sábado, 20 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 11






Pedro se levantó temprano el domingo por la mañana y fue a correr los siete kilómetros que recorría cada día. Se dio una ducha y desayunó con rapidez.


Solo. Como a él le gustaba.


Solo todo era más sencillo. Estar solo quería decir que nada más tendría que preocuparse de sí mismo. Solo quería decir que hacía las cosas como quería y cuando quería.


Estar solo era un hábito. Sabía lo que eso decía de él. Por lo menos sabía lo que su madre pensaba que eso decía de él.


Desde luego, sabía a ciencia cierta lo que las mujeres que pasaban por su vida entenderían de él; todas lo habían tenido muy claro cuando habían ido de camino a la puerta.


Era un hombre egoísta, un hombre que no sentía, un robot.


Una vez había habido una mujer que sencillamente había intentado matarlo. Ese episodio, que prefería dejar para el recuerdo, tenía mucho que ver con su desagrado por los sitios cerrados y oscuros. Pero no quería entrar en eso.


Y sin duda sería un poco egoísta, pero estaba seguro de que sentía cosas, mucho más de lo que le hubiera gustado. En cuanto a ser un robot… ¿Habría respondido un robot al cuerpo suave y entregado de Paula o a esos labios ávidos? 


Seguramente no.


De acuerdo. Entonces estaba claro.


Pasó el resto del fin de semana solo, y si le dio por pensar en Paula, si le dio por preguntarse cómo le iría, se dijo que era por una preocupación normal. Se había preocupado del mismo modo de cualquier persona que se viera obligada a enfrentarse a un trauma parecido.


No era nada personal. Por eso mismo no tenía idea de por qué de noche sus sueños eran tan vívidos: sueños obsesivos que no lograba recordar por la mañana.


O tal vez no quisiera recordar nada.


Su padre lo llamó por teléfono y de nuevo le dio las gracias por ayudar a Paula. Pero cuando Pedro recapacitó se dio cuenta de que no la había ayudado tanto. Todo lo que había hecho había sido por él mismo: meterse por el hueco del ático, inmovilizar a sus secuestradores, besar a Pau. Eso lo había hecho por él, sin lugar a dudas. Ella le había trastornado la mente y los sentidos. Suponía que debía alegrarse de que no hubiera ido a más, porque así le habría resultado mucho más difícil enfrentarse a ello en ese momento.








viernes, 19 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 10





Paula regresó a su pequeño apartamento. No quería pensar en nada. No quería acordarse de cómo se había enfrentado a esos ladrones o de su encuentro con Pedro. Y no quería pensar en lo que había hecho con él, porque haber deseado de aquel modo, con tanta rapidez, con tanto… ardor resultaba perturbador a la luz del día.


Como estaba cerca del centro de Los Ángeles, tenía unas vistas maravillosas de la ciudad, con los Montes Crest al norte.


Aparcó en la plaza cubierta que había adquirido y se alegró de que fuera cubierta. A las diez de la mañana, hacía ya un sol de justicia.


Salió de su Volkswagen, pero en lugar de ver su apartamento vio la casa de Eduardo. Pensó en Pedro a la puerta de la casa de su padre, con el cabello negro brillándole al sol y su expresión seria. Se había mostrado relajado y seguro de sí mismo, aunque ella sabía muy bien que no había estado relajado en absoluto.


Ni siquiera se habían dicho adiós.


El edificio donde estaba su apartamento era de ladrillo rojo con el borde en blanco, y como estaban en primavera las plantas del patio habían florecido. Como su hermana Carolina era la encargada de arreglar el jardín y aún no había pasado el cortacésped, Paula cruzó el pequeño espacio con la hierba rozándole los tobillos.


Suspiró y metió la mano en el bolso para sacar las llaves.


Todo parecía tan normal allí, tan tranquilo, que le costaba creer lo que le había pasado en las últimas veinticuatro horas.


Su hermana asomó la cabeza por la puerta del apartamento 1B tan repentinamente, que a Paula se le cayeron las llaves al suelo.


—¿No te acordabas de mi número de teléfono? —le preguntó Carolina con mucha educación mientras se echaba hacia atrás la melena rubio oscuro.


Caramba, parecía que la reina de los Chaves estaba enfadada.


—No, no se me olvidó tu número.


Unos ojos como los suyos la miraron con fastidio, y Paula suspiró.


—Entonces a lo mejor un tipo guapísimo te ha hecho un encantamiento y te ha tenido prisionera toda la noche —le sugirió—. A lo mejor por eso no me llamaste para que te hiciera compañía en la mansión de tu jefe.


A Paula se le escapó una risotada histérica.


