiene arreglo y lo único que quiero es dormir.


–Buena idea, Pau –oyó que decía German–. Puedes irte cuando quieras, Pedro.


–No, no pasa nada –intervino Paula–. No tienes que irte por mí, yo me voy a dormir.


German tomó el cuenco de palomitas antes de dirigirse a su habitación.


–Gracias por la compañía. Yo también voy a dormir un rato.


Pedro se volvió hacia Paula.


–Siéntate un momento. ¿Quieres un café o un chocolate caliente?


–No, no quiero nada.


Pedro empezó a quitarle las horquillas del pelo, haciéndola suspirar de placer mientras le deshacía la trenza y le daba un masaje en las sienes.


–Arreglaremos tu coche mañana.


–Ya te he dicho que no funciona. Tengo que comprar uno nuevo.


–El bueno de Mauricio se ha rendido, ¿eh?


–Miguel –lo corrigió ella–. No puedo llamarlo cada vez que tengo un problema. He llamado al seguro y la grúa se ha llevado el coche.


Pedro inclinó la cabeza para rozar sus labios, una vez, dos, suavemente, sin exigir nada. A Paula se le doblaron las rodillas y cerró los ojos, sintiendo que se disolvía entre sus manos.


Pero estaba exhausta. Le daba igual que se quedase a dormir o no mientras ella pudiera hacerlo.


–¿Quieres un chocolate caliente o prefieres irte directamente a la cama? –preguntó Paula.


–¿Qué?


Él sacudió la cabeza.


–Quería decir sola. Pareces agotada.


–Una tila, hoy he tomado demasiados cafés –dijo Paula mientras iba hacia su habitación–. Voy a darme un baño.


No iban a hacer el amor, pensó mientras abría el grifo de la bañera. No iban a hacerlo, pero si lo hiciera estaría despierta para disfrutarlo. ¿Tenía sentido?


Probablemente no. Una señal de que su cerebro había dejado de funcionar. Además, Pedro ni siquiera había mencionado hacer el amor. Pau se recogió el pelo y se quitó el uniforme antes de hundirse en el agua caliente. Apoyando la cabeza en el borde de la bañera cerró los ojos…








SEDUCIDA: CAPITULO 19





Una vez en su habitación, sacó un joyero del armario. No solía hacerlo porque en esos años había aprendido a aceptar la pérdida como algo que formaba parte de la vida. 


La caja de madera con madreperla estaba envuelta en un pañuelo de seda… una de las pocas cosas de su madre que había conservado.


Dentro de la caja guardaba recuerdos importantes: la pulserita que le pusieron en el hospital el día que nació, una medallita de oro, la entrada para un concierto de su banda de rock favorita… Y su primera ecografía: la imagen en blanco y negro era todo lo que le quedaba de esa diminuta vida y Paula trazó la imagen con un dedo. Nunca había tenido la oportunidad de sentirlo dentro de ella, de contar sus deditos o escuchar su risa.


–Si tu padre hubiera sabido de ti…


¿Habría sido diferente? ¿Pedro habría aceptado el trabajo en Queensland de haber sabido que estaba embarazada? 


Entonces habría tenido que renunciar a su sueño de ser ingeniero geólogo y estaría trabajando con su padre, una situación que no lo habría hecho feliz.


Al menos Pedro había hecho realidad sus sueños.


Había querido contárselo, pero su padre se lo impidió. Y entonces, en el segundo trimestre, perdió el niño. Tenía que contárselo.






SEDUCIDA: CAPITULO 18




–¿Pau? –Pedro se quedó inmóvil, su tono contenido, ronco, su respiración agitada–. Pensé que querías esto. ¿Me he equivocado?


–No, pero no puedo… lo siento.


–No pasa nada.


Pedro tiró del top hacia abajo con manos temblorosas y la ayudó a levantarse.


El fuego de sus ojos se había convertido en hielo y se apartó para envolverse en la chaqueta, cuando lo que quería era abrazarlo.


Y lo peor era que Pedro no sabía por qué.


Sin pensar, salió corriendo, tropezando en la hierba. Solo sabía que tenía que poner distancia entre ellos.


Aquello le daba miedo y era mucho más complicado de lo que había imaginado.


Pedro la dejó ir porque necesitaba unos momentos a solas para calmarse. Si lo hubiera planeado mejor no estaría allí, con la entrepierna ardiendo y la única mujer que podía apagar ese fuego alejándose a la carrera.


