jueves, 18 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 7



Cuando Paula conocía un camino mejor, no se le daba demasiado bien seguir las direcciones de otras personas. 


Entendía que Pedro quisiera ir solo para no tener que preocuparse por ella mientras bajaba de nuevo a la casa e intentaba encontrar el modo de ponerlos a salvo a los dos.


Eso lo había entendido.


Y sabía que jamás olvidaría a Pedro avanzando por el ático. 


Ni con miedo ni con nerviosismo, a pesar de su aversión a la oscuridad. Aquel hombre no se echaba atrás. Y no se había puesto sencillamente a caminar a gatas. Había avanzado como un felino que fuera a saltar sobre su presa.


Se le ocurrió, y no por primera vez, que en ciertas circunstancias Pedro Alfonso podría ser un hombre peligroso; cosa que en realidad sólo le importaría si sintiera una atracción hacia aquel hombre. Lo malo era que ese hombre le gustaba, y eso resultaba tan turbador como oír un ruido en la oscuridad.


Seguramente sería sólo un ratón; pero a ella le daban miedo los ratones. Aun así, continuó hasta la trampilla que accedía al ático de la habitación donde habían pasado la noche. Se asomó por el hueco y fijó la vista en el camastro donde habían estado tumbados.


Fue entonces cuando se equivocó.


Empezó a pensar, demasiado tal vez. A obsesionarse con lo que podría estar pasándole a Pedro en ese mismo momento. Estaba claro que creía que era invencible, que pensaba que podía con todo.


Pero, a pesar de su actitud dura, no era más que un contable. ¿Y si no lo conseguía? ¿Y si lo pillaban esa vez? ¿Y si esa vez lo mataban?


Cuando notó que empezaba a temblar otra vez se dijo que Pedro podía ocuparse de sí mismo. Jamás había conocido a nadie más capaz de cuidarse solo.


Después de todo, tenía una pistola. O al menos la había tenido antes de que se la quitaran. ¿Qué clase de contable llevaba pistola?


Se dijo que no debía ser una estúpida; que debía bajar de nuevo al cuarto y quedarse allí como una niña buena.


Acababa de echar una pierna por el hueco cuando oyó un ruido en la habitación que le dejó helada. El corazón empezó a latirle muy deprisa, y permaneció lo más quieta posible mientras temblaba como una hoja. De pronto le zumbaban los oídos y dejó de oír.


¿Y si había alguien allí abajo esperándola?


De pronto la idea tonta de volver junto a Pedro se le antojó de lo más inteligente.


Una vez tomada la decisión, se dio la vuelta con mucho cuidado, pero aun así lo hizo tan deprisa que se le cayó un zapato por el hueco que daba a la habitación en
penumbra. Paula se encogió de hombros con expresión fatalista. Si en todo aquello conseguía perder nada más que un zapato, podía alegrarse.


Avanzar a gatas hasta donde había dejado a Pedro no era tarea fácil. Siguió religiosamente el camino que habían tomado antes mientras se iba imaginando lo que podría estar pasándole a Pedro.


Gateó más deprisa. Cuando llegó a la mitad del camino, se detuvo para escuchar, pero todo estaba en silencio. Lo más silenciosamente posible y aguantando la respiración, continuó pasado el punto donde había dejado a Pedro. Vio un panel de acceso un poco más adelante, pero seguía sin oír señales de vida. Cuando llegó al panel, vio que era el lugar por donde Pedro había accedido. Había retirado la cubierta, dejando a la vista lo que parecía un limpísimo cuarto de baño de invitados.


Después de la noche que había pasado necesitaba utilizar el baño más que nada. Asomó la cabeza mientras le sonaban las tripas. Sí, era un baño. Varió de posición y metió los pies, pensando que, si podía agarrarse bien al borde, podría bajar todo el cuerpo y amortiguar la caída.


Se deslizó por la abertura y se quedó colgada de las puntas de los dedos, rezando para que de verdad no hubiera nadie más en aquel baño, porque de otro modo estarían presenciando lo mona que resultaba en aquella postura.


Volvió la cabeza para echar una última mirada, sabiendo que estaba a punto de caerse, y vio que había una buena distancia desde la trampilla hasta el suelo.


Cuando cayó se encogió un momento, pero enseguida se puso de pie y echó una mirada a su alrededor por si no estaba sola. No se había roto ningún hueso, tan sólo le dolía un poco el trasero. Le faltaba un zapato, pero eso no era importante. Echó una mirada rápida en busca de un objeto contundente. Lo único que le sirvió fue un bonito candelabro de plata oscura al que retiró la vela color beis para blandirlo con más facilidad. Se alegró al notar que el candelabro pesaba bastante.


