viernes, 24 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 20




Paula se acostó tras darse un baño caliente y se estiró en la cama vacía. No sabía por qué Pedro la atraía tanto. No dejaba de pensar en él, y para distraerse había dedicado la tarde a preparar la próxima feria del condado. Hizo muchas llamadas, listas y planes, y se despidió de Julian y Luciano antes de que Pedro los llevara al aeropuerto.


Pedro no había vuelto a tocarla desde la última vez, pero su mirada la seguía a todas partes y le acariciaba el cuerpo como si sus manos quisieran hacer lo mismo. No había duda de que la deseaba, y aunque su deseo solo fuera carnal, ella aceptaría encantada lo que quisiera darle si volvían a compartir la cama. Se había convertido en una adicción, y por mucho que ella deseara que la amase, se conformaría con cualquier cosa, con tal de sentirlo una vez más.


Entonces, oyó un ruido en el pasillo y se apoyó en los codos justo cuando la puerta se abría. Pedro entró y cerró tras él. 


Tenía la camisa desabotonada, mostrando sus fuertes abdominales y la oscilación del pecho al respirar. Avanzó lentamente hacia la cama, estremeciéndola con su intensa mirada.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó ella, poniéndose en pie.


–¿No lo sabes?


Ella extendió un brazo para detenerlo.


Pedro, tenemos que hablar. No puedo… –tragó saliva–. No puedo seguir así. Tengo que saber qué estamos haciendo.


Él también alargó el brazo y le colocó el pelo detrás de la oreja, provocándole un escalofrío por el cuello.


–No es un juego, Paula. Los dos nos deseamos. Y yo no puedo seguir ignorándolo.


Ella lo miró atentamente a los ojos, buscando respuestas.


–De modo que solo soy una conveniencia, ¿no?


–Nada de eso, cariño. Lo que me haces sentir no es conveniente en absoluto.


Los brillantes ojos negros de Pedro la miraban sin pestañear. Paula tenía ante ella una elección crucial: o asumía el riesgo o jugaba sobre seguro. Muy despacio, rodeó la cama hasta detenerse ante él, se puso de puntillas y lo besó en los labios.


–Te deseo, Pedro –susurró, empujando el miedo hasta lo más profundo de su ser, donde nadie, ni siquiera ella, pudiera verlo.


–Y yo a ti, Paula. Más de lo que nunca había creído posible –la tumbó delicadamente sobre la colcha de algodón y se colocó encima–. Recuerda, estamos juntos en esto.


Ella estaba preparada para que cambiara de opinión y se fuera. Pedro siempre encontraba la manera de alejarse de ella y también lo haría en aquella ocasión. Pero ella estaba cansada de contenerse.


–Por favor –le susurró–, te necesito.


Pedro emitió un gruñido y tomó posesión de su boca con una voracidad desatada, como si se hubiera desprendido de todas sus limitaciones. Y Paula se abandonó a la pasión que la consumía sin preocuparse por las secuelas. En pocos segundos estaban los dos desnudos, y Paula separó los muslos, impaciente por sentirlo dentro de ella. Pero en vez de penetrarla, Pedro se dobló por la cintura y volvió a hundir la cara en su sexo para provocarle estragos con su lengua y sus dedos. A punto estuvo de llevarla al orgasmo, pero en el último segundo se retiró y sacó un preservativo del bolsillo del pantalón. A Paula le ardió la cara mientras se lo colocaba con rapidez.


No iban a tener hijos, por muchos sueños que ella pudiera albergar.


Pedro flexionó sus musculosos brazos, le puso las manos bajo las rodillas y la arrastró hasta el borde de la cama, colocándola en la posición adecuada. Su fuerza la hacía sentirse vulnerable y al mismo tiempo poderosa. La premura de Pedro revelaba lo desesperado que estaba por poseerla. 


A ella. A Paula. Necesitaba imperiosamente el placer que ella pudiera brindarle con su cuerpo.


Y ella estaba más que dispuesta a dárselo.


Por una vez en su vida se sintió completamente libre de inhibiciones. Separó las piernas y dobló las rodillas para apoyar los talones en la cama. Él se inclinó hacia delante y guio su erección hacia la fuente de calor líquido, y ella levantó las caderas para recibirlo con ansia. Pedro empujó lentamente y volvió a retirarse. Ella se esforzó por permanecer inmóvil, pero su sexo quería que la colmara.


Él pronunció su nombre con voz ahogada y el control de Paula estalló en mil pedazos. Agitó frenéticamente la cabeza de lado a lado y agarró las sábanas bajo ella mientras Pedro la penetraba con una pasión salvaje y le mordía los pezones.


