sábado, 15 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 19




A solas con él en la habitación del hospital apenas iluminada, Paula estaba aterrada. Pedro estaba tan pálido y asustado como ella. Trataba por todos los medios de animarla, pero Paula sabía que fingía y que los antibióticos y analgésicos no le producían ningún efecto.


—Si eso ocurre, estás en el lugar perfecto —argumentó Pedro.


Pero lo que ella necesitaba era afecto, ternura, no buenos deseos. Pedro estaba sentado, rígido, lejos de ella, como si fueran dos pasajeros desconocidos en un tren.


—¡Solo estoy de veintiocho semanas, Pedro! ¡Se supone que el embarazo dura cuarenta! Me han dado miles de medicamentos por si se produce un parto prematuro, y yo jamás hubiera querido tomarlos. Me siento enferma.


—¿Qué puedo hacer para ayudarte? Dime, lo que sea.


—Diles que aún no estoy preparada —musitó Paula con ansiedad y una débil sonrisa—. Siento mucho estar así, Pedro. Es solo que... las cosas no salen como yo imaginaba.


—La vida nunca sale como imaginamos —confirmó él con ojos remotos.


—Ayúdame a levantarme, ¿quieres? Tengo que ir al baño.


Pedro dejó que la enfermera la ayudara. Eso le dio algo de tiempo para reflexionar. Se sentía confuso, no sabía cuáles eran sus sentimientos. Ni siquiera sabía si tenía miedo por ella o por los niños. Su mente parecía incapaz de funcionar, estaba aterrado. Pero no era el momento de pensar.


Al ver volver a la enfermera con Paula, mucho antes de lo que él esperaba, él alzó la vista. La expresión de su mujer era de pánico.


—¡Oh, Pedro, puede que los niños vengan ya! —gritó ella, temblorosa.


—Si vienen, seguro que estarán bien. Son fuertes, como sus padres —murmuró él en su oído, aterrado por la rapidez con que sucedía todo. Era demasiado pronto. ¿Cómo sobrevivirían los niños?, ¿y Paula?—. Tranquila, todo está controlado.


Ella fue examinada con minuciosidad. A la habitación llegaba gente de todas partes. Pedro observó toda aquella actividad alarmado.


—¿Qué ocurre?, ¿por qué no la llevan al paritorio?


—No podemos. Necesitamos dos incubadoras, por si nacen los niños —explicó la matrona—. Estamos tratando de organizado todo.


—¿Arriba, en maternidad?


—No, no hay sitio libre —admitió la matrona.


—¡Mis hijos! —gritó Paula sujetándose el abdomen.


—Tranquila, estamos llamando por teléfono.


—¿A quién?, ¿a dónde? —preguntó Pedro..


—La recepcionista está tratando de solucionarlo. Hay una base de datos nacional que muestra las camas e incubadoras disponibles en los distintos hospitales. Lo sabremos en cuestión de segundos. Y ahora —añadió la matrona volviéndose hacia Paula—, voy á ponerte el goteo, y todo listo.


—¿Listo para qué? —preguntó Pedro a gritos.


—Para ir a Escocia, a Birmingham, a Plymouth o a la isla de Wight.


—¿Qué? —preguntó Paula con la boca abierta.


—Tranquila, no te alteres. Hay tiempo de sobra para llegar, te lo aseguro —contestó la matrona.


—Pero... todos esos sitios están a kilómetros de distancia... tendremos que quedarnos allí toda la noche —gritó ella—. ¡Pedro, ni siquiera tienes una camisa limpia...!


—No importa, eso da igual —sonrió él, divertido y conmovido ante la ocurrencia.


—¿Que da igual?


—Sí. Ahora sé qué cosas son importantes y una camisa limpia no lo es —sonrió Pedro acariciándola brevemente.


—Paula, si los bebés nacen prematuros, tendrán que quedar hospitalizados una temporada —observó la matrona sentándose junto a ella—. Tú y tu marido podéis quedaros también, hay dormitorios para esos casos. No es que sea el Ritz, pero no están mal. ¿O tiene tu marido negocios importantes que atender?