Maldita fuera.


Tenía que ir despacio. Si iban a tener algún tipo de relación tendría que ir con cuidado porque Pau era frágil.


–Oye –murmuró cuando llegó a su lado.


–Lo siento –se disculpó ella–. Ha sido una estupidez. Había olvidado que estamos en invierno. La última vez que estuvimos juntos… era verano.


Pero eso no le decía lo que estaba pensando.


–Debería ser yo quien se disculpara –dijo Pedro por fin, pasándole una mano por el pelo–. ¿He hecho algo mal?


Ella negó con la cabeza.


–Es mi problema, no el tuyo. Solo quiero irme a casa.


–Te acompaño.


Pararon un taxi. Lo que más le preocupaba era ese repentino cambio para el que no encontraba explicación. 


¿Qué había pasado?


–Ahora mismo no soy buena compañía. Creo que es mejor que te vayas.


–Muy bien –Pedro apoyó una mano en el quicio de la puerta–. Lo que hubo entre nosotros sigue ahí, Pau, esta noche lo ha demostrado. Que lo exploremos o no depende de ti.


Paula se apoyó en la pared, esperando hasta que el taxi desapareció al final de la calle. Le dolía la cabeza y eso fue un recordatorio de que su relación con Pedro había tenido consecuencias.


Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. 


¿Qué habría hecho Pedro de saber que estaba embarazada?


Se había hecho esa pregunta mil veces y volvió a hacérsela.







sábado, 22 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 17




En la taberna Park, Paula tomaba su segunda copa de vino. Sofia y Maria se habían reunido con Mariza y con ella unos minutos antes.


–El baño –Mariza se levantó, haciendo un esfuerzo–. ¿Sabes cuántas veces he tenido que vaciar la vejiga hoy?


Paula sonrió.


–Ni idea.



–Pues yo tampoco. He dejado de contar.


Paula sonrió mientras su hermana iba al baño, pero la sonrisa desapareció cuando miró la diminuta pista de baile llena de parejas.


–German está aquí con sus amigos –dijo Sofia, señalando a un grupo que acababa de entrar en el bar.


Y, por sus risas, parecían haber bebido antes de llegar.


El pulso a Paula se le aceleró. No se volvió, no podía hacerlo. No quería que sus amigas vieran cuánto la afectaba Pedro.


–Vaya, vaya, vaya, ese debe ser su amigo –dijo Maria, que siempre estaba ojo avizor–. Mira qué cuerpazo. Espero que la cara vaya a juego.


Paula giró la cabeza y parpadeó un par de veces al ver ese cuello fuerte y bronceado, el pelo corto, los hombros anchos. Llevaba un jersey azul y unos vaqueros que se ajustaban a su trasero…


–Es mío –Maria se quitó la chaqueta para revelar un top negro transparente bajo el que se podía ver su sujetador–. Necesito otra copa y creo que sé cómo conseguirla.


–Seguro que sí –murmuró Sofia.


Paula tragó saliva al ver que iba directamente hacia Pedro


Que fuese tan descarada con los hombres siempre le había divertido, pero en aquel momento no le hacía la menor gracia.


El grupo de hombres se abrió y pareció tragársela como una bestia hambrienta a una presa.


Paula vio sonreír a Pedro. Sin duda por algo que Maria había dicho, porque inclinaba la cabeza como para escuchar a alguien más bajito que él. Claro que la mayoría de los clientes del bar lo eran. Pedro Alfonso llamaba la atención por su estatura.


Apenas un minuto después, Maria estaba en la pista de baile. Con el corazón acelerado, Paula se tomó el resto del vino y el daiquiri que Maria había dejado en la mesa. Por supuesto que Pedro bailaría con ella. ¿Por qué no iba a gustarle una belleza clásica como Maria?


De repente, Pedro volvió la cabeza y la fuerza de su mirada la dejó inmóvil. Cuando se dirigió hacia ella tuvo que contener el aliento. Era como ver acercarse un tsunami.


Pedro no se detuvo hasta que llegó a su lado.


–Has venido.


Había algo en su tono, como si estuviera recordando la otra noche, cuando sugirió que explorasen lo que habían dejado cinco años antes.


¿Esperaba una respuesta, allí, delante de todo el mundo?


–¿Pensabas que no vendría? –Pau señaló a Mariza–. ¿Te acuerdas de mi hermana?