El orgasmo le sacudió el cuerpo y le retumbó en las sienes.


Pocos segundos después él la agarró por los hombros, se hundió hasta el fondo con una última embestida y se quedó inmóvil con una expresión de éxtasis en el rostro.


Un orgullo inmenso acompañó la euforia que Paula sentía. 


Pedro se derrumbó encima de ella, y Paula le acarició la espalda mientras contaba sus latidos. Allí estaba lo que siempre había anhelado: aquel hombre, aquel momento, aquella pasión. Y todo era más maravilloso de lo que había esperado












CHANTAJE: CAPITULO 19




Paula no apartó la mano tan rápido como debería, pero se lo impedía la certeza de que aquella simple caricia sería lo único que tendría de Pedro. Con todo, ver a su padre acercándose le provocaba una reacción imposible de digerir.


 Los nervios y la resignación se le revolvían en el estómago.


Jorge Chaves se detuvo junto a su mesa, atrayendo todas las miradas. Su presencia era tan arrolladora como la de Renato.


Detrás iba el hermano de Paula, tan alto y moreno como su padre pero sin la presencia y el porte de Jorge. Tenía veintiocho años, dos más que Paula, y parecía un joven indolente y apático, sin responsabilidades ni ambiciones en la vida. Miró aburrido la mesa y desvió la mirada en busca de algún amigo en el restaurante.


El trío lo completaba Tina, la madrastra. Una mujer de veintiocho años rubia y bronceada, con un físico escultural, pechos postizos y una mirada vacía. A Jorge nunca le habían gustado las mujeres con cerebro. Paseó la mirada por la mesa antes de posarla en Paula.


–¿No vas a presentarme?


Paula resistió el impulso de obedecer, se levantó con elegancia e inclinó la cabeza.


–¿Cómo estás, papá?


–He oído que has estado muy ocupada.


Tina se rio por lo bajo.


Pedro también se levantó. Era solo un poco más alto que su padre, pero la mirada de Jorge perdió parte de su fuerza al mirarlo.


–Le pido disculpas por no haberlo reconocido, señor Chaves. Ha pasado mucho tiempo.


–Seguro que vivir tantos años en Nueva York te ha borrado la memoria –dijo Jorge, como si no concibiera posible que alguien lo olvidara–. Luciano, Julian –volvió a mirar a Paula–, habría sido un detalle invitarnos a la boda, sobre todo casándote con un Alfonso.


Julian y Luciano se levantaron, pero Pedro se les adelantó.


–Teniendo en cuenta la salud de mi abuelo, pensamos que lo más prudente era celebrar una ceremonia discreta y en privado.


–Sí –dijo Luciano–. Yo ni siquiera me enteré hasta que cortaron la tarta.


Paula se ruborizó al recordarlo, a pesar del guiño de Luciano.


Su padre no aceptó las excusas, pero pareció más animado.


–Ya era hora de que hicieras honor a tu estirpe y empezaras a comportarte como una dama, no como una simple criada.


–De algo sirve cazar a un marido rico –añadió Tina.


Luciano murmuró algo como «quién fue a hablar».


Su padre siempre le había criticado todo desde que nació, desde su ropa hasta sus libros. Y naturalmente también su carrera de enfermería.


–Paula no es una criada –dijo Julian–. Su trabajo consiste en ayudar a quien lo necesita. Pero supongo que usted no entiende de eso.


–¿Y por qué debería? –preguntó Jorge–. ¿Qué saco yo con ayudar a los demás?


Los otros hombres se sorprendieron por su respuesta, pero Paula no. Ella conocía muy bien a su padre y sabía que rechazaba todo lo que no le servía. Como había hecho con su propia hija.


–Sus cuidados han mantenido con vida a nuestra madre todos estos años –dijo Pedro–. Siempre le estaremos muy agradecidos por eso.


Paula esbozó una débil sonrisa y se odió por buscar la reacción de su padre.


–Repito, ¿qué saca ella con eso? Malgastando su vida junto al lecho de una inválida cuando podría estar ocupando su lugar en la sociedad de Carolina del Sur. Y allí es donde estará finalmente, gracias a su linaje y a su matrimonio. Con el tiempo la gente olvidará su pasado y la verá como la esposa del heredero de la familia Alfonso.


Paula ahogó un gemido de indignación, pero Pedro se le volvió a adelantar y rodeó la mesa para encarar a su padre.


–Sus años de esfuerzo y sacrificio le han dado lo que merece: una familia que la quiere, a diferencia de las personas que únicamente la engendraron. Usted no es su padre, porque la obligación de un padre es proteger a sus hijos.