—No, no los tengo —se apresuró Pedro a contestar, acariciando los cabellos de Paula—. Puedo posponer los negocios, si es necesario, para ir a donde haga falta.


—Bien —sonrió la matrona—, serás un gran apoyo para tu mujer. Es posible que los bebés no vengan aún. Pero, si nacen, tendrán que quedarse donde des a luz hasta que haya sitio en el hospital más cercano a vuestra casa.


—¿Y cuánto tiempo puede pasar antes de que vuelvan a Sussex? —preguntó Paula.


—No sabría decirte. Depende de cuánto pesen al nacer y de cómo vayan progresando, pero puede que tarden hasta tres meses en volver a vuestra casa.


—¡Tres meses! —exclamó ella, horrorizada.


—Recuerda, eso en el caso de que nazcan ahora —repitió la matrona—. Puede que te manden a casa después de examinarte, con instrucciones de que descanses más y vuelvas en enero.


Pedro reprimió un gemido y comenzó a caminar de un lado a otro, alterado, tratando de ocultar las lágrimas. Deseaba con toda el alma que aquello fuera una falsa alarma. Era inconcebible que Paula pudiera dar a luz sin problemas, sana y salva, tan pronto. El peso de los gemelos, de todos modos, siempre estaría un poco por debajo de lo normal, pero si eran prematuros...


Los ojos de Pedro se llenaron de lágrimas, que trató de reprimir. Ella lo necesitaba. Debía estar pasando un infierno. 


Aterrorizado, tomó su mano y se esforzó por sonreír.


—Tengo que insistir en una cosa —dijo acercándose solemne, guiñándole un ojo—. Bajo ninguna circunstancia estoy dispuesto a que un hijo mío se llame Guy, solo por el hecho de que haya nacido el día de Bonfire Night. Ni Catherine Wheel. ¿De acuerdo?


—De acuerdo —sonrió con debilidad Paula, apretando tanto la mano de Pedro que le hizo daño—. Escocia es un bonito lugar para nacer, un escenario encantador.


—Sí —convino él animándola—. En mi opinión, yo no sabría cuál lugar elegir. La isla de Wight resulta muy atractiva... aunque Birmingham es perfecto para ir de compras...


—¡Oh, Pedro! ¿por qué no podemos quedarnos aquí? —preguntó Paula cerrando los ojos, llenos de lágrimas—. ¡Escocia está tan lejos...!


—¡Portsmouth! —anunció la recepcionista—. ¡Ya!


Paula se dejó llevar, tumbada en una camilla, atravesando urgencias hasta la ambulancia. El viento soplaba con tanta fuerza que parecía querer evitar que Pedro subiera al vehículo tras ella. Y la lluvia, torrencial, dificultaba la conducción.


Los enfermeros, preocupados por una posible riada, encendieron la sirena y la luz azul de emergencia. Tardaron en llegar a Portsmouth una tercera parte de lo que hubiera sido normal. Un médico los acompañaba por si Paula daba a luz antes de llegar al hospital. Los enfermeros no dejaron de bromear, tratando de tranquilizarlos:
—Las azafatas les servirán la comida y copas gratis —anunció un enfermero, sonriendo. Poco después continuó—: Les habla el capitán. Volamos a cinco mil pies de altura, a una velocidad de... ah... Sí, será mejor no mencionar eso, no vaya a ser que nos pille la policía. Si miran a su derecha, verán París. A la izquierda, Tombuctú. Hora aproximada de llegada...


Paula y Pedro trataron de sonreír. Cualquier cosa, antes que gritar y llorar. Al llegar al hospital los recibió una matrona con tal naturalidad, que parecía como si todos los días ocurriera algo así. Luego le dieron a ella más medicamentos para parar las contracciones. Por suerte, se quedó dormida.


Pero Pedro no pudo dormir. Inquieto, llamó a los padres de Paula y les contó lo sucedido, tratando de restarle importancia. Eran las dos de la madrugada. Después caminó incansable por la sala, bendiciendo la máquina de café.