—Sabes, eso se parece tanto a la realidad, que da miedo. Sólo que…


Abrió la puerta de su apartamento, y no se sorprendió cuando su hermana la siguió al interior.


Su hermana siempre entraba sin ser invitada, se comía sus helados sin que ella le diera permiso y no dejaba de decirle a Paula lo equivocada que estaba sin que esta le pidiera su opinión. Pero de todos modos Paula la quería como era.


Lanzó su bolso y sus llaves al cesto de mimbre del suelo donde dejaba todo lo que no quería perder, se dejó caer en el sofá y suspiró aliviada. Dios, le parecía que hacía años que no estaba en su casa.


—¿Sólo que qué?


—Bueno, es cierto que he estado con un tipo guapísimo, pero no es verdad que me tuviera presa toda la noche. Eso lo hicieron otros cuatro tipos.


Carolina se echó a reír.


Paula no.


Y poco a poco Carolina dejó de sonreír. Se fijó en el vestido de Paula, que estaba algo polvoriento de gatear por el ático de Eduardo.


—Te pusiste eso ayer.


—Sí.


—Tú nunca te pones la misma ropa dos días seguidos.


—No.


—¿Paula, dónde está tu otro zapato?


—Ah, se me olvidó volver por él.


Su apartamento consistía en una habitación muy grande que hacía las veces de cocina, salón y comedor, y en un dormitorio pequeño con cuarto de baño incluido. Como le gustaban los colores brillantes, el sitio estaba lleno de colores, desde el sillón verde y azul hasta la mesa de cocina amarilla y las sillas a juego que ella misma había pintado, y había plantas en cada rincón. Adornaban las paredes las fotografías de Rafael, algunas abstractas, algunas de la familia, y otras de los sitios donde había viajado por todo el mundo. Se sentó en el sofá, se quitó un zapato y levantó los pies.


—Estoy muerta de hambre.


Carolina continuaba mirándola. Se acercó al sofá muy despacio, se sentó cerca de Paula y le tomó la mano.


—Cariño, me estás asustando —dijo Carolina.


—Sé que no te gusta cocinar, pero te juro que haré lo que me pidas si me prepararas unas tostadas y una tortilla o algo así. Me conformo con una tostada de mantequilla de cacahuete con gelatina.


Carolina no se movió.


—¿Estás herida?


—¿Te parece que lo estoy?


—Tienes el vestido rasgado —tocó un roto junto al escote del vestido.


Entonces notó que se le saltaban las lágrimas al ver lo que tenía Paula en el cuello.


—Oh, Dios mío —exclamó Carolina—. Cariño, estás…


—No pasa nada.


—Voy a llamar a la policía.


Paula le agarró la mano y se la llevó a la mejilla.


—Estoy bien, de verdad —le dijo a su hermana.


Con la otra mano, Carolina le retiró a Paula el pelo de la cara.


—¿Estás segura? ¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo.


—Esto es lo peor que ha pasado —dijo, refiriéndose a los moretones—. Te lo prometo.


—Entonces no te han…


—Nadie me ha tocado.


Bueno, nadie que ella no hubiera querido.


—Cuéntamelo todo, maldita sea. Cuéntamelo ahora mismo o llamo a Rafael.


Su hermano era el mayor de los tres e incluso más protector que Carolina. Cuando sus hermanas habían empezado a salir con chicos, a Rafael le había costado mucho acostumbrarse. Al final lo había hecho, pero sólo porque ellas habían fingido que seguían siendo vírgenes.


Si Rafael pensaba que le habían hecho daño, nada lo detendría hasta que consiguiera vengarse.


—Se suponía que tenía que ir a vigilar la casa de Eduardo este fin de semana.


—Sí —dijo su hermana con impaciencia—. La casa de tu jefe en las colinas de La Canada, con todas sus riquezas y obras de arte. ¿Qué pasó, Paula?


—Cuando entré en la casa, interrumpí un robo que se estaba produciendo en ese momento.


Carolina se quedó boquiabierta.


—Oh, Dios mío.


—Antes de que me diera tiempo a salir de la casa, uno de ellos me agarró y me encerró en una habitación para poder terminar lo que habían empezado, que era limpiarle a Eduardo la casa.


Carolina abrazó a su hermana.


—¿Entonces te agarró? —le preguntó Carolina.


—Afortunadamente, lo único que quería era quitarme de en medio. El hijo de Eduardo también había sido encerrado en el mismo cuarto, así que no estuve sola.


—¿Eduardo tiene un hijo? ¿Está bien?


—No es un niño pequeño, es… mayor.


Muy mayor.


—¿Entonces estuvisteis los dos juntos, encerrados en la misma habitación? ¿Toda la noche?