Jorge no estaba acostumbrado a que le plantaran cara y abrió la boca, pero Pedro no le tiempo para hablar.


–Ocúpese de sus asuntos y olvídese de Paula. Y no espere ninguna invitación a nuestra casa. No queremos malas compañías.


Paula se quedó tan aturdida que no oyó la respuesta de su padre, pero debió ser patética, a juzgar por las sonrisas de Pedro y sus hermanos. Pedro la había defendido como un caballero. Y cuando los Alfonso la rodearon fue incapaz de contener las lágrimas.


Sus defensores. Sus protectores. Sus camaradas. Por fin su familia la había encontrado.




CHANTAJE: CAPITULO 18




Pedro no le apetecía nada cenar en el restaurante más exclusivo de Black Hills. Comparado con los restaurantes de Nueva York no era más que un local de precios elevados donde la clase alta del condado iba a dejarse ver.


En aquellos momentos preferiría estar solo, pero sus hermanos habían insistido en cenar juntos antes marcharse.


Luciano estaría fuera una temporada, preparándose para las carreras, y Julian tenía que iniciar los preparativos para trasladarse a Alfonso Manor. El testamento no impedía que Pedro pudiera contratar a alguien para dirigir la fábrica.


La ley de Renato. La causa de todas las tensiones, especialmente entre él y Paula. La mujer de la que había intentado deshacerse después de haberla convencido para acostarse con él.


¿Cómo podía una mujer afectarlo tanto? Siempre estaba intentando adivinar lo próximo que haría o enloqueciendo de deseo por ella. De nuevo evitaban estar en la misma habitación salvo para las comidas, cuando Nolen no le quitaba ojo de encima a Pedro.


Luciano la había convencido para que fuera a cenar con ellos, y allí estaba, sentada entre él y Luciano en la mesa circular. Al mirarla advirtió que torcía el gesto en una mueca de desagrado y se preguntó qué ocultaría bajo la radiante fachada que le mostraba al mundo. Por una vez decidió averiguarlo.


–¿Qué ocurre? –le preguntó.


–Mi padre está sentado junto a la ventana –dijo, inclinando la cabeza.


–Ese título le queda un poco grande –comentó Luciano.


–¿Cómo lo sabes? –le preguntó Pedro.


–Porque ella me lo ha dicho. Cuando dos personas hablan se cuentan cosas, ¿sabes?


Pedro decidió ignorarlo. Luciano estaba muy susceptible desde la lectura del testamento.


–¿No te hablas con tu familia, Paula?


Ella se encogió de hombros como quitándole importancia, pero la forma en que se mordió el labio sugería lo contrario.


–No si puedo evitarlo, pero no pasa nada. A ellos tampoco les interesa mucho hablar conmigo.


Pedro se fijó en que la mujer sentada al lado del padre de Paula era mucho más joven que él.


–¿Y tu madre?


–Con ella hablo más a menudo, cuando me llama por teléfono.


–¿Para saber cómo estás?


–No exactamente.


–¿Entonces para qué?


Paula se quedó callada y fue Luciano quien respondió por ella.


–Para pedirme dinero.


–Creía que tus padres tenían dinero.


–Mi padre sí. Mi madre no tiene un centavo.


–¿Y por eso recurre a ti?


–No. Después del primer año que pasé con Lily mi madre comprendió que no iba a seguir pagando sus vicios. No sé por qué se molesta en seguir llamándome.


–Tus padres se divorciaron cuando tú tenías…


–Ocho años. La ruptura fue muy desagradable. Mi madre le dio motivos de sobra: infidelidad, alcoholismo…


–¿Y te dejó con ella?


–Los empresarios ricos tienen cosas más importantes de las que ocuparse que criar a un niña, o eso dijo él.
–Le pagó a mi madre para que se ocupara de mí, aunque las continuas aventuras de mi madre lo llevaron a reducir a pensión alimenticia. Eso no impidió que mi madre siempre le pidiera más, alegando que yo necesitaba uniformes o libros para la escuela, o inventándose cualquier cosa.


–¿Y le funcionaba?


–No tanto como le habría gustado, y por eso dejó de considerarme útil.


–¿Cómo se las arregla sin tus ingresos?


–Igual que hacía antes. Echándose novios ricos que la mantengan. Ha estado con muchos hombres, incluso volvió a casarse, aunque con la edad lo va teniendo más difícil, y cada dos meses me llama para pedirme dinero. En Alfonso Manor tengo casi todos los gastos cubiertos y me queda suficiente dinero para mandarle, pero…


–Sería malgastarlo.


