jueves, 23 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 16





Pedro entró en el estudio con el corazón acelerado y vio al hombre junto a la ventana. Se había quedado sorprendido cuando Nolen le comunicó quién lo estaba esperando. Leo Balcher había sido una obsesión desde la visita a la fábrica, y que se presentara de improviso en Alfonso Manor era un golpe de suerte. Quedaba por ver si buena o mala.


Observó a su rival unos instantes. Balcher apoyaba sus rollizas manos en los estantes a cada lado de la ventana y contemplaba las tierras como si ya le pertenecieran.


Se dio la vuelta cuando Pedro cerró la puerta y le dedicó una sonrisa excesivamente jovial. Por desgracia para él, Pedro nunca se había tragado la hipocresía sureña y no iba a empezar a hacerlo con Balcher. Pedro se había abierto camino por sí mismo en un mundo difícil, y juzgaba a los demás por el mismo criterio de esfuerzo y sacrificio.


Y también a las mujeres. Alguien como Paula estaba muy por encima de muchos de los miembros de la alta sociedad que había conocido en Nueva York. Y desde luego valía mucho más que aquel hombre.


Balcher cruzó la habitación con la mano extendida. Su traje azul marino y excesivamente ceñido a su oronda figura contrastaba con el polo y los pantalones caquis de Pedro, quien no pudo evitar una sonrisa al notar cómo Balcher se fijaba en su atuendo. En circunstancias normales Pedro jamás acudiría a una reunión de negocios vestido así, pero seguía siendo más elegante que la panda de gallitos perfumados a los que encontró en la entrada del juzgado.


–Señor Alfonso. Es un placer conocerlo.


–Por favor, llámeme Pedro –dijo él, resistiendo el fuerte apretón de manos.


–Este lugar es muy bonito,Pedro  –comentó Balcher, en esa ocasión observando posesivamente el estudio, oscuro y agobiante con su macizo escritorio de caoba, sus pesadas cortinas y su espejo ornamentado–. Espero que la familia se encuentre bien, dadas las circunstancias.


Pedro se sentó en el sillón de cuero.


–Gracias –respondió en el tono más cordial que pudo–. Hacemos lo que podemos. ¿Qué puedo hacer por usted esta mañana?


–Creía que Renato le habría hablado de mí y de mi interés por Alfonso Mills.


–Me sorprende que haya venido a hablar de negocios apenas ha muerto mi abuelo.


Balcher ocupó otro sillón y se ajustó el nudo de la corbata.


–No hay por qué ser tan brusco… Simplemente me gustaría poner el asunto en marcha antes de que intervengan otras partes interesadas.


Pedro se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en la mesa.


–Esta es mi forma de hacer negocios… Lo toma o lo deja.


Aunque quería marcharse de allí cuanto antes, jamás le vendería la fábrica a aquel hombre. La falsa amabilidad de Balcher no ocultaba su insaciable avaricia y falta de escrúpulos. Y bajo ningún concepto dejaría Pedro las vidas y el modo de sustento de todos los que dependían de él en manos de alguien que no le gustaba a primera vista.


–En ese caso, imagino que su abuelo le habrá informado de nuestras conversaciones sobre la compra de la fábrica y de todo lo relacionado…


–Maria me ha dicho que teníamos visita y he pensado en traer un refrigerio –dijo Paula, entrando en el estudio con una bandeja con té y pasteles. Pedro se alegró mucho de verla, a su pesar.


Podría pasarse mirándola todo el día, pero apenas la había visto desde el funeral. Salía de una habitación cuando él entraba y comía en el dormitorio de Lily mientras que él lo hacía con sus hermanos. Si seguía igual cuando Julian y Luciano se marcharan acabaría comiendo solo.


¿Y de quién sería la culpa?


–No será necesario,Paula. El señor Balcher no se quedará mucho tiempo.


–Oh… –los miró con unos ojos oscuros tan inocentes que Pedro supo que estaba tramando algo–. ¿Seguro que no le apetece probar uno de los deliciosos pasteles de Maria? Se deshacen en la boca.


La expresión de Balcher le hizo preguntarse a Pedro qué quería probar realmente, si los pasteles o a Paula. Un furioso arrebato se apoderó de él, pero lo sofocó a tiempo. No quería verla allí. Era una distracción para su propósito personal y profesional. ¿Sería capaz de decirle que se fuera?


–Creo que no nos han presentado –dijo Balcher, despejando la mesa para que Paula pudiera dejar la bandeja–. Soy Leo Balcher, el dueño de Crystal Cotton.


Paula le tendió la mano con una elegancia exquisita.


–Hola, yo soy Paula. La mujer de Pedro.


Balcher los miró a uno y a otro con ojos muy abiertos.


–Creía que todos los chicos Alfonso eran solteros. ¿De dónde ha salido una preciosidad como usted?