Intentó no hacer ningún movimiento que mostrara su vergüenza, porque sabía que su hermana se daría cuenta enseguida.


—Sí.


—Dime que es un tipo agradable, Paula.


Su hermana parecía tan preocupada, que Paula consiguió esbozar una sonrisa. Y aunque «agradable» no era la palabra adecuada que utilizaría para describir a Pedro Alfonso , le dijo a Carolina que era un chico muy agradable.


Su hermana se quedó mirándola un buen rato.


—Debiste de sentir mucho miedo.


No sabía cómo explicar que con Pedro el miedo había dado paso a otras cosas, como por ejemplo un deseo que conseguía hacer que se sonrojara.


—¿Cómo salisteis?


Menos mal que le hacía una pregunta que podía contestarle.


—Esperamos a que amaneciera, y después salimos por el acceso del ático. El hijo de Eduardo se enfrentó a los malos y llamó a la policía cuando los había reducido.


Carolina la miraba con los ojos como platos.


—¿Y tiene nombre ese hijo de Eduardo?


Pedro —contestó Paula.


—Y se ha portado bien contigo.


—Mucho —dijo sin más.


—Bueno —Carolina volvió a abrazar a Paula—. Quiero darle también un abrazo a él.


—En realidad no creo que le gusten los abrazos —dijo mientras abrazaba también a su hermana—. ¿Sabes lo que quiero más que nada?


—¿El qué, cariño? —dijo Carolina mientras le acariciaba el pelo—. Cualquier cosa. ¿Quieres que vaya a quemarte algo?


Paula se echó a reír y se abrazó más a su hermana.


—Sí. Pero mientras lo haces quiero darme una buena ducha de agua caliente. Voy a sacármelo todo de dentro —se retiró y fue hacia su dormitorio—. Ponme mucha mantequilla en la tostada, ¿de acuerdo? ¿Y puedes intentar hacerme los huevos revueltos? Les puedes añadir un poco de queso…


—Voy a hacerlo ahora mismo.


—Gracias —susurró, a punto de echarse a llorar.


Durante toda su vida había peleado con sus hermanos para que dejaran de verla como la pequeña de la familia, pero en ese momento agradeció todas aquellas atenciones.


Mientras se desnudaba y se metía bajo el chorro de agua caliente, casi llorando de gratitud al sentir aquel bienestar en su cuerpo dolorido y lleno de cardenales, se preguntó qué estaría haciendo Pedro en ese momento.


Aquel hombre tenía una actitud muy reservada. Dudaba de que alguna vez permitiera que alguien lo consolara y mimara… ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Estaría solo? ¿Atemorizado? ¿Deseoso de que lo consolaran?


¿Se sentiría solo tal vez?


Entonces se rió de sí misma. Le daba la impresión de que a aquel hombre le gustaba estar solo, y mucho. No se mostraría jamás lo suficientemente débil como para necesitar el consuelo de nadie.


Su hermana llamó con los nudillos a la puerta del baño y la abrió.


—Te he traído un té calentito —le dijo Carolina.


—Gracias.


Un té caliente. Debería tomarse eso e irse a la cama. Pero no pensaba que pudiera dormir con todo lo que tenía en la cabeza.


—Voy a dejarlo aquí sobre la encimera —le dijo la hermana—. ¿Estás bien?


—Sí.


—¿Has terminado?


Paula suspiró y asomó la cabeza por entre las cortinas de la ducha.


—Lo has llamado, ¿verdad?


Carolina le pasó a Paula el teléfono inalámbrico.


—Eh, hermano —le dijo Paula.


—Dime que estás bien.


Al oír la voz de Rafael, una voz profunda y ronca cargada de preocupación, sintió un ahogo en la garganta.


—Paula, escucha. Estoy en París haciendo una sesión fotográfica, pero voy a tomar el primer avión que pueda y…


—No —respondió ella llorando y riéndose al mismo tiempo—. Estoy bien, te lo prometo.


—A mí no me parece que estés bien.


—Ha sido al oír tu voz —dijo ella—. Te he oído y… te echo de menos. Pero no estoy herida; sólo cansada y hambrienta.


—Tú siempre tienes hambre.


—Sí, así que ya sabes que entonces estoy bien.


Rafael suspiró.


—Prométemelo. Prométeme que no estás mintiendo para que no vuelva a casa antes de tiempo.


—Te lo prometo —dijo Paula.


—Voy a llamarte esta noche.


—Y seguramente cada día hasta que vuelvas —se burló Paula, aunque gracias a ello se sentía algo mejor sólo de hablar con el hermano que se había pasado toda una vida haciéndole sentirse mejor.