Lo que no le alegró fue la sensación de náusea que sintió en el estómago. ¿Cuántas veces había intentado su hermano mayor enseñarle defensa personal? ¿Cuántas veces había terminado en una alfombra en el suelo, muerta de la risa, con Rafael frustrado de nuevo porque ella no se lo tomaba en serio? En ese momento no se reía; en realidad deseaba con todas sus fuerzas que su hermano hubiera estado allí para ayudarla.


Se acercó hacia la puerta de puntillas, abrió una rendija y se asomó. Nada. Salió del cuarto de baño, con el candelabro en la mano delante de ella como si supiera lo que hacía.
Más adelante vio un enorme salón y más allá una cocina. Entonces, vio un movimiento allí y se pegó totalmente a la pared, tan nerviosa que apenas podía respirar.


Con el pulso acelerado Paula avanzó hacia el vano que accedía al salón. No había nadie. Entonces avanzó hacia la cristalera de puertas correderas.


Al otro lado, en el centro de la cocina, apareció de pronto Pedro. Pero en ese momento se agachó, desapareciendo momentáneamente de su vista, y cuando se incorporó tenía una pistola en la mano.


A Paula se le escapó un gemido entrecortado y, pistola en mano, él se dio la vuelta. Por un momento, sólo vio el cañón apuntándola. Antes de que le diera tiempo a pestañear, se plantó delante de ella y la sacó a empujones del salón para llevarla a un rincón de la cocina. Esos ojos azules penetrantes la miraron como exigiéndole una respuesta, pero cuando ella abrió la boca, él se la tapó con la mano, justo en el mismo momento en el que el hombretón que la había atacado aparecía por la puerta de la cocina con los mismos pantalones y la misma sudadera sucia con que lo había visto el día anterior.


Cuando los vio, alzó un cuchillo para atacarlos. Pedro la empujó a ella hacia el suelo y le dio una patada al tipo en la mano que blandía el cuchillo, lanzándoselo lejos con suma facilidad, para darle otra patada bien colocada en el estómago.


El tipo se dobló y cayó de rodillas, y empezó a abrir y a cerrar la boca como un pescado fuera del agua antes de desplomarse en el suelo.


Pedro se plantó de pie al lado de él.


—¿Qué es lo que buscáis? —le preguntó Pedro.


El tipo le mandó a hacer gárgaras, y Pedro se agachó, lo agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás muy despacio; después, lo soltó y dejó que la cabeza le golpeara el suelo.


Y dado el grito que soltó el tipo, debió de dolerle.


—¿Qué es lo que queréis? —le preguntó Pedro de nuevo.


—Sólo íbamos a desordenar un poco la casa, eso es todo.


—¿Por qué?


El tipo vaciló demasiado para el impaciente de Pedro, y recibió otro golpe contra el suelo.


—¡Ay! ¡Basta!


—¡Entonces habla!


—De acuerdo, mira, nos contrataron para robarle la casa y para desordenársela. Eso es todo.


Pedro no parecía impresionado.


—Sigue hablando.


—Pero como nos enteramos de que no iba a estar el fin de semana la dejaríamos hecha una porquería, pero con estilo.


—¿Quién os paga?


El chico cerró los ojos.


—No lo sé.


Pedro se puso de pie, y el tipo sacó el pie para que se tropezara.


Paula gritó y se acercó, pero Pedro no necesitaba su ayuda. Dio una especie de patada de kárate que golpeó al otro en la garganta y el tipo cayó inconsciente al suelo.


Entonces, Pedro lo ató hábilmente con una cuerda que había sobre la encimera de granito.


—¿De dónde has sacado esa cuerda? —le susurró ella.


—De nuestros secuestradores —respondió mientras terminaba de atarlo, y cuando lo hizo, miró a Paula e hizo un movimiento breve de cabeza—. Me alegra saber que sabes obedecer órdenes.


—Yo…


Sorprendida por lo que acababa de ver, Paula se quedó mirándolo de hito en hito. Él soltó aquel suspiro largo y contenido que ella parecía provocar en él.


—Se acabó —dijo él.


—¿El qué?


—Tengo a los cuatro —le dijo con calma—. Llama a la policía.


Paula fue a ponerse de pie pero las piernas no le funcionaban. Desde donde estaba vio a dos hombres atados también y amordazados al otro lado de la isleta que había en el centro de la cocina.


—El cuarto está en el vestíbulo, atado igual que estos tres —entró en la cocina, descolgó el teléfono que había en la pared y negó con la cabeza. Disgustado—. Han cortado la línea. Vamos…


Le tomó la mano y tiró de ella para levantarla. Por un momento, un momento de debilidad, ella le puso las manos en los pectorales desnudos, pero consiguió resistirse al deseo de inclinar la cabeza y apoyársela sobre el pecho en busca de consuelo, porque acababa de darse cuenta de algo que le resultaba más que un poco turbador.


