sábado, 23 de mayo de 2015
ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 20
—Esto es lo mejor que puede hacer —le dijo Paula a Lorena Alfonso.
Estaba de pie junto a ella, mientras Pedro estaba fuera en la puerta de atrás.
—Asegúrate de que la puerta esté cerrada —le ordenó Lorena a su hijo.
Paula no pudo menos que sonreír. Estaba segura de que su madre era la única persona que podría darle a él una orden.
—Está cerrada, mamá. Estoy seguro.
—¡Qué trastorno estoy causando! —se quejó Lorena de nuevo—. ¿Dónde se ha visto que se le haga venir a un médico a su clínica a estas horas de la noche?
—Créame, señora Alfonso, que no es ningún problema. El doctor Christopher atendió a todos los Chaves cuando eran niños. Es un amigo de la familia.
—Sí, pero le pagaban, ¿verdad? No dejaré que nadie me pague nada, puedo pagar yo con mi dinero.
—Lo cubre todo el seguro, mamá —le aseguró Pedro.
Después de ayudarla entre los dos a bajar los dos últimos escalones del porche, Lorena vio el coche.
—Ése no es el tuyo —le dijo a Pedro.
—No. Es el coche que estoy utilizando para llevar a Paula mientras esté en Dallas. Vamos, pasa adentro.
La madre de Pedro se acomodó en el asiento trasero del sedán.
—¿Le gustaría que fuera atrás con usted, señora Alfonso? —le dijo Paula.
—Llámame Lorena. Ya vamos conociéndonos. Nunca pensé que hubiera nadie que pudiera hacer una cosa así por mí.
—No siempre se tiene la ocasión de hacer algo bueno por alguien.
—Usted colabora en todas esas obras benéficas. La he visto en los periódicos asistiendo a esos actos.
—No es lo mismo —dijo Paula dando la vuelta alrededor del coche para entrar por la puerta de al lado y sentarse junto a Lorena.
La madre de Pedro no paraba de hacer gestos de dolor.
—Dígame otra vez cuando volverá Julia —le dijo Paula para distraerla.
—No vendrá hasta pasado mañana, viernes. No podía llamarla para que viniera cuando acababa de empezar sus vacaciones, con la ilusión con que había estado esperándolas. Si el médico me vendase simplemente el tobillo, me las podría arreglar yo sola, sin ayuda.
Pedro miró a Paula a través del espejo retrovisor.
Ella sabía lo que estaba pensando. Su madre podría quedarse con ese pie inútil para siempre.
Llegaron al poco rato al centro médico y se acercaron a la puerta de atrás, siguiendo las instrucciones que el médico le había dado a Paula. El doctor Christopher ya les estaba esperando. Era un señor mayor de pelo blanco, muy sonriente, y con unos ojos azules chispeantes.
Sentó inmediatamente a Lorena en una silla de ruedas para que estuviese más cómoda.
—Vayamos a mi consulta —dijo el doctor—, le haré un reconocimiento.
Tras un minucioso examen de quince minutos, el doctor mandó a Lorena a otra sala donde la esperaba un especialista en diagnóstico radiológico.
Poco después, Pedro, Paula y Lorena estaban sentados frente al doctor Christopher en su despacho.
—Afortunadamente, no se rompió usted nada —le dijo a Lorena—. Pero tiene un esguince muy fuerte. Voy a vendárselo para tratar de bajar la inflamación. Quiero que se ponga hielo en él durante quince minutos cada hora. Pero sobre todo, por nada del mundo lo apoye en el suelo.
—Pero… Estoy sola en mi casa. Tengo un trabajo.
—Usted quiere ponerse bien lo antes posible, ¿no es cierto? —la interrumpió Paula muy serena y comprensiva.
—Sí, claro, pero…
—Pedro puede quedarse con usted esta noche. Yo me quedaré sola en mi suite perfectamente.
—No —dijo Pedro.
Paula sabía que no iba a llegar a ninguna parte discutiendo con él, por lo que rápidamente se le ocurrió otra solución.
—Pedro está utilizando la habitación contigua a la mía —le dijo a Lorena poniéndole la mano en el brazo—. Usted puede ocupar esa habitación y él puede dormir en el sofá, como lo hizo las primeras noches.