La irritación de Pedro crecía por momentos, sin saber a quién dirigirla realmente. ¿Qué demonios se proponía Paula?


–Paula es del pueblo –dijo, mirándola fijamente.


Balcher debió de verla entonces como una posible aliada.


–Ah, bien. Estábamos hablando de la compra de la fábrica.


Ella miró fugazmente a Pedro, quien finalmente lo comprendió. Paula había dedicado su vida a cuidar de Lily y estaba dispuesta a cargarse el peso de todo el pueblo sobre los hombros. Pedro le había dicho que trabajarían juntos, y en vez de avisarla había ido él solo al encuentro de Balcher, dejándola a ella fuera…


–Balcher. Mi abuelo acaba de ser enterrado y viene usted a hablar de negocios en pleno luto. ¿No le parece que eso es ser un poco brusco? –preguntó en tono sarcástico.


El hombre se recostó en el sillón, haciéndolo crujir bajo su peso.


–Bueno, no parece que usted haya frecuentado mucho esta casa en los últimos años –desvió la mirada ante la intensidad que despedían los ojos de Pedro–. He oído que no se tenían mucho afecto, por lo que no veo motivo por el que deba asumir una carga tan grande. Al fin y al cabo, dudo que después de vivir en Nueva York quiera instalarse en este pueblecito perdido del sur.


–Tiene razón. No había ningún sentimiento de lealtad hacía mi abuelo. Francamente, siempre me pareció un tirano.


El rostro de Balcher se endureció, y Pedro confió en que se estuviera haciendo una idea del hombre con el que trataba. No un viejo decrépito al final de su vida, sino un joven ambicioso y decidido.


–¿Y para qué quiere usted otra fábrica? –preguntó Paula, fingiendo asombro–. ¿No tiene ya bastantes?


¡La pequeña arpía intentaba sonsacarle información por ella misma! Pedro era perfectamente capaz de rechazar la oferta de Balcher y de acompañarlo a la puerta cuando fuera el momento.


Pero ella no confiaba en que lo hiciera…


Era lógico. Paula se jugaba mucho en aquel asunto. El pueblo era su hogar y sus habitantes le eran muy importantes. Su interés estaba sobradamente justificado. 


Ojalá no desviara la conversación del punto al que quería llegar Pedro.


–Así son los negocios, querida –repuso Balcher, imitando su tono. Pedro tenía la sensación de estar asistiendo a una obra de teatro–. El mercado es muy competitivo y hay que tomar decisiones difíciles. Es imposible que todas las fábricas puedan seguir operativas.


Paula se retiró al fondo y la libido de Pedro se desató al ver las emociones reflejadas en su rostro. Demostraba una pasión formidable cuando defendía a alguien o cuando se enfadaba y olvidaba ser una dama.


Por suerte, la mesa ocultaba su excitación a ojos de Balcher.


–Pero entiendo que Alfonso Mills es especial –continuó Balcher con una pequeña sonrisa–. Y esta casa sería perfecta para mí. Después de todo lo que he oído sobre Pedro pensaba que podríamos llegar a un acuerdo.


–Entiendo –dijo Pedro–. ¿Y en qué clase de acuerdo ha pensado? Creo que Bateman, el director, alberga algunas sospechas.


–¿Sospechas? ¿De qué? Son negocios, nada más.


Pedro vio que Paula, situada detrás de Balcher, abría la boca para protestar. Sabía lo que estaba pensando. No solo eran negocios; se trataba de las casas y los trabajos de muchas personas. Pero Pedro necesitaba obtener más información.


–Eso lo sabemos usted y yo, pero los otros no lo ven así. No puedo impedir que Bateman acuda a las autoridades.


Balcher volvió a moverse en el sillón.


–¿A las autoridades?


–Bueno, usted no es precisamente famoso por jugar limpio, pero un fallo en las máquinas podría causar un accidente. Imagínese si la noticia llegara a la prensa…


A Balcher casi se le salieron los ojos de las órbitas, pero no tardó en recuperar la compostura.


–No sé de qué está hablando, pero si este pequeño problema es demasiado para usted, estaré encantado de quitárselo de encima, junto a todos los beneficios que supondría.


–Es una lástima, porque pensando en lo mejor para la fábrica y para Black Hills no puedo vendérsela a un hombre como usted –sonrió–. Lamento haberle hecho perder el tiempo –un guiño a la hipocresía sureña.


Estaba acompañando a Balcher a la puerta cuando esta se abrió y apareció Nolen. ¿Estaba todo el mundo escuchando la conversación?


–Solo le estoy pidiendo que considere la oferta… –insistió Balcher.


–Sé muy bien lo que quiere y la respuesta es no. No vamos a vender. Y ahora, márchese de mi casa.


Pedro no se le pasó por alto la expresión satisfecha de Paula. Por desgracia él ya no podría volver a provocársela en la intimidad.