Pedro Alfonso no se escondía tras una superficie dura, brusca y nerviosa. Era así por dentro y por fuera.


Allí de pie, con los malos a sus pies, miró a su alrededor. Y lo hizo tranquilamente.


—Necesito mi móvil —le dijo él—. Quédate aquí.


La dejó allí un momento y volvió con un montón de ropa que dejó caer y que empezó a ponerse. Se vistió con una camiseta negra, unos vaqueros negros, de los cuales sacó un móvil con el que llamó a la policía, mientras se calzaba unas zapatillas de deporte también negras.


Mientras hablaba por teléfono se guardó su pistola, que había recuperado de uno de los tipos, en la cinturilla del pantalón. Paula intentó no pensar en eso, en que llevaba una pistola, pero había poco más que hacer. Oyó una risilla medio histérica y se sorprendió al ver que salía de ella.


—Eh —apagó el teléfono y la miró, totalmente vestido ya.
¿Cómo era posible que vestido pareciera tan peligroso?
—¿Estás bien?


Paula fue a asentir, pero entonces negó con la cabeza. Turbada por los acontecimientos de la noche entera, hizo lo que llevaba un rato queriendo hacer; apoyó la cabeza en su pecho y se abrazó a él con todas sus fuerzas.


—Pau…


Alzó la cabeza.


—Lo siento —dijo ella—. Sólo necesitaba… —sus bocas estaban a unos centímetros la una de la otra; lo miró y pensó en lo guapo que era—. Necesito que me abraces.


Él la rodeó con sus brazos.


—Gracias —dijo Paula mientras sentía la calidez de sus brazos.


Estaba tan cerca de ella, que Paula sentía su calor.Pedro la hacía sentirse tan segura de sí misma que a su lado conseguía olvidarse del miedo.


¿Pero qué era lo que de pronto la hizo sentirse tan excitada? ¿El peligro? ¿La sorprendente violencia que Pedro acababa de desplegar delante de ella? Decidió que debía de haber algo malo en ello, pero eso no evitó que se le pusieran los pezones duros ni que percibiera aquella tensión en los muslos.


Tal vez fuera el abrazo en sí. O tal vez no fuera más que la presencia de Pedro, o el hecho de que ya sabía lo bien que besaba, lo deliciosas que eran sus caricias. Pero estar con él la hacía sentirse… miró a los tipos malos, allí atados.


Era cierto. Pedro, a pesar de toda su intensidad, la hacía sentirse segura, de modo que no tenía ni idea alguna de por qué se estremecía.


—Ahora no te asustes.


—No.


Él la miró a la cara, fijando la vista en sus labios. Sus brazos la rodeaban.


—Sigues temblando.


—Creo… creo que el nerviosismo me está afectando.


—¿Qué quieres decir? —le preguntó él.


—Creo… que te deseo. Te deseo mucho.


Él emitió un gemido ronco mientras asomaba a sus ojos una intensidad y un calor…


—Pau…


Le colocó una mano en la nuca y le movió la cabeza despacio. Se rozaron con la punta de la nariz, pero no los labios. Paula, un poco desesperada, un poco como si esa fuera su última oportunidad porque la policía estaba en camino y después todo terminaría, salvó ese espacio mínimo que los separaba y lo besó.


Pensó que tendría que presionarlo para que diera rienda suelta a sus deseos controlados, como le había pasado en el camastro, pero él abrió la boca inmediatamente y la besó con tal ardor, que parecía como si le fuera la vida en ello. 


Ella se perdió en el rumor de sus labios besándose, en la sensación que le proporcionaban las manos de Pedro acariciándole el trasero, apretándola contra su abultada erección.


Paula sólo era capaz de pensar con coherencia que no deseaba que él parara; y como si él le hubiera adivinado el pensamiento, se volvió y la pegó contra la pared, protegiéndola así de las miradas de los hombres que estaban atados en el suelo.


Entonces le deslizó las manos por los pechos y le tocó los pezones hasta que Paula experimentó una sensación que parecía disolverle los huesos. Cuando él se apartó un poco de ella, Paula notó que jadeaba más que cuando se había peleado con los malos.


El hecho de haber sido la causante de esos jadeos le proporcionó un bienestar enorme.


—Vaya… subida de adrenalina.


Él le pasó de nuevo el pulgar por el pezón.


—Sí…


Paula se habría caído al suelo de no haber estado él sujetándola. Necesitaba darse una ducha de agua fría, algo que le devolviera la cordura…


El sonido de una sirena acercándose tuvo un efecto similar.






1 comentario: