sábado, 23 de mayo de 2015
ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 22
Al mediodía siguiente, Paula tenía en sus brazos a una alegre niña.
—Creo que te llamas Susana, ¿no? Tienes un nombre muy bonito.
El bebé le agarró uno de sus pendientes de oro y Paula se echó a reír.
—No quiero que le haga daño —dijo Julia acercándose a ella.
Parecía preocupada y había estado muy nerviosa desde que había entrado en la suite.
Paula se quitó el pendiente y se lo enseñó a la niña para que lo agarrara de nuevo con sus manitas.
—¡Cómo me va a hacer daño esta preciosidad!
—Si la deja correr por el suelo podría romperle algo, se pondría a tocarlo todo.
—¡Qué va! Va a ser muy buena, ¿a que sí? Tengo algunas cosas en la cocina con las que podría entretenerse, cajitas de plástico, cacharros y botes.
Sentó de nuevo a la niña en su regazo y le sonrió con dulzura. Le hizo cosquillas en la tripita y Susana se rió.
—Le gusta jugar con esas cosas —dijo Julia un poco más relajada—. También le encantan los rollos de papel.
—Creo que tengo uno —dijo Paula.
—A mamá no le importará si hablamos de ella, ¿verdad? —le dijo Julia a su hermano.
—Ahora está viendo su telenovela favorita. Dice que cuando acabemos de decidir sobre su vida, se lo digamos, entonces nos dirá si le parece bien o no lo que hayamos decidido.
Paula, entre risas, levantó al bebé en los brazos.
—Me voy con Susana a la cocina, desde allí podrá veros y estará entretenida.
Paula no había dirigido una sola palabra a Pedro en toda la mañana. Era como si vivieran en las orillas opuestas de un inmenso océano. Se tiró en el suelo de la cocina a jugar con Susana mientras oía la conversación de los dos hermanos.
—Mamá debería venirse a vivir conmigo —decía Julia.
—Ya sabes que no quiere.
—Me da igual si quiere o no, no hay otra solución.
No puede seguir subiendo escaleras. ¿Y si se cae y se rompe algo peor?
—Ella te va a decir que no se va a romper nada.
—¿Estás acaso de su parte?
—Sólo estoy tratando de hacer de abogado del diablo —respondió Pedro muy sereno—. Se nos puede ocurrir el mejor plan del mundo, pero si ella no está de acuerdo, ¿de qué sirve?
—Tal vez deberíamos decírselo a ella.
—No hasta que hayamos encontrado una solución, Julia. ¿Qué podríamos decirle? ¿Vete a vivir con Julia y sé feliz? Sabes que le gusta la intimidad, la independencia.
Paula había estado pensando en algo desde la noche anterior. No le había dicho nada a Pedro, pero tal vez ya era el momento de hacerlo. Levantó del suelo a Susana y la
tomó de nuevo en los brazos. La zarandeó suavemente en el aire y la niña se rió. Luego volvió a la sala con ella.
Los dos hermanos se quedaron mirándola.
—Ya sé que esto no es asunto mío, pero quizá podría tener una solución satisfactoria para todos.
—Ella no quiere ir a un centro de asistencia, prefiere su independencia —dijo Pedro con mucha firmeza.
—No, no os iba a proponer eso. ¿Habéis pensado en instalar una de esas sillas salva escaleras que hay en algunos sitios para los discapacitados?
Los dos hermanos se miraron sorprendidos.
—¿Una silla salva escaleras? —preguntó Julia, desconcertada.
—Sí, uno de los amigos de mi madre tiene una. Si la escalera es lo suficientemente amplia, se puede instalar allí. De esa forma, podría subir y bajar las escaleras ella sola sin que tuvierais que preocuparos. Lo estuve viendo anoche en Internet. Hay varias empresas en Dallas que las venden e instalan.
Pedro y Julia intercambiaron una larga mirada, parecían muy pensativos.
—Ahora que lo dices, trabajé en una ocasión para un cliente cuyo padre tenía una en su casa. Tenía artritis en las rodillas y le costaba mucho subir las escaleras.
—Exactamente —dijo Paula, meciendo a Susana de nuevo para tenerla contenta.
—¿Por qué no se lo comentamos a mamá? —le dijo Pedro a su hermana—. Voy a hacer un par de llamadas, a ver si puedo conseguir más información.