–Sí, claro. Hola, Mariza, encantado de volver a verte.


–Hola,Pedro . Pau me ha contado que estabas de vuelta.


–Así es.


–Te presento a Sofia –siguió Paula–. Sofia Watson, Pedro Alfonso.


–Hola, Sofia.


Pedro Alfonso… tú eres el que ganó la puja. El que Paula…


–Así que os conocéis –los interrumpió Maria, mirando a Pau con cara de pocos amigos–. ¿Por qué no te sientas con nosotras? Seguro que podemos encontrar otra silla –añadió, poniendo una mano de uñas rojas sobre la de Pedro.


–No, ahora no –dijo él, tomando a Paula del brazo–. Perdonad un momento, vamos a bailar.


Paula sentía mariposas en el estómago y la presión de la mano de Pedro en su brazo no ayudaba nada.


Y menos aún que la orquesta empezase a tocar un blues lento cuando él la tomó por la cintura.


El top de color calabaza atado al cuello dejaba al descubierto mucha piel y Pedro deslizó las manos por su espalda.


–Tu amiga es una amenaza para la humanidad –bromeó.


–¿Por eso tenías tanta prisa en bailar conmigo? ¿Eres un cobarde, Pedro Alfonso?


–Necesitaba una excusa para tocarte. ¿Eres tú una cobarde, Pau?


Paula tuvo que disimular un escalofrío.


–Estoy bailando contigo, ¿no?


Pedro sonrió, apretándola contra su torso.


–¿Qué tal la semana?


–Muy ocupada. ¿Y tú?


–Igual. He comprado un apartamento en Double Bay.


–¿Double Bay? Es uno de los barrios más caros de Sídney.


–Es estupendo, cerca de la ciudad, con vistas fabulosas, piscina, spa. Y un dormitorio enorme con vistas al puerto.


–No sabía que pensaras quedarte.


–¿Por qué no?


–German me dijo… bueno, da igual. ¿Entonces tienes trabajo aquí?


–No, aún no –respondió él. Las luces del bar jugaban con su rostro, convirtiéndolo en un caleidoscopio de colores, pero sus ojos parecían retarla a bailar otro tipo de ritmo, a arriesgarse–. Abrázame bien, apenas estás tocándome.


Paula deslizó los brazos por su espalda, viendo cómo sus ojos se oscurecían. Le encantaba saber que podía excitarlo con un simple roce.


–¿Así te parece bien?


–Perfecto –murmuró él.


Dejando de fingir que podía resistirse, Pau apoyó la cara en ese hueco tan familiar entre sus clavículas, donde los olores del bar se mezclaba con su olor cálido y masculino.


Era como si hubiera pasado una eternidad desde la última vez que bailaron y tan familiar como si hubiese sido el día anterior. Paula giró la cabeza para apoyarla en su hombro y se olvidó de la música y de todo mientras Pedro le acariciaba la espalda.


Sentía calor por todas partes, desde la cabeza a las plantas de los pies; un calor que no había sentido en mucho tiempo. 


Tardó un momento en darse cuenta de que la música había parado y seguían abrazados en la pista de baile, apretados el uno contra el otro mientras las demás parejas volvían a las mesas.


Paula se apartó, nerviosa.


–No te dolerá la cabeza, ¿verdad? –le preguntó Pedro.


Ella frunció el ceño.


–No. ¿Por qué?


–Porque sería una buena excusa para irnos de aquí.


–¿No eres el invitado de German esta noche?


–Hablaré con él. Hemos estado bebiendo desde las cinco, no pasa nada –dijo Pedro, con un brillo burlón en los ojos.


–Yo he venido con Mary y no puedo dejarla aquí sola.


–No está sola. Además, podemos llevarla a casa si quieres.


«Podemos». Mientras Pedro hablaba con German, Paula volvió a su mesa, donde Mariza tomaba agua mineral, Maria algo de color en un vaso largo y Sofia charlaba con un chico en la mesa de al lado.


–Mary, Pedro y yo…


Antes de que pudiese terminar la frase, Mariza miró por encima de su hombro.


–Vete cuando quieras, no te preocupes por mí.


Paula se volvió y vio a Pedro tomando su chaqueta de cuero, sus ojos concentrados en ella.


No era sensato, pero lo deseaba con todo su corazón. 


Quería aprovechar la oportunidad de la que él había hablado y ver dónde los llevaba.


