domingo, 16 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 23




Paula se quedó pensativa y, al final, llegó a la conclusión de que era su orgullo herido el que se interponía entre los dos. 


Pedro y ella podían reconciliarse, estaba segura. Pero eso significaba... que debía confiar en él. De pronto ella sintió que se quitaba un enorme peso de encima. Volverían a empezar, con más amor que nunca.


En el trayecto a casa, Paula sonrió para sus adentros. Sabía muy bien qué hacer. Pedro desapareció en el despacho, como siempre, y ella subió las escaleras para ponerse algo que le favoreciera a su figura. Despues, hacha en mano, entró en el salón y alzó el brazo para golpear la puerta del apartamento de Pedro. Dentro se oyó un grito. Ella alzó el hacha y golpeó una segunda vez.


—¡Paula! ¡Basta! ¡Vas a hacerte daño! —gritó él. Paula no esperó, y la puerta se abrió lentamente—. Si te sientes tan mal con respecto a mí, busca otro modo de hacerme daño. Por favor, Paula, no quiero que te lastimes.


—Solo quería tirar la puerta abajo —contestó ella con inocencia, contenta de que Pedro hubiera pensado en ella.


—Ya me he dado cuenta.


—Pregúntame por qué.


—¿Por qué? —preguntó Pedro, suspirando exasperado.


—Porque no quiero que vivas en este apartamento. No quiero que vivamos separados cuando los niños vengan a casa. Quiero que estemos juntos, casados, como dos padres cualquiera...


—Eso ya lo hemos intentado.


—Escúchame, Pedro —continuó Paula acercándose—. Te he observado con Catalina y Marcos. Puedo confiarte su cuidado por completo, estoy convencida de que jamás harías nada que pusiera en peligro su futuro.


—Claro que no, por supuesto...


—Así que siento que puedo confiar en ti yo también. Ya no me importa lo de Celina. No me importa lo que ocurrió. Eres todo lo que siempre he querido y no estoy dispuesta a que sigas tan distante. Vuelve a mí, Pedro. Sin preguntas, sin reproches. Solo tú, yo y los niños. Te quiero, siempre te he querido. Y deseo que confíes en mí.


—¿Me crees?


—Confío en ti.


Sedienta de ternura, Paula se lanzó en brazos de Pedro, que la esperaba con ellos abiertos. Él suspiró y la besó con pasión. Los dos se sentaron juntos en el salón, contentos de tenerse el uno al otro.


Por fin ella era feliz. Su corazón rebosaba alegría y amor. 


Aquella noche se abrazaron, y ambos durmieron más profundamente de lo que lo habían hecho en mucho tiempo.


La Navidad fue maravillosa. Paula jamás había imaginado que fuera posible tanta felicidad. Al cumplir los gemelos tres meses, durante la tercera semana de enero en la que hubieran debido nacer, su peso se había elevado lo suficiente como para darles el alta en el hospital. Por fin vivirían en casa, sin preocupaciones, y se acabarían las idas y venidas al hospital.


—Voy a parar para hacer la compra. ¿Quieres venir conmigo, o crees que podrás arreglártelas sola? —preguntó Pedro en el trayecto de vuelta a casa, por primera vez con los bebés.


—Pero si fuimos a la compra ayer, ¿no podemos ir directamente a casa?


—Me encantaría, pero me preocupa el nivel del río —contestó él—. Ha llovido tanto este año que el suelo está húmedo aún, y hay señales de advertencia. No quisiera que nos viéramos atrapados en casa sin pañales. Además, quiero almacenar comida por si hay problemas. Es solo por precaución.


—Tienes razón, te esperaremos en el coche. Pondré la radio. Irás más rápido si vas solo.


Pedro tenía razón acerca del nivel del río. Todo el campo, alrededor de Lewes, se había convertido en un inmenso lago. Las noticias de la radio habían advertido de la llegada de más tormentas y de la posibilidad de desbordamientos. 


Nada más volver Pedro del supermercado, comenzó otra vez a llover. Una hora más tarde, Paula frunció el ceño contemplando el panorama por la ventanilla del coche. El agua bajaba desde las tierras más altas a las más bajas, por encima de la carretera, en dirección a Lewes.


—Esta mañana no había nada de esto. ¡Oh, Pedro!, ¿crees que podremos llegar a casa?


—Por supuesto, aún no hay demasiada agua.


—Pero, ¿y si nos quedamos atrapados en casa y los niños se ponen enfermos? —preguntó ella conteniendo el aliento mientras el coche, un vehículo con tracción a las cuatro ruedas, se acercaba a los tramos de carretera anegados.