Pedro dirigió una mirada de admiración a Paula que ella recibió muy halagada. Tal vez, Pedro se daría cuenta ahora de que era capaz de pensar no sólo en sí misma, sino también en los demás.
A Paula le encantaba Susana. No paraba de jugar con ella, a taparse la cara con las manos y luego descubrirla de repente entre risas, a esconder una cuchara dentro del trapo de la cocina, y a romper las toallitas de papel. El bebé parecía entusiasmado con esos juegos y Paula se sentía muy feliz viendo sus risas.
Sabía que ser madre era mucho más que eso, pero aquello podía ser un buen comienzo. Había estado pensando mucho en la maternidad en esos últimos días. No como una alternativa a su trabajo, sino más bien como un complemento en su vida, un cambio que recibiría muy gustosa.
Media hora más tarde, seguía sentada con Susana en el suelo de la cocina. La niña no paraba de sacar las cucharas de un cajón y meterlas en otro.
Paula sintió de repente la presencia de otra persona en la cocina. Se volvió lentamente y vio a Pedro.
Había una expresión muy triste en su mirada y ella quiso saber la razón de ello.
—¿Quieres jugar con nosotros? —le preguntó, dando unas palmaditas en el suelo.
Pedro esbozó una media sonrisa de desánimo y se dejó caer en el suelo a su lado.
—Se te ve triste. ¿Qué sucede? ¿No le gusta a tu madre la idea de la silla?
—En realidad sí. Ella y Julia están ahora haciendo planes. Creo que la idea le ha hecho muy feliz.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara?
—Quizá me has interpretado mal.
—No lo creo.
Paula sabía que no podía presionarle más, que no podía apremiarle. Era él el que tenía que contarle sus secretos y abrirle su corazón. Sí él no lo hacía, ella no podía hacer más.
Pedro se quedó callado unos instantes. Observó a Susana jugando con las cucharas, pasándoselas de una mano a otra. Tomó una de ellas y se la dio a la niña. Ella le sonrió, moviendo una y otra vez muy contenta entre sus manitas todas las cucharas que tenía.
—Casi llegué a tener un hijo una vez.
Paula se quedó completamente inmóvil, esperando a que él continuara. Pero Julia entró corriendo en ese momento en la sala, deteniéndose al ver a los tres en la cocina. Miró a Pedro y pareció entender con su mirada lo que él estaba sintiendo. Paula se dio cuenta de que el estar con su sobrina le traía recuerdos muy dolorosos.
—Vas a poder disponer de tu habitación de nuevo —le dijo Julia muy contenta—. Mamá está guardando ya sus cosas.
Va a quedarse conmigo hasta que se le ponga bien el tobillo y mientras tanto le instalaremos su silla salva escaleras —añadió sentándose muy sonriente en el suelo con ellos—. Nunca podremos pagarte lo que has hecho, Paula. Esto significa mucho para nosotros. Pedro tendría que ir besando por donde tú pises durante los próximos días.
Pedro miró profundamente a Paula.
—Sí, tendría que hacerlo.
ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 21
Pedro se sentía muy confuso mientras abría de nuevo el sofá-cama. Pensó en la primera noche en que había dormido allí y en cómo había cambiado desde entonces la opinión que tenía sobre Paula. La atracción que había sentido por ella cuando la había mirado a los ojos por primera vez había sido irresistible. Pero él había vencido.
Hasta que había llegado a conocerla.
Ahora, cada minuto con ella era para él una lucha interna.
Había intentado comportarse como un profesional, pero, con aquel último beso, había cruzado definitivamente la frontera.
Se había dejado llevar por la química que había entre ellos sin pensar en las consecuencias. Sin embargo, sabía, desde el momento en que su madre le había llamado por teléfono y Paula le había ofrecido su ayuda, que cualquier relación entre ellos tenía que terminar.
Pertenecían a mundos diferentes.
Cuando Paula apareció en el cuarto de estar, Pedro supo de inmediato que ella tenía algo que decirle. La incertidumbre que reflejaba su mirada le indicó que iba a decirle algo que le iba a resultar desagradable.
Se cruzó de brazos al verla acercarse a él.
—Debería haberte preguntado primero.
Al ver que él no decía nada, Paula trató de explicarle mejor lo que quería decirle.
—Debería haberte preguntado si te parecía bien que invitara a tu madre a venir aquí con nosotros.