Aquella mañana Paula fue examinada de nuevo. Pedro se sentía impotente. ¿Qué podía hacer, excepto tomarla de la mano y tratar de tranquilizarla, diciéndole que todo iría bien?


Ni siquiera estaba seguro de que fuera así. En realidad, ninguno de los dos lo creía.


—Bien —anunció el médico una hora más tarde—, tus hijos se niegan a obedecer. Están decididos a nacer antes de la Navidad, para ver el Año Nuevo. Vienen de camino, Paula. Nacerán esta noche.


—¡Esta noche! —exclamó ella.


Pedro rodeó a Paula con el brazo. Ella ocultó el rostro en él. 


El peligro los unía, pensó Pedro sujetándola con fuerza, temeroso de perderla, aferrándose a aquellos minutos juntos.


—Así es —confirmó el médico—. Esperaremos a que las contracciones sean más fuertes. Así podrás prepararte para la cesárea. Te haremos un corte bonito, de manera que puedas ponerte bikini.


—¡Vaya esperanza! ¡Jamás volveré a ponerme uno!


—Te lo pondrás, y apuesto a que estarás fantástica —bromeó el doctor—. ¿Verdad, Pedro?


—De primera.


—¿Lo ves? —rió el médico, satisfecho—. Lo sabía. No te preocupes por nada, Paula, preciosa. Te despertarás y todo habrá terminado.


—¿Preciosa? Pues si es tan fácil, ¿por qué no tienes a los gemelos tú?


—Tranquila, no te preocupes. De verdad —la serenó el médico.


—¿Y los gemelos?, ¿es peligroso para ellos? —preguntó Paula.


—Serán muy pequeños y necesitarán muchos cuidados, pero hemos hecho esto cientos de veces antes. No te preocupes, relájate. Descansa todo lo que puedas. Pedro, la enfermera te llevará a una sala de espera.


—¡No, no quiero abandonar a mi mujer!


—Pero ella necesita descansar —aseguró el médico—. De momento, no va a pasar nada.


—¿Qué dices tú, Paula?


—Estoy cansada —admitió ella—. Me encantaría dormir.


—Entonces, ¿no se la llevarán?


—No, aún falta mucho —aseguró el médico—. Deja que duerma.


Pedro estaba demasiado cansado como para discutir, y comprendía que Paula necesitaba dormir. Sabía que no podía hacer nada por ella, excepto comunicarle su ansiedad. 


Sin embargo le costó soltarle la mano. Antes de cerrar la puerta, él se volvió hacia Paula. Ella había cerrado los ojos. 


De pronto se sintió solo, excluido. Ella y los niños se tenían los unos a los otros, estaban unidos físicamente por un lazo mucho más fuerte de lo que él pudiera nunca crear. Ella y los niños atravesarían juntos aquel momento, mientras él se sentaba solo a esperar, lleno de ansiedad.


La enfermera tosió con discreción, y Pedro la siguió en dirección a la unidad infantil. Había dos incubadoras vacías.


Él las observó, imaginando a sus hijos allí. De pronto, fue más consciente de la situación y la emoción lo embargó. La enfermera trató de tranquilizarlo, pero él apenas la oyó. 


Paula sufriría una cesárea, y sus hijos nacerían tan pequeños y poco desarrollados que tendrían que quedarse en la incubadora, enchufados a miles de aparatos escalofriantes. Como en Star Trek.


—Hay una enfermera por cada incubadora y varios médicos para todo el departamento. Después de pasar por la unidad de cuidados intensivos, los trasladaremos a maternidad sin desconectarlos. Le enseñaremos a su mujer el vídeo para que pueda...


—¡Dios mío! —respiró Pedro, atónito, observando compasivo a un bebé en una incubadora—. ¿Cuánto tiempo tiene ese... ese crío?


—Un día —contestó la enfermera—. Pesa kilo y medio, pero está bien. Es niña. Los hemos tenido más pequeños. Aquí hacemos milagros, Pedro.


—¿Milagros?, ¿con doce semanas de embarazo menos de lo previsto?


