viernes, 19 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 8





Allí de pie delante de la puerta de la casa de Eduardo, Paula observaba cómo terminaba de amanecer. Pedro, rodeado de oficiales de policía, contestó a todas las preguntas posibles. Sí, era el hijo de Eduardo Alfonso. Sí, Eduardo sabía que iba a ir a su casa porque le había dejado una nota a Pedro; una de las muchas en los pasados diez años desde que había decidido que quería recuperar a su hijo. No, la nota no le había pedido que fuera específicamente la noche pasada, simplemente que quería hablar.


Últimamente a Eduardo le había dado por querer hablar. 


Había madurado, él mismo no dejaba de decirlo. También decía que Pedro debía aceptar que eran una familia, padre e hijo. Para demostrarlo, no dejaba de irrumpir en la vida de su hijo con cara sonriente y la cartera llena de billetes, porque no le importaba comprar el cariño de su hijo si era necesario. 


Quería que Pedro fuera a ver a los Lakers con él, quería que Pedro se montara en un avión para acompañarlo a los Barbados, quería… Quería tantas cosas, que Pedro no sabía cómo asimilarlo.


Había aceptado a las empleadas eventuales que Eduardo le había enviado de su agencia cuando la gerente de la empresa de contabilidad de Pedro había necesitado ayuda extra; que era lo que solía pasar.


Le había dicho al oficial de policía que no conocía los hábitos de su padre lo suficiente como para saber si aquellos ladrones lo habían estado observando o no. No conocía a los enemigos de Eduardo, sólo que, dadas sus distintas empresas y el éxito que tenían, estaba seguro de que los tenía. Y no, no tenía ni idea de por qué Eduardo le había enviado una nota cuando había planeado salir de la ciudad.


Como ya había dicho, cuando se trataba de la vida de su padre, sabía muy poco.


La policía sacó a los cuatro tipos de la casa y los metió en dos coches.


A Paula, que en ese momento asentía vigorosamente, la estaba interrogando una mujer policía. Entonces señaló a Pedro, y continuó mirándolo con una expresión que cambió considerablemente cuando vio que él la miraba. En un momento pasó de estar tranquila a estar sofocada y nerviosa.


Podría haber estado pensando en cualquier cosa, pero Pedro supuso que había dos cosas particularmente que podrían haberle causado esa expresión… Dos besos.


Él también había perdido la cabeza cuando la había besado, y si era sincero consigo mismo, lo cual era una práctica común en él, el beso había ido más allá de lo superficial.


En algún momento en la oscuridad de la noche le había enseñado a Paula una parte de sí mismo que normalmente le gustaba reservarse.


Una cosa que su trabajo le había enseñado siempre, primero en la Armada y después en la CIA, era lo importante que resultaba mantener al verdadero Pedro bien oculto donde nadie pudiera tocarlo; ni un superior, ni el enemigo, ni nadie.


Paula, lo supiera o no, había visto parte del hombre que Pedro no había querido mostrar durante años. O más bien que nunca había mostrado. Sin duda había abrazado, besado y acariciado a muchas mujeres, pero ninguna tan inocente como ella. Y ninguna le había dejado por la mañana con esa vaga sensación de querer más.


Pero era el lugar equivocado, el momento equivocado, y ella, la mujer equivocada.


Bueno, tal vez las dos primeras cosas fueran ciertas, pero la tercera… En realidad algo le decía que ella era la mujer ideal. Y por esa misma razón tenía que largarse de allí.


Ella lo miraba y continuaba hablando. ¿Qué diablos podría tener que decir que pudiera tardar tanto? Con los ojos ligeramente cerrados observaba a Pedro, que la miraba con cierto recelo.


Tal vez le apeteciera tan poco como a él, aquel cara a cara en pleno día; en realidad, parecía bastante avergonzada.


¿Sería por lo que habían hecho o por otra cosa? ¿Porque habían estado juntos una noche? Podrían tomar cada uno su camino y olvidarse de aquella noche infernal. Él se marcharía a su despacho y ella a… adondequiera que tuviera que ir.


Y eso era algo muy bueno. Muy, muy bueno.






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