—Si me lo hubieras preguntado, te habría dicho que eso era algo entre mi madre y tú.
—No es tan sencillo.
Él presentía que la parte desagradable estaba a punto de llegar. Pero trató de prevenir a Paula para que no siguiera por ese camino.
—Mi madre te está muy agradecida, Paula. Dejémoslo aquí.
La gratitud de su madre, ése era el problema. Él sabía que no podía pagar a Paula su ayuda con dinero. Ella nunca aceptaría tal cosa. Y sabía también que sería difícil recompensarla de cualquier otra manera.
Ella podía comprarse lo que quisiera y, hasta cierto punto, él también. Pero esa noche habían salido a la luz las diferencias entre ellos. Él venía de un ambiente obrero, criado en una humilde casa de barriada, con un policía por padre y una madre que se quedaba en casa para cuidar de sus hijos. Un mundo muy diferente de aquél en que se había criado Paula.
—Perdona si crees que actué irreflexivamente. Pensé que estar aquí con nosotros sería lo mejor para tu madre. Pero tal vez deberíamos haber ido todos a su casa, a estar allí con ella.
—En nuestra casa no dispondrías de servicio de habitaciones.
—¿Crees que me importa algo el servicio de habitaciones?
—¿Sabes cocinar? —le preguntó él.
Sus ojos se llenaron de una luz brillante que él hubiera preferido mantener alejada de sus ojos.
—Veo que no me crees capaz de poder atender a tu madre en su casa —dijo ella—. ¿No has pensado nunca que podrías haberte llevado una sorpresa? —ella hizo una pausa y, al ver que él no decía nada, continuó—. Me pareció simplemente la forma más fácil de cuidar de ella y resolver así nuestro problema.
—¿De qué problema hablas?
—De que tú no me dejarías aquí sola para ir a casa con tu madre.
Paula tenía razón. Él no la habría dejado sola. Él era responsable de ambas mujeres.
Después de unos segundos, Paula se acercó a él, y le miró fijamente.
—¿Ese beso de esta noche en la terraza no significó nada para ti?
Pedro sabía que, dijera lo que dijera, no haría más que empeorar las cosas. Así que, decidió que la mejor respuesta sería no decir nada.
Ella movió la cabeza a uno y otro lado, contrariada.
—Habría hecho mejor no preguntándote —le dijo dirigiéndose a su habitación—. Dale a tu madre el número de mi móvil y dile que si necesita algo no tiene más que llamarme.
No podía dejar que ella se fuera así, pensando que era un desagradecido. La tomó del brazo.
—Gracias, Paula, por querer ayudar a mi madre. Te estoy muy agradecido.
—De nada —respondió ella cordialmente.
Estaban allí los dos de pie, quietos, él con la mano en su brazo, mirándose fijamente el uno al otro.
Pedro sabía cuándo era el momento en que ella decidía retirarse. La soltó el brazo y la dejó ir.
Después de todo, ¿no era eso lo que se suponía que él tenía que hacer?
—¡Qué bien me han quedado las uñas! —exclamó sonriente la madre de Pedro al día siguiente por la tarde.
Paula agitó en el aire las suyas para que se secasen antes.
—Fue divertido, ¿verdad? Me gustan esas pequeñas florecillas que le han pintado.
—Me gustó también mucho el masaje facial. Fue muy relajante. El tiempo se me ha hecho más corto gracias a ti.
—Pensé que pasaría un buen rato, en lugar de estar tumbada en la cama sin hacer nada.
Pedro entró en la sala en ese momento.
—¿Estamos esperando a alguien más?
Sus ojos eran algo inquietantes, y su voz tenía un tono de desaprobación.
Paula consultó su reloj.
—Tengo una entrevista por teléfono a las cuatro, pero luego iré a hacer la cena.
—¿A hacer la cena? ¿Tú? —dijo Pedro, arrugando el ceño.
Pedro había estado frío y distante con ella todo el día. Parecía haber remitido el deseo que sentía cuando estaban juntos.
—Olvidas que soy italiana. Pude haber tenido una niñera y un ama de llaves, pero las dos eran muy buenas cocineras. Puedo hacer unas fantásticas berenjenas a la parmesana y una ensalada aceptable. Los ingredientes deberían llegar en una hora. Incluyen una caja de pasteles de chocolate con nueces. Puedes llamar, si lo prefieres, al servicio de habitaciones, pero debes saber que tu madre me dijo que quería probar lo que yo hiciese.