Mariza asintió con la cabeza.


–Yo lo paso bien recordando cómo era cuando podía bailar. Benja vendrá a buscarme más tarde, no te preocupes.


–Muy bien. Hasta luego.


Y así, sin más preámbulos, tomo su bolso y se dirigió hacia Pedro Alfonso.


Por primera vez en años se sentía libre, realmente alegre, y rio mientras salían a la calle.


«Vive la aventura». Era algo en lo que había creído toda su vida… hasta que su vida cambió, pero volvía a sentirlo en ese momento. Volvía a la vida desde la cueva en la que había estado hibernando. Pau levantó la cabeza para mirar las estrellas y se mareó un poco.


–Cuidado –Pedro la tomó del brazo–. Has olvidado esto –añadió, poniéndole la chaqueta por los hombros.


–Gracias.


Pedro le dio la vuelta para mirarla a los ojos y, de nuevo, Paula notó que los años habían dejado su marca alrededor de los ojos y la boca. Era aún más atractivo que antes.


Solo tendría que ponerse de puntillas y tocar su cuello para sentir su pulso bajo los dedos. Esperó un momento, disfrutando de la anticipación, de la quemazón, antes de inclinarse para rozar sus labios, cálidos, firmes. Bienvenida a casa, parecían decir.


Pedro le levantó la cara con un dedo sin dejar de besarla.


–Puedes tocarme –susurró él.


Pau sintió un conocido calor en el vientre mientras deslizaba los dedos por el pulso que latía en su cuello. Tal vez el suelo había temblado bajo sus pies o tal vez era un escalofrío provocado por las manos de Pedro mientras le acariciaba los hombros, los costados, los pechos…


No llevaba sujetador. Paula se inclinó hacia delante para ponérselo más fácil y Pedro masajeó sus pechos haciendo eróticos círculos hasta que pellizcó sus pezones.


Un grupo de hombres salió del bar en ese momento.


–No se te ocurra echarte atrás –dijo Paula, sujetando sus manos. Quería esas manos sobre su piel, quería sentir su boca en sus pechos, acariciar su pelo mientras él le chupaba los pezones–. He estado pensando en esa sugerencia tuya.


–Yo también. Y veo que has tomado una decisión.


Paula sonrió.


–Vamos.


Tomando su mano, se dirigió al parque frente al bar, riendo ante la idea que se le acababa de ocurrir. Enseguida encontró un claro bajo los árboles, como delgados fantasmas blancos en la oscuridad, la luna plateada iluminando aquel sitio tranquilo.


Pedro miró la hierba con expresión dubitativa.


–¿Estás pensando lo que creo que estás pensando?


–¿Por qué no?


Pedro esbozó una sonrisa.


–¿No hace un poco de frío?


–Entraremos en calor enseguida –murmuró ella. Tenía que tocarlo, sentir su piel bajo los dedos. Metió las manos entre sus pierna y tocó el duro miembro, ardiente como lava–. No creo que vayamos a pasar frío –añadió, pasando los dedos arriba y abajo sobre la tela.


Pedro respiró profundamente mientras se quitaba la chaqueta para tirarla sobre la hierba y, sin perder un segundo, Paula le echó los brazos al cuello. Riendo, acabaron en el suelo, besándose, sus piernas enredadas. La expresión de Pedro era de total concentración mientras intentaba desabrocharle el top y cuando por fin lo hizo en sus ojos vio un brillo de deseo.


–Sigues siendo la mujer más hermosa que he conocido nunca –murmuró.


Cuando le levantó el top para besarle los pezones, oscuros a la luz de la luna, disfrutó del contraste entre el aire fresco y su ardiente boca. Pero necesitaba estar más cerca y tiró de su jersey para tocar la piel masculina, notando los latidos de su corazón.


Pedro le metió la mano bajo la falda para acariciarle los muslos.


–¿Sigues tomando la píldora?


–No –respondió ella.


–No pasa nada –Pedro sacó algo del bolsillo del pantalón.



Paula contuvo el aliento. Iba a tomarla en aquel sitio mágico. 


De repente, le puso una mano en el torso, apartándose. La realidad, las implicaciones de ese encuentro, habían destrozado el interludio romántico.


¿No había aprendido de la experiencia? ¿No sabía que los actos tenían consecuencias?


La última vez que estuvieron juntos habían hecho algo más que hacer el amor.


Habían tenido un hijo.