lunes, 24 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 21
–¡Pau! ¡Pau! –la voz de Pedro parecía llegar de muy lejos.
Cuando abrió los ojos notó que el agua estaba templada y su piel fría.
–¿Qué pasa? –Paula intentó levantarse, pero no tenía fuerzas.
–Llevo un rato llamándote desde el pasillo. Estabas dormida, cariño.
Pedro la ayudó a salir de la bañera y la envolvió en una toalla.
–¿Qué hora es?
–La una. Tienes que secarte, estás helada.
Pedro empezó a frotarla vigorosamente y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no maullar como un gatito.
–Puedo hacerlo… –empezó a decir, incapaz de terminar la frase.
Pedro se detuvo, mirándola con un deseo que ya no podía esconder. Lentamente, como si de una suave tortura se tratase, le pasó la toalla por los pechos y vio cómo los pezones se le levantaban, temblorosos.
Pau echó la cabeza hacia atrás sin poder hacer nada. Se quedó inmóvil mientras el pulso le latía en sus oídos y temblaba entre sus piernas.
El aliento de Pedro era como una caricia en sus pechos, su abdomen. Estaba a unos centímetros de su piel desnuda, pero se limitaba a secarla con la toalla.
Había esperado ese momento durante cinco años.
Era Pedro, el hombre con el que comparaba a todos los demás. Su suavidad, su paciencia…
Pedro siguió secándole los muslos… y más arriba, despacio, el roce de la tela llevándola al borde del precipicio.
–Pedro –susurró, pero no pudo decir nada más.
–¿Estás bien? –le preguntó con voz ronca.
–Sí.
Un roce más de la toalla y el clímax la hizo caer al vacío.
Todo se volvió negro, el suelo se movió bajo sus pies y cayó en los brazos de Pedro.
Unos segundos después tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.
–Creo que ya estoy seca. Casi por todas partes.
Él rio, pero la risa sonaba tensa.
–Vamos a la cama, cariño. Necesitas dormir.
Sin encender la luz, la arropó con el edredón mientras Paula temblaba. Las sábanas parecían de hielo.
–Hace frío –murmuró.
Oyó que Pedro cerraba la puerta y luego sintió que se tumbaba a su lado, vestido. La abrazó, su espalda contra la camiseta blanca, su pierna desnuda rozando la tela
vaquera del pantalón, la erección masculina en su trasero.
El cansancio era un ladrón que le robaba la oportunidad de darse la vuelta y bajar la cremallera que se le clavaba en la espalda. Por primera vez en cinco años no se sentía sola en el mundo. Mientras se quedaba dormida se le ocurrió que aquello era peligroso. Y que podría acostumbrarse.
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