Pedro parecía un poco molesto y miró a su madre.
Luego se aclaró la garganta.
—Acabo de hablar con Julia. Volverá a casa mañana por la mañana a primera hora. Quiere que te vayas con ella hasta que estés recuperada y te puedas valer otra vez por ti misma.
—Donde yo quiero ir es a mi casa —dijo Lorena frunciendo el ceño.
—No estás en condiciones de estar sola, mamá. No puedes subir ni bajar las escaleras. Julia quiere hablar contigo de todo eso. Y yo quiero discutirlo también con vosotras, pero no puedo dejar sola a Paula. Tendré que consultar su agenda.
—La solución es muy sencilla —intervino Paula—. Dile a tu hermana que venga aquí.
—No creo que funcione. Su marido, Troy, tiene que reincorporarse a su trabajo mañana por la tarde, por lo que ella tendría que traer a su bebé.
—¿Y dónde está el problema? —dijo Paula.
Lorena señaló con la mano alrededor de la sala, el mobiliario de estilo provenzal, la elegante tapicería de la sillas, la tarima pulida del suelo.
—Tiene miedo de que Susana pueda romper algo. Corre a gatas muy deprisa y ya casi anda.
—No tiene usted que preocuparse por el bebé. Yo puedo cuidar de ella —se ofreció Paula.
—Tú, ¿cuidar de ella? —repitió Pedro, con expresión de asombro—. ¿Tienes alguna experiencia?
Paula no pudo evitar esa vez mostrar su indignación. Apoyó las manos en las caderas, olvidándose de sus uñas recién pintadas y se encaró con Pedro.
—No creo que tu madre te educara para ser tan grosero con las mujeres, debes haberlo aprendido en alguna otra parte. Yo sé cocinar, sé llevar un negocio, sé manejarme muy bien en la vida, y... Puedo cuidar de un bebé. No he tenido hermanos ni hermanas, pero mi madre sí, y mis primos también tienen niños. No vivo en una burbuja, Pedro, al menos no todo el tiempo.
Pedro guardó silencio, como si no supiera qué decir.
Paula miró a Lorena y creyó percibir en ella una sonrisa.
Después de unos instantes, Pedro movió la cabeza como indeciso.
—¿Así que quieres reunir aquí a toda la familia mañana?
—Estaré libre de una a tres. A las tres tengo una reunión con el gerente de una boutique que podría estar interesado en llevar mi línea de bolsos.
—Está bien —accedió Pedro—. Llamaré a Julia y le diré que esté aquí a la una.
Después de dirigir una larga mirada a su madre, Pedro salió de la habitación para entrar en la suite.
Paula no se dio cuenta de que se había quedado mirándole mientras salía hasta que oyó a Lorena.
—Te gusta, ¿verdad?
—Es un buen hombre —respondió Paula de modo mecánico.
—Sí, lo es, y tú también eres una buena mujer.
—Somos muy diferentes. Y, además, yo tendré que volver pronto a Italia.
—Pedro también viaja mucho a Italia, a inspeccionar las tiendas. ¿Sería tan difícil coordinar las fechas?
—Lo que sería difícil sería coordinar nuestras vidas.
—No, si el hacerlo significara vuestra felicidad.
Paula pensó en eso. Se sentía como si estuviera a punto de producirse un gran cambio en su vida. Sin embargo, en ese cambio no podía incluir a Pedro.
—Él cree que somos muy diferentes. Piensa que soy superficial.
—¡Eso no es cierto! —protestó Lorena—. Creo que él dice las cosas que dice porque tiene miedo a dar el paso adelante.
—Eso no es muy esperanzador.
—Tienes que preguntarle por Connie —le dijo Lorena—. Era su esposa, hace ya cinco años que murió. Es hora de que piense en rehacer su vida.
—¿Y si él no quiere hablar?
—Empújale un poco. Necesita un empujoncito. No le he visto hacer otra cosa que trabajar desde hace años. Él lo utiliza para poner freno a sus sentimientos. Ya es hora de que se quite la coraza.
—Tal vez no sea la más adecuada para hacerlo.
—Eso nunca lo sabrás si no lo intentas.
ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 20
—Esto es lo mejor que puede hacer —le dijo Paula a Lorena Alfonso.
