lunes, 24 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 22
Cuando Paula despertó de un sueño profundo y reparador, la luz del día inundaba la habitación. Se estiró perezosamente, pero cuando alargó el brazo descubrió que estaba sola en la cama.
Se dijo a sí misma que no estaba decepcionada, pero después de la noche anterior… tuvo que hacer un esfuerzo para bloquear las imágenes y controlar sus pensamientos.
Se puso un chándal para ir a la cocina y se hizo un café mientras pensaba en Pedro y por qué estaba allí cuando llegó a casa. ¿Había ido con la intención de verla o para pasar el rato con German? Probablemente lo último, ya que ella había cambiado el turno con una compañera.
Entonces notó unos números anotados a bolígrafo en su muñeca… El número de su móvil. Uno de sus antiguos pasatiempos había sido escribir mensajes en el cuerpo del otro, siempre en sitios muy interesantes.
Paula volvió al dormitorio y se quitó la ropa, temblando.
Allí, sobre su pecho izquierdo, Pedro había escrito la dirección de su apartamento. Sintió que le ardía la cara al pensar que la había mirado mientras dormía… sin que ella pudiese hacer nada.
Después de vestirse decidió llamarlo, pero se detuvo. ¿Iba a llamar para darle las gracias por un orgasmo increíble?
Paula tuvo que apoyarse en la mesa mientras se servía el café y estuvo a punto de quemarse la mano cuando sonó el teléfono. Era Pedro.
–¿Qué tal has dormido?
–Probablemente mejor que tú –respondió ella.
–¿Tienes la dirección?
–Sí –murmuró Paula, tocándose el pecho–. La tengo.
–Ve a la puerta.
–¿Qué?
–Hazlo.
–Muy bien, estoy en la puerta.
–Ábrela.
Paula tuvo que guiñar los ojos para evitar el sol, pero enseguida vio un Holden Astra blanco aparcado frente a la casa.
Un involuntario gemido escapó de su garganta. No podía ser.
–Pedro, ¿qué has hecho?
Él dio un paso adelante, con las llaves colgando de un dedo.
–Te he comprado un coche. Te hacía falta, ¿no?
–No puedo aceptarlo –murmuró ella, con el corazón encogido.
–¿Por qué no? Tú necesitas un coche y yo estoy ayudando a una amiga, nada más.
Ese regalo era un compromiso. ¿Y no habían dicho que no habría compromisos?
–No necesito tu ayuda, puedo comprar un coche con mi dinero.
Paula volvió a entrar en la casa con las piernas temblorosas y se dejó caer sobre una silla de la cocina. Eso de «ayudar a una amiga» era absurdo. Claro que teniendo tanto dinero… seguramente para Pedro no era importante. Y no tenía por qué ser un compromiso, ella no dejaría que lo fuera.
–Mira, yo… –empezó a decir. Pero cuando levantó la cabeza comprobó que estaba sola en la cocina.
Cuando llegó a la puerta vio que el Ferrari daba la vuelta a la esquina. Sin saber qué hacer, corrió hacia el coche. Había dejado las llaves en el contacto y un mapa abierto en el asiento del pasajero en la página de Double Bay.
–Piensas en todo, ¿eh? –murmuró para sí misma.
Pero aunque fuese a toda velocidad no llegaría a tiempo.
Además, no estaba acostumbrada al coche nuevo y no conocía bien Double Bay, de modo que cerró la puerta y se llevó su impaciencia a casa. Muy bien, tenía que calmarse y recuperar el control.
Cinco minutos después se había puesto un jersey de color cereza y unos vaqueros, la cazadora de ante en la mano.
Tomando el mapa, subió al coche y pasó una mano por el salpicadero. Olía a coche nuevo y a la loción de Pedro.
¿Debería enviarle un mensaje diciendo que iba de camino?
No, mejor disculparse cara a cara.
Cuarenta y cinco minutos después aparcaba tras un clásico Mercedes y miraba el lujoso edificio de apartamentos, con grandes balcones, ventanales enormes y una vista para morirse.
Estaba en una calle flanqueada por árboles que le recordaban la calle donde vivían sus padres. Paula apretó el volante. No era su sitio, pensó.
Tomando la cazadora, bajaba del coche cuando una mujer inmaculadamente vestida salió del edificio y la miró con curiosidad.
Paula sonrió. Que aquel no fuera su sitio no significaba que tuviera que ser grosera. Doña perfecta le devolvió la sonrisa mientras subía al Mercedes, por supuesto.
Sonriendo para sí misma, Paula se dirigió al portal. Una vocecita le decía que volviera a casa, que el hombre que vivía en aquel sitio tan lujoso no era el hombre que ella había conocido.
Pero habían estado juntos la noche anterior y sus caricias eran las de siempre.
Respirando profundamente, subió los escalones del portal.
Le daría las llaves y se disculparía, sencillamente
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