—Lo sabes —dijo él—. ¿Y… Paula? Ya sabes que Carolina va a estar pendiente de ti, ¿verdad?


—¿Y acaso no es lo que hace siempre? —los dos hermanos se echaron a reír, y entonces Rafael se puso serio—. Cuídate, hermana. Te veré enseguida. Y cuando vuelva, quiero conocer a ese tipo que te ayudó.


—Te quiero —dijo Paula, evitando el tema de Pedro, y cuando colgó, se dio cuenta de que la sensación de paz que le había proporcionado la ducha la había desbaratado el comentario acerca de Pedro.


Besaba de maravilla.


Ese pensamiento surgió de pronto sin saber de dónde. 


Carolina salió del baño y Paula empezó a secarse mientras pensaba en todo lo que había pasado. A su hermana le había omitido convenientemente esa parte de la historia.


Ella había provocado el beso. Los besos, más bien. Casi le había rogado para que se los diera. Y el que hubiera cedido en lugar de mostrarse duro y distante le servía a Paula de poco consuelo.


Detestaba haberse mostrado débil y candorosa con él, haber necesitado su consuelo para empezar; pero había ocurrido, y ella ya no podía cambiar lo que había pasado. Así que habían hecho bien cuando había llegado la policía. Se habían ido cada uno por su lado sin decirse nada.


Suspiró mientras tiraba la toalla a un lado y se preparaba a continuar con su vida, segura en el conocimiento de que podría soportar cualquier cosa, incluso que la secuestraran.


O incluso que la besara y la tocara un hombre que inexplicablemente la había atraído de aquel modo; un hombre salvaje y duro al que no volvería a ver.


Y mejor que mejor, la verdad. Estaba bien segura de que cualquier día normal jamás se sentiría atraída por un hombre como Pedro Alfonso. Jamás.








EN SU CAMA: CAPITULO 9





Cuando Pedro llegó por fin a casa, a la casa que tenía en lo alto de un promontorio en South Pasadena, donde tenía unas vistas magníficas y donde nadie podía verlo, se desnudó, esa vez del todo, se dio una ducha caliente, comió un poco y se metió en la cama, presionando el botón de play al pasar por delante de su contestador automático.


Pedro.


Desnudo, Pedro se paró en medio de su dormitorio y miró hacia el contestador.


—Acabo de recibir una llamada de la policía.


Era su padre, por supuesto. ¿Qué propio de él no molestarse en identificarse primero?


—¿De verdad dejaron la casa hecha un asco, por amor de Dios? Espero que consiguieras salvar mi Beemer, y que no se lo llevaran por ahí —dijo Eduardo en voz baja, riendo con suavidad.


Así era Eduardo. Todo era una broma enorme, incluida la vida.


—Ah, me he enterado de que te ocupaste de Paula. Es especial, ¿verdad? Una niña tan dulce…


Pedro reconocía que lo de dulce era cierto. Dulce… y caliente. Él seguía ardiendo después de su último encuentro.


¿Pero niña? No tenía idea por qué a él no se le había ocurrido pensar eso de Paula.


—Me alegra que estuvieras allí para ayudarla.


¿Seguiría estando Eduardo igual de contento si hubiera visto cómo Pedro había estado a punto de devorarla en la cama de uno de los sirvientes? ¿O en la cocina, allí pegada a la pared, metiéndole las manos por debajo de la camisa? Sólo de pensar en ese momento se ponía otra vez a cien. Si la policía no hubiera llegado entonces…


—Es la mejor trabajadora eventual que he tenido —le estaba diciendo Eduardo—. En fin, quería decirte que vuelvo a casa mañana temprano.


Santo cielo, Eduardo iba a tomarse aquello en serio e iba a dejar la diversión para regresar. Sorprendente.


—Bueno, hijo, sólo quería darte las gracias —añadió Eduardo.


Pedro no quería que le diera las gracias. Sólo que lo dejaran en paz.


—Significa mucho para mí que me cuidaras de ese modo —dijo Eduardo.


Sí, como lo había hecho él, claro. Tumbado en su cama, Pedro se fijó en las vigas de madera del techo de su habitación, deseando poder bajar el volumen del contestador.


—No lo hice por ti —le dijo al aparato, como si Eduardo pudiera oírlo.


—Me alegro mucho de que estuvieras allí —continuó su padre—. Paula es una de mis empleadas favoritas.


Eso era una tontería. Los dos sabían muy bien que si las empleadas eran mujeres, todas eran sus favoritas.


—Llámame. Tienes mi móvil.