Estaba de pie junto a ella, mientras Pedro estaba fuera en la puerta de atrás.
—Asegúrate de que la puerta esté cerrada —le ordenó Lorena a su hijo.
Paula no pudo menos que sonreír. Estaba segura de que su madre era la única persona que podría darle a él una orden.
—Está cerrada, mamá. Estoy seguro.
—¡Qué trastorno estoy causando! —se quejó Lorena de nuevo—. ¿Dónde se ha visto que se le haga venir a un médico a su clínica a estas horas de la noche?
—Créame, señora Alfonso, que no es ningún problema. El doctor Christopher atendió a todos los Chaves cuando eran niños. Es un amigo de la familia.
—Sí, pero le pagaban, ¿verdad? No dejaré que nadie me pague nada, puedo pagar yo con mi dinero.
—Lo cubre todo el seguro, mamá —le aseguró Pedro.
Después de ayudarla entre los dos a bajar los dos últimos escalones del porche, Lorena vio el coche.
—Ése no es el tuyo —le dijo a Pedro.
—No. Es el coche que estoy utilizando para llevar a Paula mientras esté en Dallas. Vamos, pasa adentro.
La madre de Pedro se acomodó en el asiento trasero del sedán.
—¿Le gustaría que fuera atrás con usted, señora Alfonso? —le dijo Paula.
—Llámame Lorena. Ya vamos conociéndonos. Nunca pensé que hubiera nadie que pudiera hacer una cosa así por mí.
—No siempre se tiene la ocasión de hacer algo bueno por alguien.
—Usted colabora en todas esas obras benéficas. La he visto en los periódicos asistiendo a esos actos.
—No es lo mismo —dijo Paula dando la vuelta alrededor del coche para entrar por la puerta de al lado y sentarse junto a Lorena.
La madre de Pedro no paraba de hacer gestos de dolor.
—Dígame otra vez cuando volverá Julia —le dijo Paula para distraerla.
—No vendrá hasta pasado mañana, viernes. No podía llamarla para que viniera cuando acababa de empezar sus vacaciones, con la ilusión con que había estado esperándolas. Si el médico me vendase simplemente el tobillo, me las podría arreglar yo sola, sin ayuda.
Pedro miró a Paula a través del espejo retrovisor.
Ella sabía lo que estaba pensando. Su madre podría quedarse con ese pie inútil para siempre.
Llegaron al poco rato al centro médico y se acercaron a la puerta de atrás, siguiendo las instrucciones que el médico le había dado a Paula. El doctor Christopher ya les estaba esperando. Era un señor mayor de pelo blanco, muy sonriente, y con unos ojos azules chispeantes.
Sentó inmediatamente a Lorena en una silla de ruedas para que estuviese más cómoda.
—Vayamos a mi consulta —dijo el doctor—, le haré un reconocimiento.
Tras un minucioso examen de quince minutos, el doctor mandó a Lorena a otra sala donde la esperaba un especialista en diagnóstico radiológico.
Poco después, Pedro, Paula y Lorena estaban sentados frente al doctor Christopher en su despacho.
—Afortunadamente, no se rompió usted nada —le dijo a Lorena—. Pero tiene un esguince muy fuerte. Voy a vendárselo para tratar de bajar la inflamación. Quiero que se ponga hielo en él durante quince minutos cada hora. Pero sobre todo, por nada del mundo lo apoye en el suelo.
—Pero… Estoy sola en mi casa. Tengo un trabajo.
—Usted quiere ponerse bien lo antes posible, ¿no es cierto? —la interrumpió Paula muy serena y comprensiva.
—Sí, claro, pero…
—Pedro puede quedarse con usted esta noche. Yo me quedaré sola en mi suite perfectamente.
—No —dijo Pedro.
Paula sabía que no iba a llegar a ninguna parte discutiendo con él, por lo que rápidamente se le ocurrió otra solución.
—Pedro está utilizando la habitación contigua a la mía —le dijo a Lorena poniéndole la mano en el brazo—. Usted puede ocupar esa habitación y él puede dormir en el sofá, como lo hizo las primeras noches.
—¡Pero ese hotel donde se aloja usted debe costar una fortuna! —se lamentó Lorena.