—Si considerara que es peligroso para sus vidas, daría media vuelta y volvería a Brighton a alojarnos en un hotel —contestó Pedro atravesando la corriente—. Acuérdate de que el médico vive en el mismo alto que nosotros; siempre podemos ir a buscarlo si hace falta.


—¿En serio?


—Sí, los dos lo comentamos un día y nos felicitamos por vivir en un alto, por encima del nivel peligroso. Ya está, atravesado. ¿Estás bien?


—¡Eres maravilloso, Pedro! —exclamó Paula, aliviada—. Los niños y yo tenemos mucha suerte de tenerte.


—Cierto —bromeó él, recibiendo un suave puñetazo en el hombro—. Llaman por el móvil, ¿quieres contestar?


—¿Va todo bien? —preguntó el doctor Taylor por teléfono.


—¡Perfecto!


—Estaréis llegando a casa, supongo.


—Sí, en cinco minutos —contestó ella, colgando—.Era el doctor Taylor, quería saber si estábamos bien. Han debido llamarlo por alguna urgencia.


—Es una excelente persona.


—¡Estoy tan nerviosa! —exclamó Paula al ver por fin la casa—. ¡Gracias a Dios! ¿Pero qué es eso? ¡Mira, Pedro, es una fiesta de bienvenida! ¡Mira la pancarta! «Bienvenidos a casa, Cata y Marcos» —leyó Paula con los ojos nublados por las lágrimas.


—No llores, cariño. Mira cuánta gente, y todos esperándote, a pesar de la lluvia.


—Sí —asintió ella limpiándose con un pañuelo—. ¡Pobres! Hay que hacerles pasar dentro, ¡se van a constipar! ¿Pero cuánto tiempo llevan esperando?


—Bueno, el médico llamó para ver dónde estábamos, ¿no? Imagino que para entonces llevaban ya un rato. Aún así, es increíble con lo que está cayendo. Ya estamos, sal. Yo sacaré a los niños, tú ve poniendo el té.


La gente, sonriente, se acercó para tapar a Paula con los paraguas. Al abrir la puerta de casa, ella se volvió y vio que los vecinos ayudaban a Pedro con los gemelos y la compra.


—Bienvenidos —dijo el doctor Taylor abrazando a Paula—. Estás radiante.


Ella abrazó a todo el mundo y acabó, por fin, en brazos de Pedro.


—Hola, cariño —la saludó él con una enorme sonrisa, comenzando a besarla, apasionado, a pesar del público, que pronto comenzó a proferir gritos entusiastas.


Paula se ruborizó y comenzó a colgar abrigos e impermeables. Los gemelos seguían dormidos, inconscientes de las miradas de admiración.


—Soy muy feliz —afirmó Paula en dirección a Pedro, ayudándolo con las copas y el champán—. Voy a despertar a los niños, ya es hora de que coman. Y creo que ya han respirado bastante aire junto a extraños por hoy. Me los subo arriba. Hasta luego.


—Te ayudaré. Subiré a Cata, tú sube a Marcos. Los invitados pueden quedarse solos un rato, con el champán y el aperitivo.


Pedro estuvo un rato en el dormitorio con ella, pero enseguida bajó. De inmediato, sonó el móvil. Él se lo había dejado olvidado en la chaqueta. Paula lo sacó. Se trataba de un mensaje. Sin pensarlo dos veces, lo leyó:
Hola, soy Celina —Paula se quedó helada. ¡De nuevo esa mujer! ¿Cómo se atrevía? El mensaje continuó—: Imposible el viernes, ¿te parece bien el jueves? ¿Va todo bien?, ¿sigo con las reuniones?, ¿tres a la semana en lugar de dos? Las próximas semanas serán cruciales, ¿no crees? ¡Seguro! Házmelo saber. Estoy muy contenta. Veré a Paula el segundo día. Recuerdos, C.










EL ENGAÑO: CAPITULO 22





TRES semanas después los gemelos, Catalina y Marcos, fueron trasladados al hospital de Brighton, y Paula y Pedro pudieron volver a Deep Dene. Ella no podía conducir, de modo que Pedro la traía y llevaba al hospital pasando ambos la mayor parte del tiempo libre allí.


Los padres de Paula viajaron a Deep Dene para visitarlos, quedándose con ellos una temporada. No se enteraron, sin embargo, de que el proceso de divorcio estaba en marcha. 


Ella no quería preocuparlos porque adoraban a Pedro.


—¿No es maravilloso? —preguntó la madre de Paula, maravillada, observando a Pedro cantarle a su hijo—. Le canta sin ninguna inhibición, sin creer por ello que es menos hombre. Seguiría pareciendo un hombre aunque se pusiera una bata rosa.