Pedro cerró los ojos. Quería dormirse; hacía mucho que se había enseñado a dejar la mente en blanco para dormir. Sólo que ese día no era capaz de dejar la mente en blanco y el sueño lo evitaba.


En lugar de eso veía unos ojos verde musgo y unos labios que sabían a gloria… Pero sólo cuando lo besaban, no cuando hablaban.







EN SU CAMA: CAPITULO 8





Allí de pie delante de la puerta de la casa de Eduardo, Paula observaba cómo terminaba de amanecer. Pedro, rodeado de oficiales de policía, contestó a todas las preguntas posibles. Sí, era el hijo de Eduardo Alfonso. Sí, Eduardo sabía que iba a ir a su casa porque le había dejado una nota a Pedro; una de las muchas en los pasados diez años desde que había decidido que quería recuperar a su hijo. No, la nota no le había pedido que fuera específicamente la noche pasada, simplemente que quería hablar.


Últimamente a Eduardo le había dado por querer hablar. 


Había madurado, él mismo no dejaba de decirlo. También decía que Pedro debía aceptar que eran una familia, padre e hijo. Para demostrarlo, no dejaba de irrumpir en la vida de su hijo con cara sonriente y la cartera llena de billetes, porque no le importaba comprar el cariño de su hijo si era necesario. 


Quería que Pedro fuera a ver a los Lakers con él, quería que Pedro se montara en un avión para acompañarlo a los Barbados, quería… Quería tantas cosas, que Pedro no sabía cómo asimilarlo.


Había aceptado a las empleadas eventuales que Eduardo le había enviado de su agencia cuando la gerente de la empresa de contabilidad de Pedro había necesitado ayuda extra; que era lo que solía pasar.


Le había dicho al oficial de policía que no conocía los hábitos de su padre lo suficiente como para saber si aquellos ladrones lo habían estado observando o no. No conocía a los enemigos de Eduardo, sólo que, dadas sus distintas empresas y el éxito que tenían, estaba seguro de que los tenía. Y no, no tenía ni idea de por qué Eduardo le había enviado una nota cuando había planeado salir de la ciudad.


Como ya había dicho, cuando se trataba de la vida de su padre, sabía muy poco.


La policía sacó a los cuatro tipos de la casa y los metió en dos coches.


A Paula, que en ese momento asentía vigorosamente, la estaba interrogando una mujer policía. Entonces señaló a Pedro, y continuó mirándolo con una expresión que cambió considerablemente cuando vio que él la miraba. En un momento pasó de estar tranquila a estar sofocada y nerviosa.


Podría haber estado pensando en cualquier cosa, pero Pedro supuso que había dos cosas particularmente que podrían haberle causado esa expresión… Dos besos.


Él también había perdido la cabeza cuando la había besado, y si era sincero consigo mismo, lo cual era una práctica común en él, el beso había ido más allá de lo superficial.


En algún momento en la oscuridad de la noche le había enseñado a Paula una parte de sí mismo que normalmente le gustaba reservarse.


Una cosa que su trabajo le había enseñado siempre, primero en la Armada y después en la CIA, era lo importante que resultaba mantener al verdadero Pedro bien oculto donde nadie pudiera tocarlo; ni un superior, ni el enemigo, ni nadie.


Paula, lo supiera o no, había visto parte del hombre que Pedro no había querido mostrar durante años. O más bien que nunca había mostrado. Sin duda había abrazado, besado y acariciado a muchas mujeres, pero ninguna tan inocente como ella. Y ninguna le había dejado por la mañana con esa vaga sensación de querer más.


Pero era el lugar equivocado, el momento equivocado, y ella, la mujer equivocada.


Bueno, tal vez las dos primeras cosas fueran ciertas, pero la tercera… En realidad algo le decía que ella era la mujer ideal. Y por esa misma razón tenía que largarse de allí.


Ella lo miraba y continuaba hablando. ¿Qué diablos podría tener que decir que pudiera tardar tanto? Con los ojos ligeramente cerrados observaba a Pedro, que la miraba con cierto recelo.


Tal vez le apeteciera tan poco como a él, aquel cara a cara en pleno día; en realidad, parecía bastante avergonzada.


¿Sería por lo que habían hecho o por otra cosa? ¿Porque habían estado juntos una noche? Podrían tomar cada uno su camino y olvidarse de aquella noche infernal. Él se marcharía a su despacho y ella a… adondequiera que tuviera que ir.


Y eso era algo muy bueno. Muy, muy bueno.






jueves, 18 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 7



Cuando Paula conocía un camino mejor, no se le daba demasiado bien seguir las direcciones de otras personas. 