–Exacto. En vez de eso abrí una cuenta en la que ingreso dinero todos los meses. Mi madre ni siquiera sabe que tiene un fondo de pensión.


Siguiendo un impulso, alargó el brazo y le acarició la mano a Paula, deleitándose una vez más con la suavidad de su piel.


Ella se removió, incómoda con la conversación o tal vez con la caricia. No hablaba mucho de ella. En realidad apenas hablaba, salvo cuando se trataba de defender a alguien.


La única otra mujer enteramente altruista que había conocido había sido su madre. Comparó la infancia de Paula con la suya antes de instalarse en Alfonso Manor. El padre de Pedro había sido un hombre bueno y atento que compaginaba su trabajo como profesor con su vida familiar. 


Pero cuando entró a trabajar en la fábrica todo cambió; por las noches llegaba exhausto a casa y por las mañanas se marchaba antes de que sus hijos se despertaran. Pedro lo echaba terriblemente de menos, y fue su madre quien pagó las consecuencias de aquel abandono involuntario.


Miró a la mujer que tenía al lado, aparentemente tan segura de sí misma, y recordó lo que había sufrido de niña para recibir atención. En vez de ayudarla él había intentado echarla del único hogar que ella había podido crearse.


 ¿Cómo se podía ser tan mezquino?


Y sin embargo ella había encauzado su vida de una manera admirable. Pero eso no bastaba para librarle de un amargo sentimiento de culpa.


Tenía que alejarse de ella. Mantener una relación, del tipo que fuera, era una locura. El problema era que no podía apartarse de ella. Ni quería hacerlo.


¿Cómo iba a refrenarse durante los próximos diez meses?







jueves, 23 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 17





Paula se detuvo al entrar en el estudio. Era la última en llegar, pero no podía demorar más lo inevitable. Pedro se acabaría marchando, independientemente de lo que dijera el testamento. Su irresistible atractivo casi la había hecho olvidarse de eso. Lástima que su actitud no bastara para enfriarle la libido.


Pedro se acercó como si quisiera hablar con ella, pero Paula lo ignoró. No era el mejor momento para enfrentarse a él. Se dirigió hacia el sofá y tomó asiento junto a Luciano, quien le sonrió. Que Pedro pensara lo que quisiera.


Canton sacó los documentos de su maletín y a Paula se le encogió el pecho. Además de los nietos de Renato estaban Nolen y Maria. ¿Había sido el propósito de Renato controlarlos a todos? Nunca había confiado en él, ni vivo ni muerto. Pero con el bienestar de Lily en juego no podía dar la espalda a lo que estuviera escrito en aquellos papeles. Lily era lo único que le importaba. Ni su corazón roto ni el maldito orgullo de Pedro. Solo Lily, la mujer que lo había sacrificado todo por sus seres queridos.


–Como os podréis imaginar –comenzó Canton–, Renato dejó instrucciones muy detalladas sobre cómo debían continuar las cosas después de su muerte.


Todos se removieron en sus asientos. Canton sabía lo que se avecinaba. Lo decía el brillo de sus pequeños ojos tras las gafas.


–¿Queréis que os lea el testamento íntegro o preferís un resumen? –les dio a elegir.


–Dinos tan solo cómo podemos deshacer el enredo que montó Renato… Mi madre, la fábrica y este matrimonio –exigió Pedro. Paula fingió que no le dolía que la clasificaran como parte de un enredo. Entendía cómo debía de sentirse Pedro, y además, a ella siempre la habían visto como un estorbo.


–Los trámites de divorcio son sencillos y pueden iniciarse enseguida –dijo Julian.


–Sí, pero un divorcio dejaría a Paula en una posición desfavorable.


Paula respiró hondo. Era inevitable tener aquella discusión, por muy dolorosa que fuera.


–¿Y la nulidad matrimonial? –sugirió Luciano.


–Eso sería aún más sencillo –confirmó Julian.


–Sí –dijo Canton–. Una anulación sería un proceso muy sencillo –miró a Paula y arqueó una ceja–. Pero un requisito indispensable es que el matrimonio no haya sido consumado, y no creo que ese sea el caso…


Paula bajó la mirada y se encogió de vergüenza. Que se hablara de su sexualidad en una habitación llena de testosterona era lo último que quería.


–¿Y si declaramos que hubo coacción? –preguntó Pedro.


Paula levantó la cabeza. ¿Estaba Pedro sugiriendo que…?


–Renato me coaccionó para que hiciera esto –continuó él–. 
Paula se ofreció voluntaria, pero solo intentaba ayudarnos a mí y a Lily. Tenemos que enfocarlo desde esa perspectiva.