—¡Pero ese hotel donde se aloja usted debe costar una fortuna! —se lamentó Lorena.
—La habitación ya está pagada. Sólo tendremos que arreglar algunas cosas. Puedo llamar al servicio de habitaciones por la mañana y pedirle el desayuno que más le guste. Y quizá, hasta podamos conseguir una manicura.
A Lorena se le iluminaron los ojos.
—¿Una manicura? No me he hecho una manicura desde hace un siglo. Hace ya tiempo, Julia me regaló una por mi cumpleaños.
—Bueno, ahora es su oportunidad.
—La verdad, mamá, es que no puedes volver todavía a casa en estas condiciones. Tienes la ducha y el dormitorio en la planta de arriba. ¿Cómo piensas subir y bajar las escaleras? Y, si duermes en el sofá, te pondrás peor de la artritis. Por favor, sé razonable.
—Déjeme ayudarla —dijo Paula animosa—. Pasaremos un rato agradable las dos juntas mientras esté usted allí. Pedro se lo puede decir, a veces me parece estar metida en una jaula y me dan ganas de explotar. Si puedo compartir algunas de las exquisiteces del hotel con usted, creo que eso también me ayudará a mí.
Lorena suspiró, miró a su regazo unos segundos y luego levantó la cabeza.
—Me parece que estoy en inferioridad numérica. Está bien, podríamos intentarlo por una noche.
—No apoye el pie, señora Alfonso, por lo menos en dos o tres días —le recordó el médico.
—Julia estará de vuelta para entonces —dijo Lorena—. Por ahora, me quedaré contigo, Paula. Aunque no tengo ninguna de mis cosas, y no creo que me pueda poner uno de tus camisones —añadió con una sonrisa.
Paula sonrió también.
—Dígame lo que necesita. Volveremos a su casa, yo subiré a buscarlo y se lo traeré. ¿O prefieres hacerlo tú, Pedro?
—Estoy segura que tú sabes mejor que él lo que necesito —le dijo Lorena a Paula.
—Gracias, mamá —dijo Pedro con ironía—. No me crees a mí capaz, ¿verdad?
—A veces creo que eres daltónico. Me parece que Paula encontrará más fácilmente lo que necesito.
Y así fue. Paula fue a por sus cosas y se encargó también de llamar al hotel. Cuando llegaron, Joel tenía ya dispuesta una silla de ruedas en la puerta.
Lorena llevó su pequeña maleta en el regazo mientras Pedro empujaba la silla de ruedas de su madre por el vestíbulo y Paula caminaba a su lado.
Unas cuantas personas que había en el vestíbulo se fijaron en ellos al ver la silla de ruedas, pero ninguna reconoció a Paula. Con su cola de caballo, su camiseta y sus pantalones cortos, podría ser cualquier turista que se hospedase allí. La seguridad del hotel velaba para que no entrase allí ninguna persona que no fuera uno de sus clientes.
Ya en la habitación, Lorena pareció más cómoda.
—Me siento como una reina —dijo Lorena, mirando maravillada la decoración del cuarto.
—Disfrútelo entonces.
—Voy a tener que devolverte el dinero que hayas pagado.
Paula consideró la oferta, consciente de que Lorena no se sentiría cómoda de otra manera.
—Ya le dije que estoy pensando en comprar una casa cerca de mis padres en Italia. Cuando llegue allí me voy a poner a buscar una en serio, y me encantaría tener una de sus colchas afganas para acurrucarme en ella frente a la chimenea. ¿Podría hacerme una para pagarme su deuda?
—¡Por supuesto! Tendrás que decirme tu color favorito.
—El azul, cualquier tono de azul.
—Trato hecho —le dijo Lorena, estrechándole la mano.
Pedro no había dicho una palabra desde que a ella se le había ocurrido aquella idea, y Paula se dio cuenta de que no sabía cómo se sentía por el hecho de haber llevado allí a su madre.
«Podríamos haber ido también todos a casa de Lorena», pensó Paula.
Quedarse allí en el hotel podía ser un motivo de fiesta para su madre, pero quizá él podía haber tenido una idea diferente.
Sólo había una manera de averiguarlo. Preguntárselo.
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