Entendía que Pedro quisiera ir solo para no tener que preocuparse por ella mientras bajaba de nuevo a la casa e intentaba encontrar el modo de ponerlos a salvo a los dos.


Eso lo había entendido.


Y sabía que jamás olvidaría a Pedro avanzando por el ático. 


Ni con miedo ni con nerviosismo, a pesar de su aversión a la oscuridad. Aquel hombre no se echaba atrás. Y no se había puesto sencillamente a caminar a gatas. Había avanzado como un felino que fuera a saltar sobre su presa.


Se le ocurrió, y no por primera vez, que en ciertas circunstancias Pedro Alfonso podría ser un hombre peligroso; cosa que en realidad sólo le importaría si sintiera una atracción hacia aquel hombre. Lo malo era que ese hombre le gustaba, y eso resultaba tan turbador como oír un ruido en la oscuridad.


Seguramente sería sólo un ratón; pero a ella le daban miedo los ratones. Aun así, continuó hasta la trampilla que accedía al ático de la habitación donde habían pasado la noche. Se asomó por el hueco y fijó la vista en el camastro donde habían estado tumbados.


Fue entonces cuando se equivocó.


Empezó a pensar, demasiado tal vez. A obsesionarse con lo que podría estar pasándole a Pedro en ese mismo momento. Estaba claro que creía que era invencible, que pensaba que podía con todo.


Pero, a pesar de su actitud dura, no era más que un contable. ¿Y si no lo conseguía? ¿Y si lo pillaban esa vez? ¿Y si esa vez lo mataban?


Cuando notó que empezaba a temblar otra vez se dijo que Pedro podía ocuparse de sí mismo. Jamás había conocido a nadie más capaz de cuidarse solo.


Después de todo, tenía una pistola. O al menos la había tenido antes de que se la quitaran. ¿Qué clase de contable llevaba pistola?


Se dijo que no debía ser una estúpida; que debía bajar de nuevo al cuarto y quedarse allí como una niña buena.


Acababa de echar una pierna por el hueco cuando oyó un ruido en la habitación que le dejó helada. El corazón empezó a latirle muy deprisa, y permaneció lo más quieta posible mientras temblaba como una hoja. De pronto le zumbaban los oídos y dejó de oír.


¿Y si había alguien allí abajo esperándola?


De pronto la idea tonta de volver junto a Pedro se le antojó de lo más inteligente.


Una vez tomada la decisión, se dio la vuelta con mucho cuidado, pero aun así lo hizo tan deprisa que se le cayó un zapato por el hueco que daba a la habitación en
penumbra. Paula se encogió de hombros con expresión fatalista. Si en todo aquello conseguía perder nada más que un zapato, podía alegrarse.


Avanzar a gatas hasta donde había dejado a Pedro no era tarea fácil. Siguió religiosamente el camino que habían tomado antes mientras se iba imaginando lo que podría estar pasándole a Pedro.


Gateó más deprisa. Cuando llegó a la mitad del camino, se detuvo para escuchar, pero todo estaba en silencio. Lo más silenciosamente posible y aguantando la respiración, continuó pasado el punto donde había dejado a Pedro. Vio un panel de acceso un poco más adelante, pero seguía sin oír señales de vida. Cuando llegó al panel, vio que era el lugar por donde Pedro había accedido. Había retirado la cubierta, dejando a la vista lo que parecía un limpísimo cuarto de baño de invitados.


Después de la noche que había pasado necesitaba utilizar el baño más que nada. Asomó la cabeza mientras le sonaban las tripas. Sí, era un baño. Varió de posición y metió los pies, pensando que, si podía agarrarse bien al borde, podría bajar todo el cuerpo y amortiguar la caída.


Se deslizó por la abertura y se quedó colgada de las puntas de los dedos, rezando para que de verdad no hubiera nadie más en aquel baño, porque de otro modo estarían presenciando lo mona que resultaba en aquella postura.


Volvió la cabeza para echar una última mirada, sabiendo que estaba a punto de caerse, y vio que había una buena distancia desde la trampilla hasta el suelo.


Cuando cayó se encogió un momento, pero enseguida se puso de pie y echó una mirada a su alrededor por si no estaba sola. No se había roto ningún hueso, tan sólo le dolía un poco el trasero. Le faltaba un zapato, pero eso no era importante. Echó una mirada rápida en busca de un objeto contundente. Lo único que le sirvió fue un bonito candelabro de plata oscura al que retiró la vela color beis para blandirlo con más facilidad. Se alegró al notar que el candelabro pesaba bastante.