–No importa –respondió Canton–. Renato quería que todo siguiera igual. Si me dejáis continuar…


–Adelante –exigió Pedro. Julian y Luciano asintieron, y Paula permaneció en silencio. No quería nada de aquel testamento. Nada, salvo que le dejaran cuidar de su amiga
en paz.


–Renato cambió su testamento después del regreso de Pedro y el posterior matrimonio.


Paula oyó maldecir a Pedro y suspirar a Luciano.


–Su deseo era que el matrimonio durase todo el año, y estaba convencido de que intentarías romper el trato si él moría.


A Paula se le revolvió el estómago. Renato conocía demasiado bien a su nieto.


–¿Y con qué va a amenazarme ahora? –preguntó Pedro con irritación–. Ya no puede usar a mi madre para chantajearme.


La sonrisa de Canton le recordó a Paula al hombre al que había temido y despreciado mientras estaba vivo.


–¿Quién ha dicho que Lily ya no cuente?


Paula dio un grito ahogado.


–¿Qué estás diciendo?


–Digo que te quedarás aquí y cuidarás de Lily y que Pedro se quedará para ocuparse de la fábrica, tal y como quería Renato.


–¿Por qué?


–Porque la custodia de Lily depende ahora de mí, como también el control de las finanzas de la familia.


Los hombres que la rodeaban se pusieron en pie y empezaron a maldecir, pero Paula permaneció inmóvil en el sofá. El miedo por su futuro y por el de Lily le impedía respirar, pero una parte de ella, una pequeña parte que se negaba a aceptar, se alegraba de que Pedro no pudiera marcharse.


–Todo seguirá como hasta ahora. A final de año se repartirá la herencia y la custodia de Lily recaerá en Julian.


Pedro se adelantó, echándole una mirada asesina a Canton.


–¿Por qué quieres controlar a una mujer que no puede defenderse, apartándola de su familia y amenazando su salud? ¿Serías capaz de dejar sin trabajo a todo un pueblo?


–No puedes hacerlo –añadió Julian–. Se trata de nuestra madre. Podemos impedirlo.


–Según este testamento sí puedo hacerlo –arguyó Canton, agitando los papeles–. Podéis recurrir, pero el proceso llevaría más tiempo del que Pedro y Paula tienen que respetar para cumplir las condiciones. Si se ciñen a las instrucciones de Renato, vuestra madre estará perfectamente.


–Espera –dijo Paula, levantándose–. ¿Has dicho que se repartirá la herencia?


–Sí.


–Puesto que están presentes, supongo que Maria y Nolen también recibirán algo, ¿no? ¿Van a tener que esperar a que cumplamos los requisitos antes de recibir su parte?


–No lo he decidido yo, querida. Está en el testamento. Si no se cumple la última voluntad de Renato, se procederá a la liquidación de los bienes y al traslado de Lily, y nadie recibirá nada. Julian tendrá la custodia de Lily, pero la herencia irá a la universidad y la fábrica se cerrará.


–La jubilación de Nolen y Maria depende de esa herencia –le recordó Paula. Después de todo lo que habían sufrido con Renato merecían pasar el resto de sus vidas con una pensión decente–. De modo que si no acatamos los deseos de Renato será peor para todos… ¿Vas a cumplir sus instrucciones al pie de la letra?


–Sí.


–¿Pero por qué? –preguntó, horrorizada.


–Por dinero –espetó Pedro con asco–. ¿Por qué si no? ¿Fue generoso contigo, Canton?


La rata volvió a asentir.


–Mucho. Pero Renato Alfonso era mi cliente y estoy obligado a cumplir su voluntad. Os aconsejo que os atengáis al testamento y no emprendáis acciones legales.








CHANTAJE: CAPITULO 16





Pedro entró en el estudio con el corazón acelerado y vio al hombre junto a la ventana. Se había quedado sorprendido cuando Nolen le comunicó quién lo estaba esperando. Leo Balcher había sido una obsesión desde la visita a la fábrica, y que se presentara de improviso en Alfonso Manor era un golpe de suerte. Quedaba por ver si buena o mala.


Observó a su rival unos instantes. Balcher apoyaba sus rollizas manos en los estantes a cada lado de la ventana y contemplaba las tierras como si ya le pertenecieran.


Se dio la vuelta cuando Pedro cerró la puerta y le dedicó una sonrisa excesivamente jovial. Por desgracia para él, Pedro nunca se había tragado la hipocresía sureña y no iba a empezar a hacerlo con Balcher. Pedro se había abierto camino por sí mismo en un mundo difícil, y juzgaba a los demás por el mismo criterio de esfuerzo y sacrificio.