—Eres una mujer de suerte, Paula —rió su padre, besando a su mujer—. Necesitarás toda la ayuda que Pedro pueda prestarte, pero él parece más que dispuesto a cargar con su parte. ¡Mira cómo sostiene a mi nieto! Estoy convencido de que Marcos reconoce perfectamente el sonido de su voz.


—Sí —respondió Paula—, Pedro es maravilloso con los niños.


—Además, la casa es preciosa y, a juzgar por todas esas tarjetas, habéis hecho muchos amigos en Lewes.


—Sí, tenemos amigos.


La actitud de la gente del pueblo había sido conmovedora, aunque nadie sabía que ella y Pedro estaban a punto de separarse. Ese sería otro problema al que se tendría que enfrentarse ella tras el divorcio.


—Podemos marcharnos sabiendo que sois felices —suspiró la madre de Paula—. No puedes ni imaginarte lo que eso significa para nosotros: saber que todo va bien y que no tenéis problemas. Es decir, excepto por el hecho de que tendrás que aprender a manejarte con dos bebés, claro.


—¡Oh, mamá! —exclamó Paula con ojos llorosos, abrazando a su madre.


Ella se alegró cuando sus padres se fueron de Deep Dene. 


Se avergonzaba de ello, pero fingir que todo iba bien con Pedro había sido muy duro. El parecía dispuesto a abrazarla y besarla delante de ellos incluso más de lo necesario, en sus esfuerzos por convencerlos de que nada iba mal. En cuanto a su comportamiento con los niños, era intachable. Pedro les tenía devoción. Sentados juntos Paula y él, pasaban horas y horas hablando y cantando, acariciando a los gemelos, que parecían conocer las voces de los dos. Cada día que pasaba, ella quería más a sus hijos y los lazos que los unían eran más fuertes. Paula comprendió entonces qué era de verdad ser madre y dedicarse de lleno a ellos.


Poco a poco ambos fueron aprendiendo cosas sobre los bebés. Él se convirtió en un experto interpretando su lenguaje corporal. Paula tenía que admitir que Pedro había sido un gran apoyo ya desde los primeros días en Portsmouth; no había abandonado la cabecera de su cama, excepto para ir a comprar pijamas para los tres. Cada noche, sobre todo cuando ella se despertaba preocupada por Marcos, que tenía peor salud, Pedro se mostraba tan atento que la emocionaba. Era un hombre excepcional. Paula sabía que podía confiarle plenamente el cuidado de los niños. Tal y como había prometido, su compromiso con ellos era total. 


¿Por qué no podía dedicarle a ella el mismo amor y la misma devoción? Estaban juntos todo el tiempo y, sin embargo, estaban distantes. Paula deseaba la reconciliación con toda el alma.


—Tienes un aspecto horrible, Pedro —comentó ella mientras sostenían cada uno a un bebé—. Deberías tomarte un descanso. Además, debes estar preocupado por los negocios. Te pasas el día entero con los niños. Te aseguro que no voy a pensar mal de ti si te pones a trabajar un poco.


—¡No podría! —declaró Pedro—, eso no es importante, Paula. Lo aprendí cuando conocí a Kirsty y a Tomas. Lo importante es que tú y yo estemos con nuestros hijos, ellos nos necesitan. Los negocios marchan bien sin mí. Tengo a alguien en quien puedo confiar, que sigue haciendo los contratos por mí.


—Pero ese negocio es como tu... —ella se interrumpió y sonrió—... es como tu hijo. Tú lo comenzaste, tú lo has levantado. ¿No lo echas de menos?


—Para ser sinceros, ni siquiera lo he pensado. Mi trabajo no es tan importante como mis hijos. Tú necesitas que te lleve al hospital y te eche una mano. Eso es lo que debo hacer, de momento.


Pedro tenía razón. Él necesitaba tiempo para crear un lazo con sus hijos. Paula lo observó recordando lo que había dicho sobre depositar confianza en las personas que habían demostrado merecerla. Entonces, pensó en la dedicación de Pedro a los gemelos, en el amor que les tenía. Y abrió los ojos de nuevo. Su matrimonio había atravesado una crisis, pero había llegado el momento de reconciliarse, antes de que fuera demasiado tarde. Nerviosa, reunió coraje y habló:
—Preferiría que... que hicieras otras cosas —dijo Paula— sosteniendo la mirada de él, que la observaba perplejo—. Tenemos muchas cosas en común, los años que hemos pasado juntos... ¿no podríamos...? ¡Oh, Pedro, si te arrepintieras de haberme engañado con Celina, yo...!


—No puedo —respondió él serio, tenso.