—Sí, incluso con menos. Confía en mí.


—No tengo elección, ¿verdad?


Pedro deseó gritar. En lugar de ello apretó los dientes y volvió con Paula para ver con ella el vídeo. Cuando ella gritó, al ver aquellos diminutos bebés, él sintió que el pecho se le contraía. Los bebés irían a una incubadora que controlaría el funcionamiento de sus corazones, pulmones, y sus temperaturas. Serían alimentados vía intravenosa, y quizá necesitaran una mascarilla de oxígeno. Eso, si vivían. Era aterrador.


—Es muy tranquilo el departamento infantil —explicó Pedro tratando de calmarla—. Se puede visitar siempre que se quiera. La gente lleva cámaras de fotos, podemos estar con ellos cuanto queramos...


—Si viven —musitó Paula repitiendo en voz alta lo que él pensaba.


Si Paula vivía, reflexionó Pedro. El miedo lo tenía paralizado.


—Estarán bien, ya lo verás. Los médicos han hecho esto muchas veces —la animó él.


—¡Pero yo no! ¡Ni los niños!


—¡Paula! —exclamó Pedro—. A veces es necesario confiar en los demás. Tienes que olvidar tu miedo y basar tu juicio en lo que sabes acerca de esas personas.


—¿Confías tú?


—Por supuesto —aseguró él—. Tienen los mejores equipos, tienen experiencia, han sacado adelante a otros bebés, incluso más pequeños.


—Entonces... —comentó ella pensativa—... ¿quieres decir que debemos confiar en ellos si sabemos que otras veces han hecho las cosas bien?


—Claro.



—Pero no siempre salen las cosas bien —objetó Paula.


—Son expertos. Tenemos que ponernos en sus manos.


Para alivio de Pedro, ella pareció calmarse. El día se les hizo largo. Al atardecer, de pronto Paula gritó agarrándose el abdomen. La comadrona se acercó a examinarla.


—¡Pedro, que pare! ¡No puedo soportar más este dolor! —gritó Paula, desesperada.


—Ojalá pudiera pararlo.


—Bien, lista para el quirófano —anunció la comadrona—. Vamos a la silla de ruedas. Venga, papá. No te quedes ahí, clavado al suelo. Ha llegado el momento.


—¡Quédate conmigo, Pedro! —gritó ella, aterrada.


—¡Estoy contigo! —contestó él.


Sentía pánico, y a cada segundo que pasaba era peor. Pedro siempre había creído que los bebés nacían en un abrir y cerrar de ojos. Unos cuantos gritos y ahí estaban. Jamás nadie le había mostrado lo que significaba aquella devastadora espera. Ni jamás había estado nunca tan asustado.


—Todo listo —anunció el médico de pronto, tras examinar a Paula—. Puedes venir con nosotros, Pedro, pero no puedes entrar en el quirófano. Vamos a hacerle a Paula una cesárea con anestesia general. Pero tranquilo, serás padre antes de lo que crees. ¿Va todo bien, mamá?


—¡No! —gritó ella—. ¡Por supuesto que no! ¡Quiero ver nacer a mis hijos!


—Imposible, no se encuentran en la posición correcta. Están los dos atravesados, en lugar de cabeza arriba o cabeza abajo. La próxima vez, quizá —sonrió el doctor.


—¡No habrá próxima vez! —gritó Paula haciendo reír a las enfermeras.


—Agárrate a mi mano y aprieta como si quisieras romperme los huesos —sugirió Pedro.


—¡Qué tontería!


—¿Sí? Pues era lo que estabas haciendo —aseguró él.


—¿En serio? Lo siento.


—No importa —susurró Pedro—, ¡Ah!, y dile a los médicos que vuelvan a meter a los niños en su sitio si no son tan guapos como tú.


—¡Pedro! —rió ella, echándose a llorar.


Él no pudo pronunciar una palabra más. Tenía muchas cosas que decirle a Paula, pero se sentía incapaz. Aquella era su oportunidad para aclarar la situación, para demostrarle lo que sentía. Porque era posible que ella muriera.





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