Y también a las mujeres. Alguien como Paula estaba muy por encima de muchos de los miembros de la alta sociedad que había conocido en Nueva York. Y desde luego valía mucho más que aquel hombre.


Balcher cruzó la habitación con la mano extendida. Su traje azul marino y excesivamente ceñido a su oronda figura contrastaba con el polo y los pantalones caquis de Pedro, quien no pudo evitar una sonrisa al notar cómo Balcher se fijaba en su atuendo. En circunstancias normales Pedro jamás acudiría a una reunión de negocios vestido así, pero seguía siendo más elegante que la panda de gallitos perfumados a los que encontró en la entrada del juzgado.


–Señor Alfonso. Es un placer conocerlo.


–Por favor, llámeme Pedro –dijo él, resistiendo el fuerte apretón de manos.


–Este lugar es muy bonito,Pedro  –comentó Balcher, en esa ocasión observando posesivamente el estudio, oscuro y agobiante con su macizo escritorio de caoba, sus pesadas cortinas y su espejo ornamentado–. Espero que la familia se encuentre bien, dadas las circunstancias.


Pedro se sentó en el sillón de cuero.


–Gracias –respondió en el tono más cordial que pudo–. Hacemos lo que podemos. ¿Qué puedo hacer por usted esta mañana?


–Creía que Renato le habría hablado de mí y de mi interés por Alfonso Mills.


–Me sorprende que haya venido a hablar de negocios apenas ha muerto mi abuelo.


Balcher ocupó otro sillón y se ajustó el nudo de la corbata.


–No hay por qué ser tan brusco… Simplemente me gustaría poner el asunto en marcha antes de que intervengan otras partes interesadas.


Pedro se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en la mesa.


–Esta es mi forma de hacer negocios… Lo toma o lo deja.


Aunque quería marcharse de allí cuanto antes, jamás le vendería la fábrica a aquel hombre. La falsa amabilidad de Balcher no ocultaba su insaciable avaricia y falta de escrúpulos. Y bajo ningún concepto dejaría Pedro las vidas y el modo de sustento de todos los que dependían de él en manos de alguien que no le gustaba a primera vista.


–En ese caso, imagino que su abuelo le habrá informado de nuestras conversaciones sobre la compra de la fábrica y de todo lo relacionado…


–Maria me ha dicho que teníamos visita y he pensado en traer un refrigerio –dijo Paula, entrando en el estudio con una bandeja con té y pasteles. Pedro se alegró mucho de verla, a su pesar.


Podría pasarse mirándola todo el día, pero apenas la había visto desde el funeral. Salía de una habitación cuando él entraba y comía en el dormitorio de Lily mientras que él lo hacía con sus hermanos. Si seguía igual cuando Julian y Luciano se marcharan acabaría comiendo solo.


¿Y de quién sería la culpa?


–No será necesario,Paula. El señor Balcher no se quedará mucho tiempo.


–Oh… –los miró con unos ojos oscuros tan inocentes que Pedro supo que estaba tramando algo–. ¿Seguro que no le apetece probar uno de los deliciosos pasteles de Maria? Se deshacen en la boca.


La expresión de Balcher le hizo preguntarse a Pedro qué quería probar realmente, si los pasteles o a Paula. Un furioso arrebato se apoderó de él, pero lo sofocó a tiempo. No quería verla allí. Era una distracción para su propósito personal y profesional. ¿Sería capaz de decirle que se fuera?


–Creo que no nos han presentado –dijo Balcher, despejando la mesa para que Paula pudiera dejar la bandeja–. Soy Leo Balcher, el dueño de Crystal Cotton.


Paula le tendió la mano con una elegancia exquisita.


–Hola, yo soy Paula. La mujer de Pedro.


Balcher los miró a uno y a otro con ojos muy abiertos.


–Creía que todos los chicos Alfonso eran solteros. ¿De dónde ha salido una preciosidad como usted?


La irritación de Pedro crecía por momentos, sin saber a quién dirigirla realmente. ¿Qué demonios se proponía Paula?


–Paula es del pueblo –dijo, mirándola fijamente.


Balcher debió de verla entonces como una posible aliada.


–Ah, bien. Estábamos hablando de la compra de la fábrica.