Ella lo observó a punto de desfallecer. Pedro dejó a Catalina en la incubadora.


—¿Por qué no? ¡Si con solo una disculpa pudiéramos volver a estar juntos...!


—¡No, Paula!


—¡Quiero que vuelvas conmigo!


—Entonces debes confiar en mí por completo. Creer en mí.


—¡Ninguna mujer, jamás, creería en ti después de ver lo que yo he visto! —exclamó ella con amargura.


Pedro la observó con tal tristeza que Paula sintió que el corazón se le partía. Luego él se marchó, diciendo tan solo:
—Estaré fuera, con el coche, dentro de dos horas.






EL ENGAÑO: CAPITULO 21





Pedro se quedó con Paula, aunque ella estuvo durmiendo casi todo el tiempo. Pero a él no le importó. Así podía contemplarla, comérsela con los ojos sin que ella se diera cuenta, y sin dejar de pensar en la suerte que tenían. Por fin, lo llevaron a ver a los gemelos. Maggie, la enfermera que tenían asignada, se presentó y lo llevó a las incubadoras. 


Atónito, contempló las diminutas criaturas emocionado e incrédulo. Ser padre era algo increíble, pero los bebés eran muy pequeños, y daba lástima verlos con todos aquellos tubos y cables. Pedro aún no se había hecho a la idea, pero sí les había entregado ya el corazón.


—¿De verdad pueden sobrevivir? —preguntó él en voz baja, alarmado.


—Aún es pronto, pero no hay razón para que no sea así. Sus pulmones no se han desarrollado por completo, Pedro, por eso necesitan respiración asistida. Les hemos dado cafeína para estimularlos y morfina para soportar el shock del nacimiento —explicó Maggie—. Tu hija lo está haciendo muy bien. Es posible que pronto le quitemos el oxígeno.


—¿Y... mi hijo?


—No es tan fuerte. Pero ya se sabe, así son los chicos —contestó Maggie riendo—. Quédate y ve conociéndolos, Pedro. Háblales. Canta, si quieres.


Él se sentó junto a la niña y trató de controlar la emoción, mientras examinaba su diminuto cuerpo. Tenía pestañas y estaba arrugada de la cabeza a los pies, pero a ojos de Pedro era preciosa. Un milagro.


—Hola, chiquitina —la saludó comenzando a susurrarle cosas bonitas.


Deseaba cuidarlos más que nada en el mundo. Anhelaba volver a casa y pasar con ellos todo el tiempo posible. Pero eso significaba una cosa: tendría que volver a ver a Celina. 


Iría a verla en cuanto todo hubiera pasado y los bebés estuvieran en casa.


Pedro permaneció con los bebés un rato, pero enseguida corrió a la habitación de Paula, que seguía durmiendo. 


Acercó su cama a la de ella y se tumbó, abrazándola. Ella se desperezó y sonrió, acurrucándose aún más cerca.


Entonces, Pedro comenzó a pensar en Celina. En lo que haría, en lo que le diría... apenas podía esperar. Recordó la escena, con ella desnuda, y gruñó de mal humor. Pero superaría toda esa frustración, era cuestión de tiempo. 


Contaría los días, los minutos, los segundos...








sábado, 15 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 20




Pedro no veía nada a causa de las lágrimas. Se restregó los ojos con los puños y notó que la camilla frenaba. Había llegado el momento. Y sus labios se negaban a obedecer. Él se inclinó sobre Paula y apoyó la mejilla contra la de ella, sujetándola con fuerza.


—¡Quiero que entres! —gritó ella—. No quiero que te vayas. Me siento más segura contigo.


—Debo marcharme. Estaré aquí fuera, dispuesto a pegar a cualquiera que no haga bien su trabajo, ¿de acuerdo?


Pedro... si... si me ocurre algo... cuidarás de los niños, ¿verdad?


Él no podía soportarlo. Lo único que fue capaz de nacer fue asentir. De escasa ayuda le servía a Paula. Sin embargo, por fin comprendía lo que ella significaba para él; y lo que podría perder si no volvía a ser su marido en todos los sentidos de la palabra. Pasara lo que pasara, había echado a perder el amor de su vida. Y todo por culpa de Celina.


Las enfermeras tiraron de él amablemente, pero con firmeza. 


Pedro se puso en pie, con los ojos inundados de lágrimas, y logró sonreír.


—Hasta pronto, Pedro —respiró ella, tratando de hacerse la valiente—. Lo pasamos bien juntos, ¿verdad?