Lo que no le alegró fue la sensación de náusea que sintió en el estómago. ¿Cuántas veces había intentado su hermano mayor enseñarle defensa personal? ¿Cuántas veces había terminado en una alfombra en el suelo, muerta de la risa, con Rafael frustrado de nuevo porque ella no se lo tomaba en serio? En ese momento no se reía; en realidad deseaba con todas sus fuerzas que su hermano hubiera estado allí para ayudarla.


Se acercó hacia la puerta de puntillas, abrió una rendija y se asomó. Nada. Salió del cuarto de baño, con el candelabro en la mano delante de ella como si supiera lo que hacía.
Más adelante vio un enorme salón y más allá una cocina. Entonces, vio un movimiento allí y se pegó totalmente a la pared, tan nerviosa que apenas podía respirar.


Con el pulso acelerado Paula avanzó hacia el vano que accedía al salón. No había nadie. Entonces avanzó hacia la cristalera de puertas correderas.


Al otro lado, en el centro de la cocina, apareció de pronto Pedro. Pero en ese momento se agachó, desapareciendo momentáneamente de su vista, y cuando se incorporó tenía una pistola en la mano.


A Paula se le escapó un gemido entrecortado y, pistola en mano, él se dio la vuelta. Por un momento, sólo vio el cañón apuntándola. Antes de que le diera tiempo a pestañear, se plantó delante de ella y la sacó a empujones del salón para llevarla a un rincón de la cocina. Esos ojos azules penetrantes la miraron como exigiéndole una respuesta, pero cuando ella abrió la boca, él se la tapó con la mano, justo en el mismo momento en el que el hombretón que la había atacado aparecía por la puerta de la cocina con los mismos pantalones y la misma sudadera sucia con que lo había visto el día anterior.


Cuando los vio, alzó un cuchillo para atacarlos. Pedro la empujó a ella hacia el suelo y le dio una patada al tipo en la mano que blandía el cuchillo, lanzándoselo lejos con suma facilidad, para darle otra patada bien colocada en el estómago.


El tipo se dobló y cayó de rodillas, y empezó a abrir y a cerrar la boca como un pescado fuera del agua antes de desplomarse en el suelo.


Pedro se plantó de pie al lado de él.


—¿Qué es lo que buscáis? —le preguntó Pedro.


El tipo le mandó a hacer gárgaras, y Pedro se agachó, lo agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás muy despacio; después, lo soltó y dejó que la cabeza le golpeara el suelo.


Y dado el grito que soltó el tipo, debió de dolerle.


—¿Qué es lo que queréis? —le preguntó Pedro de nuevo.


—Sólo íbamos a desordenar un poco la casa, eso es todo.


—¿Por qué?


El tipo vaciló demasiado para el impaciente de Pedro, y recibió otro golpe contra el suelo.


—¡Ay! ¡Basta!


—¡Entonces habla!


—De acuerdo, mira, nos contrataron para robarle la casa y para desordenársela. Eso es todo.


Pedro no parecía impresionado.


—Sigue hablando.


—Pero como nos enteramos de que no iba a estar el fin de semana la dejaríamos hecha una porquería, pero con estilo.


—¿Quién os paga?


El chico cerró los ojos.


—No lo sé.


Pedro se puso de pie, y el tipo sacó el pie para que se tropezara.


Paula gritó y se acercó, pero Pedro no necesitaba su ayuda. Dio una especie de patada de kárate que golpeó al otro en la garganta y el tipo cayó inconsciente al suelo.


Entonces, Pedro lo ató hábilmente con una cuerda que había sobre la encimera de granito.


—¿De dónde has sacado esa cuerda? —le susurró ella.


—De nuestros secuestradores —respondió mientras terminaba de atarlo, y cuando lo hizo, miró a Paula e hizo un movimiento breve de cabeza—. Me alegra saber que sabes obedecer órdenes.


—Yo…


Sorprendida por lo que acababa de ver, Paula se quedó mirándolo de hito en hito. Él soltó aquel suspiro largo y contenido que ella parecía provocar en él.


—Se acabó —dijo él.


—¿El qué?


—Tengo a los cuatro —le dijo con calma—. Llama a la policía.


Paula fue a ponerse de pie pero las piernas no le funcionaban. Desde donde estaba vio a dos hombres atados también y amordazados al otro lado de la isleta que había en el centro de la cocina.


—El cuarto está en el vestíbulo, atado igual que estos tres —entró en la cocina, descolgó el teléfono que había en la pared y negó con la cabeza. Disgustado—. Han cortado la línea. Vamos…


Le tomó la mano y tiró de ella para levantarla. Por un momento, un momento de debilidad, ella le puso las manos en los pectorales desnudos, pero consiguió resistirse al deseo de inclinar la cabeza y apoyársela sobre el pecho en busca de consuelo, porque acababa de darse cuenta de algo que le resultaba más que un poco turbador.