Ella miró fugazmente a Pedro, quien finalmente lo comprendió. Paula había dedicado su vida a cuidar de Lily y estaba dispuesta a cargarse el peso de todo el pueblo sobre los hombros. Pedro le había dicho que trabajarían juntos, y en vez de avisarla había ido él solo al encuentro de Balcher, dejándola a ella fuera…


–Balcher. Mi abuelo acaba de ser enterrado y viene usted a hablar de negocios en pleno luto. ¿No le parece que eso es ser un poco brusco? –preguntó en tono sarcástico.


El hombre se recostó en el sillón, haciéndolo crujir bajo su peso.


–Bueno, no parece que usted haya frecuentado mucho esta casa en los últimos años –desvió la mirada ante la intensidad que despedían los ojos de Pedro–. He oído que no se tenían mucho afecto, por lo que no veo motivo por el que deba asumir una carga tan grande. Al fin y al cabo, dudo que después de vivir en Nueva York quiera instalarse en este pueblecito perdido del sur.


–Tiene razón. No había ningún sentimiento de lealtad hacía mi abuelo. Francamente, siempre me pareció un tirano.


El rostro de Balcher se endureció, y Pedro confió en que se estuviera haciendo una idea del hombre con el que trataba. No un viejo decrépito al final de su vida, sino un joven ambicioso y decidido.


–¿Y para qué quiere usted otra fábrica? –preguntó Paula, fingiendo asombro–. ¿No tiene ya bastantes?


¡La pequeña arpía intentaba sonsacarle información por ella misma! Pedro era perfectamente capaz de rechazar la oferta de Balcher y de acompañarlo a la puerta cuando fuera el momento.


Pero ella no confiaba en que lo hiciera…


Era lógico. Paula se jugaba mucho en aquel asunto. El pueblo era su hogar y sus habitantes le eran muy importantes. Su interés estaba sobradamente justificado. 


Ojalá no desviara la conversación del punto al que quería llegar Pedro.


–Así son los negocios, querida –repuso Balcher, imitando su tono. Pedro tenía la sensación de estar asistiendo a una obra de teatro–. El mercado es muy competitivo y hay que tomar decisiones difíciles. Es imposible que todas las fábricas puedan seguir operativas.


Paula se retiró al fondo y la libido de Pedro se desató al ver las emociones reflejadas en su rostro. Demostraba una pasión formidable cuando defendía a alguien o cuando se enfadaba y olvidaba ser una dama.


Por suerte, la mesa ocultaba su excitación a ojos de Balcher.


–Pero entiendo que Alfonso Mills es especial –continuó Balcher con una pequeña sonrisa–. Y esta casa sería perfecta para mí. Después de todo lo que he oído sobre Pedro pensaba que podríamos llegar a un acuerdo.


–Entiendo –dijo Pedro–. ¿Y en qué clase de acuerdo ha pensado? Creo que Bateman, el director, alberga algunas sospechas.


–¿Sospechas? ¿De qué? Son negocios, nada más.


Pedro vio que Paula, situada detrás de Balcher, abría la boca para protestar. Sabía lo que estaba pensando. No solo eran negocios; se trataba de las casas y los trabajos de muchas personas. Pero Pedro necesitaba obtener más información.


–Eso lo sabemos usted y yo, pero los otros no lo ven así. No puedo impedir que Bateman acuda a las autoridades.


Balcher volvió a moverse en el sillón.


–¿A las autoridades?


–Bueno, usted no es precisamente famoso por jugar limpio, pero un fallo en las máquinas podría causar un accidente. Imagínese si la noticia llegara a la prensa…


A Balcher casi se le salieron los ojos de las órbitas, pero no tardó en recuperar la compostura.


–No sé de qué está hablando, pero si este pequeño problema es demasiado para usted, estaré encantado de quitárselo de encima, junto a todos los beneficios que supondría.


–Es una lástima, porque pensando en lo mejor para la fábrica y para Black Hills no puedo vendérsela a un hombre como usted –sonrió–. Lamento haberle hecho perder el tiempo –un guiño a la hipocresía sureña.


Estaba acompañando a Balcher a la puerta cuando esta se abrió y apareció Nolen. ¿Estaba todo el mundo escuchando la conversación?


–Solo le estoy pidiendo que considere la oferta… –insistió Balcher.


–Sé muy bien lo que quiere y la respuesta es no. No vamos a vender. Y ahora, márchese de mi casa.


Pedro no se le pasó por alto la expresión satisfecha de Paula. Por desgracia él ya no podría volver a provocársela en la intimidad.


Balcher no se dio por vencido y le ofreció su tarjeta a Pedro.


–Si cambia de opinión cuando las cosas se pongan más difíciles… y más caras, aquí tiene mi número.


Pedro no dudó un segundo y rompió la tarjeta en dos.