Él sufrió entonces un colapso nervioso. Se lo dijo todo a Paula con la expresión de los ojos, pero para entonces ella había entrado ya en el quirófano, sin dejar de mirarlo con fijeza. Pedro se quedó con una enfermera, que le dio golpecitos en la espalda. Nunca nada le había afectado tanto, de manera tan profunda. Si eso era amor, no estaba del todo convencido de que le gustara.


Durante la cesárea, él caminó nervioso de un lado a otro, tratando de no imaginar qué ocurría dentro del quirófano. 


Llamó a Diane y habló de nuevo con los padres de Paula. 


Aquello era una pesadilla.


Somnolienta aún, Paula abrió los ojos. Tenía la boca terriblemente seca.


—¡Paula!


—Hola —musitó Paula sonriendo y volviendo la cabeza hacia Pedro, inclinado sobre ella.


—¡Gracias a Dios!


—¿Mmm?


—¡Que estás bien!


—Sí... —parpadeó ella recordando, aferrándose de pronto a la mano de Pedro—. ¡Los niños! ¿Están...?


—Perfectos.


Ella esperó, pero Pedro simplemente se quedó mirándola. Entonces lo interrogó:
—Sí, pero, ¿que son, Pedro?, ¿niños, niñas...?


—Ah, son un niño y una niña —sonrió él saboreando las palabras.


—¡Vaya! —comentó Paula, encantada—. ¡Qué maravilla, uno de cada! Somos muy inteligentes. ¡Pero dame más detalles, Pedro! Me lo he perdido todo, ¿recuerdas?


—Nacieron a las nueve cuarenta y uno y las nueve cuarenta y dos de la noche. Primero la niña...


—Típico, será tan impaciente como su madre —dijo ella contenta—. ¿Cuánto pesan?


—Nuestro hijo pesa kilo y medio, y nuestra hija cien gramos más. No está mal, considerando las circunstancias —explicó él, orgulloso.


—Nuestra hija, nuestro hijo... —suspiró Paula—. ¿Están bien, Pedro?, ¿de verdad?


—No hay razón para que no sea así.


—¿Los has visto?


—Aún no, pero te aseguro que lo tienen todo perfectamente colocado —contestó él aclarándose la garganta—. Enseguida te llevarán a una habitación y me pondrán a mí una cama a tu lado. Van a controlarte todo el tiempo, Paula. Y a los niños. No puedo creer que todo haya salido bien. El personal de este hospital es maravilloso, ¿verdad?


—Mmm —asintió ella, quedándose dormida.










EL ENGAÑO: CAPITULO 19




A solas con él en la habitación del hospital apenas iluminada, Paula estaba aterrada. Pedro estaba tan pálido y asustado como ella. Trataba por todos los medios de animarla, pero Paula sabía que fingía y que los antibióticos y analgésicos no le producían ningún efecto.


—Si eso ocurre, estás en el lugar perfecto —argumentó Pedro.


Pero lo que ella necesitaba era afecto, ternura, no buenos deseos. Pedro estaba sentado, rígido, lejos de ella, como si fueran dos pasajeros desconocidos en un tren.


—¡Solo estoy de veintiocho semanas, Pedro! ¡Se supone que el embarazo dura cuarenta! Me han dado miles de medicamentos por si se produce un parto prematuro, y yo jamás hubiera querido tomarlos. Me siento enferma.


—¿Qué puedo hacer para ayudarte? Dime, lo que sea.


—Diles que aún no estoy preparada —musitó Paula con ansiedad y una débil sonrisa—. Siento mucho estar así, Pedro. Es solo que... las cosas no salen como yo imaginaba.


—La vida nunca sale como imaginamos —confirmó él con ojos remotos.


—Ayúdame a levantarme, ¿quieres? Tengo que ir al baño.


Pedro dejó que la enfermera la ayudara. Eso le dio algo de tiempo para reflexionar. Se sentía confuso, no sabía cuáles eran sus sentimientos. Ni siquiera sabía si tenía miedo por ella o por los niños. Su mente parecía incapaz de funcionar, estaba aterrado. Pero no era el momento de pensar.


Al ver volver a la enfermera con Paula, mucho antes de lo que él esperaba, él alzó la vista. La expresión de su mujer era de pánico.


—¡Oh, Pedro, puede que los niños vengan ya! —gritó ella, temblorosa.


—Si vienen, seguro que estarán bien. Son fuertes, como sus padres —murmuró él en su oído, aterrado por la rapidez con que sucedía todo. Era demasiado pronto. ¿Cómo sobrevivirían los niños?, ¿y Paula?—. Tranquila, todo está controlado.


Ella fue examinada con minuciosidad. A la habitación llegaba gente de todas partes. Pedro observó toda aquella actividad alarmado.


—¿Qué ocurre?, ¿por qué no la llevan al paritorio?


—No podemos. Necesitamos dos incubadoras, por si nacen los niños —explicó la matrona—. Estamos tratando de organizado todo.


—¿Arriba, en maternidad?


—No, no hay sitio libre —admitió la matrona.


—¡Mis hijos! —gritó Paula sujetándose el abdomen.


—Tranquila, estamos llamando por teléfono.


—¿A quién?, ¿a dónde? —preguntó Pedro..


—La recepcionista está tratando de solucionarlo. Hay una base de datos nacional que muestra las camas e incubadoras disponibles en los distintos hospitales. Lo sabremos en cuestión de segundos. Y ahora —añadió la matrona volviéndose hacia Paula—, voy á ponerte el goteo, y todo listo.


—¿Listo para qué? —preguntó Pedro a gritos.


—Para ir a Escocia, a Birmingham, a Plymouth o a la isla de Wight.


—¿Qué? —preguntó Paula con la boca abierta.


—Tranquila, no te alteres. Hay tiempo de sobra para llegar, te lo aseguro —contestó la matrona.


—Pero... todos esos sitios están a kilómetros de distancia... tendremos que quedarnos allí toda la noche —gritó ella—. ¡Pedro, ni siquiera tienes una camisa limpia...!


—No importa, eso da igual —sonrió él, divertido y conmovido ante la ocurrencia.


—¿Que da igual?


—Sí. Ahora sé qué cosas son importantes y una camisa limpia no lo es —sonrió Pedro acariciándola brevemente.


—Paula, si los bebés nacen prematuros, tendrán que quedar hospitalizados una temporada —observó la matrona sentándose junto a ella—. Tú y tu marido podéis quedaros también, hay dormitorios para esos casos. No es que sea el Ritz, pero no están mal. ¿O tiene tu marido negocios importantes que atender?


—No, no los tengo —se apresuró Pedro a contestar, acariciando los cabellos de Paula—. Puedo posponer los negocios, si es necesario, para ir a donde haga falta.


—Bien —sonrió la matrona—, serás un gran apoyo para tu mujer. Es posible que los bebés no vengan aún. Pero, si nacen, tendrán que quedarse donde des a luz hasta que haya sitio en el hospital más cercano a vuestra casa.


—¿Y cuánto tiempo puede pasar antes de que vuelvan a Sussex? —preguntó Paula.


—No sabría decirte. Depende de cuánto pesen al nacer y de cómo vayan progresando, pero puede que tarden hasta tres meses en volver a vuestra casa.


—¡Tres meses! —exclamó ella, horrorizada.


—Recuerda, eso en el caso de que nazcan ahora —repitió la matrona—. Puede que te manden a casa después de examinarte, con instrucciones de que descanses más y vuelvas en enero.


Pedro reprimió un gemido y comenzó a caminar de un lado a otro, alterado, tratando de ocultar las lágrimas. Deseaba con toda el alma que aquello fuera una falsa alarma. Era inconcebible que Paula pudiera dar a luz sin problemas, sana y salva, tan pronto. El peso de los gemelos, de todos modos, siempre estaría un poco por debajo de lo normal, pero si eran prematuros...


Los ojos de Pedro se llenaron de lágrimas, que trató de reprimir. Ella lo necesitaba. Debía estar pasando un infierno. 


Aterrorizado, tomó su mano y se esforzó por sonreír.


—Tengo que insistir en una cosa —dijo acercándose solemne, guiñándole un ojo—. Bajo ninguna circunstancia estoy dispuesto a que un hijo mío se llame Guy, solo por el hecho de que haya nacido el día de Bonfire Night. Ni Catherine Wheel. ¿De acuerdo?


—De acuerdo —sonrió con debilidad Paula, apretando tanto la mano de Pedro que le hizo daño—. Escocia es un bonito lugar para nacer, un escenario encantador.


—Sí —convino él animándola—. En mi opinión, yo no sabría cuál lugar elegir. La isla de Wight resulta muy atractiva... aunque Birmingham es perfecto para ir de compras...


—¡Oh, Pedro! ¿por qué no podemos quedarnos aquí? —preguntó Paula cerrando los ojos, llenos de lágrimas—. ¡Escocia está tan lejos...!


—¡Portsmouth! —anunció la recepcionista—. ¡Ya!


Paula se dejó llevar, tumbada en una camilla, atravesando urgencias hasta la ambulancia. El viento soplaba con tanta fuerza que parecía querer evitar que Pedro subiera al vehículo tras ella. Y la lluvia, torrencial, dificultaba la conducción.