—La habitación ya está pagada. Sólo tendremos que arreglar algunas cosas. Puedo llamar al servicio de habitaciones por la mañana y pedirle el desayuno que más le guste. Y quizá, hasta podamos conseguir una manicura.
A Lorena se le iluminaron los ojos.
—¿Una manicura? No me he hecho una manicura desde hace un siglo. Hace ya tiempo, Julia me regaló una por mi cumpleaños.
—Bueno, ahora es su oportunidad.
—La verdad, mamá, es que no puedes volver todavía a casa en estas condiciones. Tienes la ducha y el dormitorio en la planta de arriba. ¿Cómo piensas subir y bajar las escaleras? Y, si duermes en el sofá, te pondrás peor de la artritis. Por favor, sé razonable.
—Déjeme ayudarla —dijo Paula animosa—. Pasaremos un rato agradable las dos juntas mientras esté usted allí. Pedro se lo puede decir, a veces me parece estar metida en una jaula y me dan ganas de explotar. Si puedo compartir algunas de las exquisiteces del hotel con usted, creo que eso también me ayudará a mí.
Lorena suspiró, miró a su regazo unos segundos y luego levantó la cabeza.
—Me parece que estoy en inferioridad numérica. Está bien, podríamos intentarlo por una noche.
—No apoye el pie, señora Alfonso, por lo menos en dos o tres días —le recordó el médico.
—Julia estará de vuelta para entonces —dijo Lorena—. Por ahora, me quedaré contigo, Paula. Aunque no tengo ninguna de mis cosas, y no creo que me pueda poner uno de tus camisones —añadió con una sonrisa.
Paula sonrió también.
—Dígame lo que necesita. Volveremos a su casa, yo subiré a buscarlo y se lo traeré. ¿O prefieres hacerlo tú, Pedro?
—Estoy segura que tú sabes mejor que él lo que necesito —le dijo Lorena a Paula.
—Gracias, mamá —dijo Pedro con ironía—. No me crees a mí capaz, ¿verdad?
—A veces creo que eres daltónico. Me parece que Paula encontrará más fácilmente lo que necesito.
Y así fue. Paula fue a por sus cosas y se encargó también de llamar al hotel. Cuando llegaron, Joel tenía ya dispuesta una silla de ruedas en la puerta.
Lorena llevó su pequeña maleta en el regazo mientras Pedro empujaba la silla de ruedas de su madre por el vestíbulo y Paula caminaba a su lado.
Unas cuantas personas que había en el vestíbulo se fijaron en ellos al ver la silla de ruedas, pero ninguna reconoció a Paula. Con su cola de caballo, su camiseta y sus pantalones cortos, podría ser cualquier turista que se hospedase allí. La seguridad del hotel velaba para que no entrase allí ninguna persona que no fuera uno de sus clientes.
Ya en la habitación, Lorena pareció más cómoda.
—Me siento como una reina —dijo Lorena, mirando maravillada la decoración del cuarto.
—Disfrútelo entonces.
—Voy a tener que devolverte el dinero que hayas pagado.
Paula consideró la oferta, consciente de que Lorena no se sentiría cómoda de otra manera.
—Ya le dije que estoy pensando en comprar una casa cerca de mis padres en Italia. Cuando llegue allí me voy a poner a buscar una en serio, y me encantaría tener una de sus colchas afganas para acurrucarme en ella frente a la chimenea. ¿Podría hacerme una para pagarme su deuda?
—¡Por supuesto! Tendrás que decirme tu color favorito.
—El azul, cualquier tono de azul.
—Trato hecho —le dijo Lorena, estrechándole la mano.
Pedro no había dicho una palabra desde que a ella se le había ocurrido aquella idea, y Paula se dio cuenta de que no sabía cómo se sentía por el hecho de haber llevado allí a su madre.
«Podríamos haber ido también todos a casa de Lorena», pensó Paula.
Quedarse allí en el hotel podía ser un motivo de fiesta para su madre, pero quizá él podía haber tenido una idea diferente.
Sólo había una manera de averiguarlo. Preguntárselo.
ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 19
Paula tomó una manzana del frutero de la cocina.
La tiró al aire y la volvió a tomar de nuevo, sonriendo.
Estaba contenta. Su escapada con Pedro le había sentado bien, y hasta se sentía más atraída hacia él que antes.