–Ya veo –dijo Balcher, entornando la mirada y frunciendo el ceño. Se giró lentamente hacia Paula y volvió a mirar a Pedro con una sonrisa–. Creía que la familia era lo más importante para usted en estos momentos, y no los negocios.


Pedro se puso en guardia. ¿Lo estaba amenazando? Miró a Nolen, quien también miraba a Balcher con desconfianza.


–¿Qué significa eso? –exigió saber Paula, perdiendo sus buenos modales.


–Nada, señora –respondió Balcher–. Sé que su flamante marido hará lo que sea por protegerla, pero pensaba que querría hacer lo mejor para todos ustedes y para el pueblo.


–Y así es –declaró Pedro, decidiendo que ya estaba bien de formalidades–. Pero puedo proteger a mi familia sin olvidarme de toda la gente que trabaja en la fábrica, en vez de vendérsela a alguien que solo quiere cerrarla.


–Igual que hizo con Athens Mill el año pasado, ¿no? –añadió Paula.


Balcher no lo negó, aunque pareció sorprendido. Se dirigió en silencio hacia la puerta abierta, ignorando a Nolen. Tal vez estaba cansado de toparse con un muro, o tal vez había decidido retirarse y preparar su próxima jugada contra unos rivales que eran más duros de lo que parecían. Antes de marcharse, sin embargo, se volvió una vez más hacia Pedro.


–Puede que no estuviera muy unido a su abuelo, pero hay mucho del viejo en usted.


La puerta se cerró tras él, y Pedro se vio invadido por la furia y el rechazo. Tuvo que esperar unos segundos para despejarse, antes de volverse hacia Paula.


–¿A qué demonios ha venido eso de entrar en el estudio con té y pasteles?


Paula volvió a adoptar una expresión inocente, pero esa vez parecía más nerviosa.


–No sé a qué te refieres. Solo estaba siendo educada.


–Me estabas espiando.


–No digas tonterías.


Pedro la arrinconó contra las estanterías. El olor a flores lo invadió, pero no permitió que lo distrajera de su enojo.


–Vamos a dejar clara una cosa –le dijo en el mismo tono que había empleado con ella de niño–. A mí no se me espía, a mí no se me manipula y conmigo no se juega. Ya tuve bastante de eso con mi abuelo y no voy a tolerarlo en una esposa.


Por un instante le pareció detectar la misma expresión dolida que había visto años antes, pero fue rápidamente reemplazada por algo mucho más fuerte. Paula se apartó y lo miró con la cabeza erguida.


–Pues no hagas que tenga que espiarte. Sé abierto y honesto como fuiste en la fábrica. Colabora conmigo como dijiste.


Las pupilas dilatadas de Paula, el pulso en el cuello, la punta de la lengua humedeciendo los labios. Una emoción primitiva empezó a apoderarse de Pedro. Si no se controlaba acabaría estrechándola en sus brazos y…


Respiró profundamente y cambió de tema.


–Supongo que hacemos un buen equipo como poli bueno, poli malo.


Ella arqueó una ceja con arrogancia, dándole a entender que aún no confiaba en él.


–Podrías haber vendido la fábrica.


–¿A ese tipo sin escrúpulos? Ni hablar –Pedro sabía que debería apartarse, pero no podía moverse.


Ella examinó su rostro buscando alguna confirmación. Pero tendría que aprender a confiar en él por sus actos. Aunque si la lectura del testamento se desarrollaba según sus expectativas, a Paula no le quedaría mucho tiempo para aprender. La perspectiva de una separación inminente obligó a Pedro a girarse y dirigirse a la puerta.


–Los empleados no son los únicos en enterarse de lo que está pasando.


–¿No confías en mí?


–¿Debería? –preguntó ella en voz baja. Aquella única palabra hizo que Pedro recordase todo lo que debería olvidar. Piel ardiente. Cuerpos palpitantes. Manos ansiosas.


Paula echó un vistazo a su reloj.


–Tengo que ir a ver a Lily.


Algo en el interior de Pedro se rebeló. Aquella podría ser su última ocasión para estar con ella.


–¿Y tú? ¿Estás bien?


Ella giró lentamente la cabeza hacia él.


–¿Estás preocupado por mí? ¿O temes que te dificulte más las cosas?


–Estos últimos días han sido una locura, y van a ser aún más frenéticos.


–¿Por qué?


–Ahora que Renato está muerto, podemos dejar atrás esta situación.


El rostro de Paula se tornó inexpresivo.


–Estarás contento de volver a Nueva York.


–Mi lugar está allí.


Ella lo miró fijamente.


–¿Estás seguro de ello?