domingo, 16 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 22





TRES semanas después los gemelos, Catalina y Marcos, fueron trasladados al hospital de Brighton, y Paula y Pedro pudieron volver a Deep Dene. Ella no podía conducir, de modo que Pedro la traía y llevaba al hospital pasando ambos la mayor parte del tiempo libre allí.


Los padres de Paula viajaron a Deep Dene para visitarlos, quedándose con ellos una temporada. No se enteraron, sin embargo, de que el proceso de divorcio estaba en marcha. 


Ella no quería preocuparlos porque adoraban a Pedro.


—¿No es maravilloso? —preguntó la madre de Paula, maravillada, observando a Pedro cantarle a su hijo—. Le canta sin ninguna inhibición, sin creer por ello que es menos hombre. Seguiría pareciendo un hombre aunque se pusiera una bata rosa.


—Eres una mujer de suerte, Paula —rió su padre, besando a su mujer—. Necesitarás toda la ayuda que Pedro pueda prestarte, pero él parece más que dispuesto a cargar con su parte. ¡Mira cómo sostiene a mi nieto! Estoy convencido de que Marcos reconoce perfectamente el sonido de su voz.


—Sí —respondió Paula—, Pedro es maravilloso con los niños.


—Además, la casa es preciosa y, a juzgar por todas esas tarjetas, habéis hecho muchos amigos en Lewes.


—Sí, tenemos amigos.


La actitud de la gente del pueblo había sido conmovedora, aunque nadie sabía que ella y Pedro estaban a punto de separarse. Ese sería otro problema al que se tendría que enfrentarse ella tras el divorcio.


—Podemos marcharnos sabiendo que sois felices —suspiró la madre de Paula—. No puedes ni imaginarte lo que eso significa para nosotros: saber que todo va bien y que no tenéis problemas. Es decir, excepto por el hecho de que tendrás que aprender a manejarte con dos bebés, claro.


—¡Oh, mamá! —exclamó Paula con ojos llorosos, abrazando a su madre.


Ella se alegró cuando sus padres se fueron de Deep Dene. 


Se avergonzaba de ello, pero fingir que todo iba bien con Pedro había sido muy duro. El parecía dispuesto a abrazarla y besarla delante de ellos incluso más de lo necesario, en sus esfuerzos por convencerlos de que nada iba mal. En cuanto a su comportamiento con los niños, era intachable. Pedro les tenía devoción. Sentados juntos Paula y él, pasaban horas y horas hablando y cantando, acariciando a los gemelos, que parecían conocer las voces de los dos. Cada día que pasaba, ella quería más a sus hijos y los lazos que los unían eran más fuertes. Paula comprendió entonces qué era de verdad ser madre y dedicarse de lleno a ellos.


Poco a poco ambos fueron aprendiendo cosas sobre los bebés. Él se convirtió en un experto interpretando su lenguaje corporal. Paula tenía que admitir que Pedro había sido un gran apoyo ya desde los primeros días en Portsmouth; no había abandonado la cabecera de su cama, excepto para ir a comprar pijamas para los tres. Cada noche, sobre todo cuando ella se despertaba preocupada por Marcos, que tenía peor salud, Pedro se mostraba tan atento que la emocionaba. Era un hombre excepcional. Paula sabía que podía confiarle plenamente el cuidado de los niños. Tal y como había prometido, su compromiso con ellos era total. 


¿Por qué no podía dedicarle a ella el mismo amor y la misma devoción? Estaban juntos todo el tiempo y, sin embargo, estaban distantes. Paula deseaba la reconciliación con toda el alma.


—Tienes un aspecto horrible, Pedro —comentó ella mientras sostenían cada uno a un bebé—. Deberías tomarte un descanso. Además, debes estar preocupado por los negocios. Te pasas el día entero con los niños. Te aseguro que no voy a pensar mal de ti si te pones a trabajar un poco.


—¡No podría! —declaró Pedro—, eso no es importante, Paula. Lo aprendí cuando conocí a Kirsty y a Tomas. Lo importante es que tú y yo estemos con nuestros hijos, ellos nos necesitan. Los negocios marchan bien sin mí. Tengo a alguien en quien puedo confiar, que sigue haciendo los contratos por mí.


—Pero ese negocio es como tu... —ella se interrumpió y sonrió—... es como tu hijo. Tú lo comenzaste, tú lo has levantado. ¿No lo echas de menos?


—Para ser sinceros, ni siquiera lo he pensado. Mi trabajo no es tan importante como mis hijos. Tú necesitas que te lleve al hospital y te eche una mano. Eso es lo que debo hacer, de momento.


Pedro tenía razón. Él necesitaba tiempo para crear un lazo con sus hijos. Paula lo observó recordando lo que había dicho sobre depositar confianza en las personas que habían demostrado merecerla. Entonces, pensó en la dedicación de Pedro a los gemelos, en el amor que les tenía. Y abrió los ojos de nuevo. Su matrimonio había atravesado una crisis, pero había llegado el momento de reconciliarse, antes de que fuera demasiado tarde. Nerviosa, reunió coraje y habló:
—Preferiría que... que hicieras otras cosas —dijo Paula— sosteniendo la mirada de él, que la observaba perplejo—. Tenemos muchas cosas en común, los años que hemos pasado juntos... ¿no podríamos...? ¡Oh, Pedro, si te arrepintieras de haberme engañado con Celina, yo...!


—No puedo —respondió él serio, tenso.


Ella lo observó a punto de desfallecer. Pedro dejó a Catalina en la incubadora.


—¿Por qué no? ¡Si con solo una disculpa pudiéramos volver a estar juntos...!


—¡No, Paula!


—¡Quiero que vuelvas conmigo!


—Entonces debes confiar en mí por completo. Creer en mí.


—¡Ninguna mujer, jamás, creería en ti después de ver lo que yo he visto! —exclamó ella con amargura.


Pedro la observó con tal tristeza que Paula sintió que el corazón se le partía. Luego él se marchó, diciendo tan solo:
—Estaré fuera, con el coche, dentro de dos horas.






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