Entró en la sala y se dirigió a las puertas francesas que conducían a la pequeña terraza. Ya en ella, le dio un mordisco a la manzana, recordando uno a uno todos los momentos que había pasado con Pedro. Parecía sentirse aún más cerca de él. Ya había tenido varios guardaespaldas antes. Como había tenido chóferes y supervisores. Pero habían sido muy diferentes a él.
Había dejado la puerta abierta para que Pedro supiera dónde había ido. Él dio un paso adelante y se acercó a ella junto a la barandilla. Pedro se había cambiado al llegar, se había puesto unos pantalones vaqueros y una camiseta.
Nunca antes le había visto ella con un aspecto tan informal.
—Se te ve relajado —le dijo ella.
—Es lo que cabía esperar después de un paseo en un carrito de golf —respondió él bromeando.
—Gracias por pensar en ello, por haberme llevado por el campo de golf. El paseo me sentó muy bien, me siento como si no pudiera enfadarme ya nunca más.
—Eso está bien.
Pedro era siempre muy comedido cuando estaba con ella.
Paula notaba que todos sus comentarios y respuestas estaban muy medidos, y quería arrancarle una respuesta espontánea.
Instintivamente, extendió hacia él la mano con la manzana.
—¿Quieres un mordisquito? —le preguntó.
Esperó alguna broma sobre Adán y Eva, o una retirada por su parte. Eso es lo que él hacía habitualmente.
Pero, en lugar de apartarse, se inclinó hacia ella, tomó su mano con la suya y le dio un mordisco a la manzana. El mundo se detuvo y luego pareció moverse en cámara lenta mientras Pedro masticaba el trozo de manzana, con la mirada fija en la suya todo el tiempo. Ella sintió un vacío en el estómago y la cabeza empezó a darle vueltas.
—¿Qué quieres, Paula? —le preguntó serenamente.
—Que me beses otra vez —dijo ella directamente.
—¿No habíamos llegado a la conclusión de que una relación entre nosotros sería un error?
—Entonces no nos conocíamos el uno al otro.
—¿Y crees que ahora sí nos conocemos? —dijo él entre la sorpresa e ironía.
—He estado viviendo contigo, viajando en coche contigo, saliendo a escondidas contigo estos tres últimos días. Me han parecido tres meses.
Ahora él se rió, pero era una risa algo apagada.
—La lógica de las mujeres nunca deja de sorprenderme.
—Entonces, no intentes entenderla, así siempre estarás asombrado.
Él movió la cabeza a uno y otro lado y deslizó las manos entre el pelo de ella.
—Esto es un problema, Paula, los dos lo sabemos.
—Yo sé que es un problema, Pedro, pero esto que existe entre nosotros, sea lo que sea, es diferente.
Pedro se acercó a ella y le susurró al oído.
—¿Qué tipo de besos te gustan, Paula? ¿Rápidos... lentos... profundos... húmedos…?
—Me gustan los tuyos, Pedro. ¿Te gusta darlos o recibirlos?
—Me gustan las mujeres que toman decisiones.
—Bien. Empezaremos suave y veremos adónde nos lleva —dijo ella con una voz recatada y algo tímida, llena de poder de seducción.
—No sabes lo hermosa que eres —le dijo él, sosteniendo su cabeza entre sus manos, y mirándola fijamente a los ojos—. Eres la mujer más deseable que he conocido.
La besó. Suavemente, como habían acordado.
Paula recibió con agrado los ligeros mordisquitos en sus labios, y los pequeños besos en las comisuras. Él deslizó los brazos por su espalda. Ella dejó que sus manos la
tocasen, sintiendo al tiempo la fuerte musculatura de su cuerpo. Sus cuerpos se apretaron, y el beso se hizo más intenso. Él presionó los labios sobre los suyos, abriéndose paso entre ellos hasta abrirlos.
Ella sintió entonces su lengua acariciándole el labio inferior, y empezaron a temblarle las piernas. Una vez que estuvo dentro de su boca, ella reaccionó sin pensarlo. Se apretó contra él, respondiendo a cada caricia de su lengua y encontrándose aún más libre de lo que hubiera pensado. Se vio inmersa en una vorágine de pasión sin límites.
Sus manos se desplazaron por su espalda. Al llegar al borde de su camiseta, metió los dedos por debajo hasta sentir su piel. El beso era cada vez más intenso, más profundo y más húmedo. Arrastró las uñas por su espalda. La pasión rompió las barreras del deseo controlado, al menos por parte de ella. Pedro mantenía las manos en su pelo, en su cara, mientras le decía de mil maneras con su boca lo mucho que la deseaba.