Los enfermeros, preocupados por una posible riada, encendieron la sirena y la luz azul de emergencia. Tardaron en llegar a Portsmouth una tercera parte de lo que hubiera sido normal. Un médico los acompañaba por si Paula daba a luz antes de llegar al hospital. Los enfermeros no dejaron de bromear, tratando de tranquilizarlos:
—Las azafatas les servirán la comida y copas gratis —anunció un enfermero, sonriendo. Poco después continuó—: Les habla el capitán. Volamos a cinco mil pies de altura, a una velocidad de... ah... Sí, será mejor no mencionar eso, no vaya a ser que nos pille la policía. Si miran a su derecha, verán París. A la izquierda, Tombuctú. Hora aproximada de llegada...


Paula y Pedro trataron de sonreír. Cualquier cosa, antes que gritar y llorar. Al llegar al hospital los recibió una matrona con tal naturalidad, que parecía como si todos los días ocurriera algo así. Luego le dieron a ella más medicamentos para parar las contracciones. Por suerte, se quedó dormida.


Pero Pedro no pudo dormir. Inquieto, llamó a los padres de Paula y les contó lo sucedido, tratando de restarle importancia. Eran las dos de la madrugada. Después caminó incansable por la sala, bendiciendo la máquina de café.


Aquella mañana Paula fue examinada de nuevo. Pedro se sentía impotente. ¿Qué podía hacer, excepto tomarla de la mano y tratar de tranquilizarla, diciéndole que todo iría bien?


Ni siquiera estaba seguro de que fuera así. En realidad, ninguno de los dos lo creía.


—Bien —anunció el médico una hora más tarde—, tus hijos se niegan a obedecer. Están decididos a nacer antes de la Navidad, para ver el Año Nuevo. Vienen de camino, Paula. Nacerán esta noche.


—¡Esta noche! —exclamó ella.


Pedro rodeó a Paula con el brazo. Ella ocultó el rostro en él. 


El peligro los unía, pensó Pedro sujetándola con fuerza, temeroso de perderla, aferrándose a aquellos minutos juntos.


—Así es —confirmó el médico—. Esperaremos a que las contracciones sean más fuertes. Así podrás prepararte para la cesárea. Te haremos un corte bonito, de manera que puedas ponerte bikini.


—¡Vaya esperanza! ¡Jamás volveré a ponerme uno!


—Te lo pondrás, y apuesto a que estarás fantástica —bromeó el doctor—. ¿Verdad, Pedro?


—De primera.


—¿Lo ves? —rió el médico, satisfecho—. Lo sabía. No te preocupes por nada, Paula, preciosa. Te despertarás y todo habrá terminado.


—¿Preciosa? Pues si es tan fácil, ¿por qué no tienes a los gemelos tú?


—Tranquila, no te preocupes. De verdad —la serenó el médico.


—¿Y los gemelos?, ¿es peligroso para ellos? —preguntó Paula.


—Serán muy pequeños y necesitarán muchos cuidados, pero hemos hecho esto cientos de veces antes. No te preocupes, relájate. Descansa todo lo que puedas. Pedro, la enfermera te llevará a una sala de espera.


—¡No, no quiero abandonar a mi mujer!


—Pero ella necesita descansar —aseguró el médico—. De momento, no va a pasar nada.


—¿Qué dices tú, Paula?


—Estoy cansada —admitió ella—. Me encantaría dormir.


—Entonces, ¿no se la llevarán?


—No, aún falta mucho —aseguró el médico—. Deja que duerma.


Pedro estaba demasiado cansado como para discutir, y comprendía que Paula necesitaba dormir. Sabía que no podía hacer nada por ella, excepto comunicarle su ansiedad. 


Sin embargo le costó soltarle la mano. Antes de cerrar la puerta, él se volvió hacia Paula. Ella había cerrado los ojos. 


De pronto se sintió solo, excluido. Ella y los niños se tenían los unos a los otros, estaban unidos físicamente por un lazo mucho más fuerte de lo que él pudiera nunca crear. Ella y los niños atravesarían juntos aquel momento, mientras él se sentaba solo a esperar, lleno de ansiedad.


La enfermera tosió con discreción, y Pedro la siguió en dirección a la unidad infantil. Había dos incubadoras vacías.


Él las observó, imaginando a sus hijos allí. De pronto, fue más consciente de la situación y la emoción lo embargó. La enfermera trató de tranquilizarlo, pero él apenas la oyó. 


Paula sufriría una cesárea, y sus hijos nacerían tan pequeños y poco desarrollados que tendrían que quedarse en la incubadora, enchufados a miles de aparatos escalofriantes. Como en Star Trek.