Pedro Alfonso no se escondía tras una superficie dura, brusca y nerviosa. Era así por dentro y por fuera.


Allí de pie, con los malos a sus pies, miró a su alrededor. Y lo hizo tranquilamente.


—Necesito mi móvil —le dijo él—. Quédate aquí.


La dejó allí un momento y volvió con un montón de ropa que dejó caer y que empezó a ponerse. Se vistió con una camiseta negra, unos vaqueros negros, de los cuales sacó un móvil con el que llamó a la policía, mientras se calzaba unas zapatillas de deporte también negras.


Mientras hablaba por teléfono se guardó su pistola, que había recuperado de uno de los tipos, en la cinturilla del pantalón. Paula intentó no pensar en eso, en que llevaba una pistola, pero había poco más que hacer. Oyó una risilla medio histérica y se sorprendió al ver que salía de ella.


—Eh —apagó el teléfono y la miró, totalmente vestido ya.
¿Cómo era posible que vestido pareciera tan peligroso?
—¿Estás bien?


Paula fue a asentir, pero entonces negó con la cabeza. Turbada por los acontecimientos de la noche entera, hizo lo que llevaba un rato queriendo hacer; apoyó la cabeza en su pecho y se abrazó a él con todas sus fuerzas.


—Pau…


Alzó la cabeza.


—Lo siento —dijo ella—. Sólo necesitaba… —sus bocas estaban a unos centímetros la una de la otra; lo miró y pensó en lo guapo que era—. Necesito que me abraces.


Él la rodeó con sus brazos.


—Gracias —dijo Paula mientras sentía la calidez de sus brazos.


Estaba tan cerca de ella, que Paula sentía su calor.Pedro la hacía sentirse tan segura de sí misma que a su lado conseguía olvidarse del miedo.


¿Pero qué era lo que de pronto la hizo sentirse tan excitada? ¿El peligro? ¿La sorprendente violencia que Pedro acababa de desplegar delante de ella? Decidió que debía de haber algo malo en ello, pero eso no evitó que se le pusieran los pezones duros ni que percibiera aquella tensión en los muslos.


Tal vez fuera el abrazo en sí. O tal vez no fuera más que la presencia de Pedro, o el hecho de que ya sabía lo bien que besaba, lo deliciosas que eran sus caricias. Pero estar con él la hacía sentirse… miró a los tipos malos, allí atados.


Era cierto. Pedro, a pesar de toda su intensidad, la hacía sentirse segura, de modo que no tenía ni idea alguna de por qué se estremecía.


—Ahora no te asustes.


—No.


Él la miró a la cara, fijando la vista en sus labios. Sus brazos la rodeaban.


—Sigues temblando.


—Creo… creo que el nerviosismo me está afectando.


—¿Qué quieres decir? —le preguntó él.


—Creo… que te deseo. Te deseo mucho.


Él emitió un gemido ronco mientras asomaba a sus ojos una intensidad y un calor…


—Pau…


Le colocó una mano en la nuca y le movió la cabeza despacio. Se rozaron con la punta de la nariz, pero no los labios. Paula, un poco desesperada, un poco como si esa fuera su última oportunidad porque la policía estaba en camino y después todo terminaría, salvó ese espacio mínimo que los separaba y lo besó.


Pensó que tendría que presionarlo para que diera rienda suelta a sus deseos controlados, como le había pasado en el camastro, pero él abrió la boca inmediatamente y la besó con tal ardor, que parecía como si le fuera la vida en ello. 


Ella se perdió en el rumor de sus labios besándose, en la sensación que le proporcionaban las manos de Pedro acariciándole el trasero, apretándola contra su abultada erección.


Paula sólo era capaz de pensar con coherencia que no deseaba que él parara; y como si él le hubiera adivinado el pensamiento, se volvió y la pegó contra la pared, protegiéndola así de las miradas de los hombres que estaban atados en el suelo.


Entonces le deslizó las manos por los pechos y le tocó los pezones hasta que Paula experimentó una sensación que parecía disolverle los huesos. Cuando él se apartó un poco de ella, Paula notó que jadeaba más que cuando se había peleado con los malos.


El hecho de haber sido la causante de esos jadeos le proporcionó un bienestar enorme.


—Vaya… subida de adrenalina.


Él le pasó de nuevo el pulgar por el pezón.


—Sí…


Paula se habría caído al suelo de no haber estado él sujetándola. Necesitaba darse una ducha de agua fría, algo que le devolviera la cordura…


El sonido de una sirena acercándose tuvo un efecto similar.