El pitido parecía muy lejano y ninguno le prestó atención, hasta que él se apartó un poco de ella. Cuando metió la mano en el bolsillo, Paula se dio cuenta de que estaba recibiendo una llamada en su teléfono móvil.
Pedro consultó la pantalla y después miró su reloj.
—Es mi madre. ¡Qué raro! Nunca llama tan tarde.
Tengo que atenderla.
—Lo comprendo —dijo ella, recuperándose de su beso, aún algo aturdida.
Paula hizo ademán de volver a entrar dentro a su habitación, pero él la agarró por la muñeca.
—Espera, tenemos que hablar.
¿Qué más había que decir sobre un beso así?
—Hola, mamá. ¿Qué sucede?
Mientras Pedro escuchaba, unas profundas arrugas comenzaron a marcarse en su frente.
—¿Quieres que te lleve mañana unas muletas? ¿Qué vas a hacer esta noche? No intentes subir esas escaleras.
Sólo faltaba que te rompieras otra cosa. ¿Cómo sabes que no tienes el tobillo roto?
Figurándose por la conversación lo que había pasado, Paula se acercó a Pedro y le tiró del codo.
—Un momento, mamá —dijo él, con el ceño fruncido.
—¿Se ha hecho mucho daño tu madre?
—Se cayó por las escaleras cuando estaba sacando la basura. Sucedió hace una horay el tobillo ahora se le está hinchando.
—Podría habérselo roto.
—Ella no quiere pensar en eso. Quiere que le consiga un par de muletas y se las lleve mañana. Dice que puede arreglárselas por esta noche.
—¡Eso es ridículo! Ella necesita ayuda ahora mismo, no mañana.
—Mamá —dijo él, volviendo a tomar el teléfono—, voy a llevarte a Urgencias.
Paula pudo escuchar la rotunda negativa de su madre saliendo del teléfono de Pedro.
—Escucha —le dijo Paula, tirándole del codo—, conozco un traumatólogo en la zona. Atiende a una de mis tías. Yo fui también a su consulta una vez que tropecé y me caí durante un desfile de modas el año pasado. Déjame que le llame. Podemos ir a su clínica para que le haga a tu madre una radiografía del tobillo.
—¿Estás loca? ¿Qué médico estaría dispuesto a abrir su clínica a las once de la noche?
—Él lo hará, Pedro. Haría cualquier cosa por los Chaves. Así que explícaselo a tu madre, y dile que nosotros pasaremos a buscarla.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros. Iré de incógnito. Conociéndote como te conozco, supongo que no querrás dejarme aquí sola, y no puedes dejar tampoco sola a tu madre.
Entonces, vio en los ojos de Pedro algo parecido a un parpadeo. No supo interpretarlo, pero no era el momento de preguntárselo.
—Si te aseguras de que no nos siga nadie al salir del hotel, no deberíamos tener ningún problema —insistió ella—. La clínica del doctor Christopher es muy discreta.
Pedro repitió a su madre todo lo que le acababa de decir Paula. Ella seguía aún protestando cuando él le dijo que estarían allí en treinta o cuarenta y cinco minutos para llevarla a la clínica.
—Si no puedes conseguir a ese médico, mamá lo entenderá. La llevaré a Urgencias.
—Déjame hacer una llamada —dijo ella entrando en su habitación y dejando a Pedro en la terraza.
Los dos habían tenido la misma tentación de caer el uno en los brazos del otro, pensaba ella. Había sido muy agradable.
Se había sumergido en un sueño, en un viejo sueño que, después de su fracaso con Miko, había pensado que nunca podría llegar a hacerse realidad.
Pero la realidad siempre superaba a los sueños.
Ya en su dormitorio, Paula tomó su teléfono móvil, consultó la agenda de direcciones, localizó el número del doctor Christopher y lo marcó. Le gustaba la idea de poder hacer algo por otra persona. Le gustaba mucho.
¿Y Pedro y ella?
¿Debían continuar donde lo habían dejado, o debían ignorar aquel beso maravilloso que había hecho temblar la Tierra?
El problema era que cuando la Tierra se movía, el mundo no volvía a ser ya nunca el mismo.
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