—Hay una enfermera por cada incubadora y varios médicos para todo el departamento. Después de pasar por la unidad de cuidados intensivos, los trasladaremos a maternidad sin desconectarlos. Le enseñaremos a su mujer el vídeo para que pueda...


—¡Dios mío! —respiró Pedro, atónito, observando compasivo a un bebé en una incubadora—. ¿Cuánto tiempo tiene ese... ese crío?


—Un día —contestó la enfermera—. Pesa kilo y medio, pero está bien. Es niña. Los hemos tenido más pequeños. Aquí hacemos milagros, Pedro.


—¿Milagros?, ¿con doce semanas de embarazo menos de lo previsto?


—Sí, incluso con menos. Confía en mí.


—No tengo elección, ¿verdad?


Pedro deseó gritar. En lugar de ello apretó los dientes y volvió con Paula para ver con ella el vídeo. Cuando ella gritó, al ver aquellos diminutos bebés, él sintió que el pecho se le contraía. Los bebés irían a una incubadora que controlaría el funcionamiento de sus corazones, pulmones, y sus temperaturas. Serían alimentados vía intravenosa, y quizá necesitaran una mascarilla de oxígeno. Eso, si vivían. Era aterrador.


—Es muy tranquilo el departamento infantil —explicó Pedro tratando de calmarla—. Se puede visitar siempre que se quiera. La gente lleva cámaras de fotos, podemos estar con ellos cuanto queramos...


—Si viven —musitó Paula repitiendo en voz alta lo que él pensaba.


Si Paula vivía, reflexionó Pedro. El miedo lo tenía paralizado.


—Estarán bien, ya lo verás. Los médicos han hecho esto muchas veces —la animó él.


—¡Pero yo no! ¡Ni los niños!


—¡Paula! —exclamó Pedro—. A veces es necesario confiar en los demás. Tienes que olvidar tu miedo y basar tu juicio en lo que sabes acerca de esas personas.


—¿Confías tú?


—Por supuesto —aseguró él—. Tienen los mejores equipos, tienen experiencia, han sacado adelante a otros bebés, incluso más pequeños.


—Entonces... —comentó ella pensativa—... ¿quieres decir que debemos confiar en ellos si sabemos que otras veces han hecho las cosas bien?


—Claro.



—Pero no siempre salen las cosas bien —objetó Paula.


—Son expertos. Tenemos que ponernos en sus manos.


Para alivio de Pedro, ella pareció calmarse. El día se les hizo largo. Al atardecer, de pronto Paula gritó agarrándose el abdomen. La comadrona se acercó a examinarla.


—¡Pedro, que pare! ¡No puedo soportar más este dolor! —gritó Paula, desesperada.


—Ojalá pudiera pararlo.


—Bien, lista para el quirófano —anunció la comadrona—. Vamos a la silla de ruedas. Venga, papá. No te quedes ahí, clavado al suelo. Ha llegado el momento.


—¡Quédate conmigo, Pedro! —gritó ella, aterrada.


—¡Estoy contigo! —contestó él.


Sentía pánico, y a cada segundo que pasaba era peor. Pedro siempre había creído que los bebés nacían en un abrir y cerrar de ojos. Unos cuantos gritos y ahí estaban. Jamás nadie le había mostrado lo que significaba aquella devastadora espera. Ni jamás había estado nunca tan asustado.


—Todo listo —anunció el médico de pronto, tras examinar a Paula—. Puedes venir con nosotros, Pedro, pero no puedes entrar en el quirófano. Vamos a hacerle a Paula una cesárea con anestesia general. Pero tranquilo, serás padre antes de lo que crees. ¿Va todo bien, mamá?


—¡No! —gritó ella—. ¡Por supuesto que no! ¡Quiero ver nacer a mis hijos!


—Imposible, no se encuentran en la posición correcta. Están los dos atravesados, en lugar de cabeza arriba o cabeza abajo. La próxima vez, quizá —sonrió el doctor.


—¡No habrá próxima vez! —gritó Paula haciendo reír a las enfermeras.


—Agárrate a mi mano y aprieta como si quisieras romperme los huesos —sugirió Pedro.


—¡Qué tontería!


—¿Sí? Pues era lo que estabas haciendo —aseguró él.


—¿En serio? Lo siento.


—No importa —susurró Pedro—, ¡Ah!, y dile a los médicos que vuelvan a meter a los niños en su sitio si no son tan guapos como tú.


—¡Pedro! —rió ella, echándose a llorar.


Él no pudo pronunciar una palabra más. Tenía muchas cosas que decirle a Paula, pero se sentía incapaz. Aquella era su oportunidad para aclarar la situación, para demostrarle lo que sentía. Porque era posible que ella muriera.