Balcher no se dio por vencido y le ofreció su tarjeta a Pedro.


–Si cambia de opinión cuando las cosas se pongan más difíciles… y más caras, aquí tiene mi número.


Pedro no dudó un segundo y rompió la tarjeta en dos.


–Ya veo –dijo Balcher, entornando la mirada y frunciendo el ceño. Se giró lentamente hacia Paula y volvió a mirar a Pedro con una sonrisa–. Creía que la familia era lo más importante para usted en estos momentos, y no los negocios.


Pedro se puso en guardia. ¿Lo estaba amenazando? Miró a Nolen, quien también miraba a Balcher con desconfianza.


–¿Qué significa eso? –exigió saber Paula, perdiendo sus buenos modales.


–Nada, señora –respondió Balcher–. Sé que su flamante marido hará lo que sea por protegerla, pero pensaba que querría hacer lo mejor para todos ustedes y para el pueblo.


–Y así es –declaró Pedro, decidiendo que ya estaba bien de formalidades–. Pero puedo proteger a mi familia sin olvidarme de toda la gente que trabaja en la fábrica, en vez de vendérsela a alguien que solo quiere cerrarla.


–Igual que hizo con Athens Mill el año pasado, ¿no? –añadió Paula.


Balcher no lo negó, aunque pareció sorprendido. Se dirigió en silencio hacia la puerta abierta, ignorando a Nolen. Tal vez estaba cansado de toparse con un muro, o tal vez había decidido retirarse y preparar su próxima jugada contra unos rivales que eran más duros de lo que parecían. Antes de marcharse, sin embargo, se volvió una vez más hacia Pedro.


–Puede que no estuviera muy unido a su abuelo, pero hay mucho del viejo en usted.


La puerta se cerró tras él, y Pedro se vio invadido por la furia y el rechazo. Tuvo que esperar unos segundos para despejarse, antes de volverse hacia Paula.


–¿A qué demonios ha venido eso de entrar en el estudio con té y pasteles?


Paula volvió a adoptar una expresión inocente, pero esa vez parecía más nerviosa.


–No sé a qué te refieres. Solo estaba siendo educada.


–Me estabas espiando.


–No digas tonterías.


Pedro la arrinconó contra las estanterías. El olor a flores lo invadió, pero no permitió que lo distrajera de su enojo.


–Vamos a dejar clara una cosa –le dijo en el mismo tono que había empleado con ella de niño–. A mí no se me espía, a mí no se me manipula y conmigo no se juega. Ya tuve bastante de eso con mi abuelo y no voy a tolerarlo en una esposa.


Por un instante le pareció detectar la misma expresión dolida que había visto años antes, pero fue rápidamente reemplazada por algo mucho más fuerte. Paula se apartó y lo miró con la cabeza erguida.


–Pues no hagas que tenga que espiarte. Sé abierto y honesto como fuiste en la fábrica. Colabora conmigo como dijiste.


Las pupilas dilatadas de Paula, el pulso en el cuello, la punta de la lengua humedeciendo los labios. Una emoción primitiva empezó a apoderarse de Pedro. Si no se controlaba acabaría estrechándola en sus brazos y…


Respiró profundamente y cambió de tema.


–Supongo que hacemos un buen equipo como poli bueno, poli malo.


Ella arqueó una ceja con arrogancia, dándole a entender que aún no confiaba en él.


–Podrías haber vendido la fábrica.


–¿A ese tipo sin escrúpulos? Ni hablar –Pedro sabía que debería apartarse, pero no podía moverse.


Ella examinó su rostro buscando alguna confirmación. Pero tendría que aprender a confiar en él por sus actos. Aunque si la lectura del testamento se desarrollaba según sus expectativas, a Paula no le quedaría mucho tiempo para aprender. La perspectiva de una separación inminente obligó a Pedro a girarse y dirigirse a la puerta.


–Los empleados no son los únicos en enterarse de lo que está pasando.


–¿No confías en mí?


–¿Debería? –preguntó ella en voz baja. Aquella única palabra hizo que Pedro recordase todo lo que debería olvidar. Piel ardiente. Cuerpos palpitantes. Manos ansiosas.


Paula echó un vistazo a su reloj.


–Tengo que ir a ver a Lily.


Algo en el interior de Pedro se rebeló. Aquella podría ser su última ocasión para estar con ella.


–¿Y tú? ¿Estás bien?


Ella giró lentamente la cabeza hacia él.


–¿Estás preocupado por mí? ¿O temes que te dificulte más las cosas?


–Estos últimos días han sido una locura, y van a ser aún más frenéticos.


–¿Por qué?


–Ahora que Renato está muerto, podemos dejar atrás esta situación.


El rostro de Paula se tornó inexpresivo.


–Estarás contento de volver a Nueva York.


–Mi lugar está allí.


Ella lo miró fijamente.


–¿Estás seguro de ello?





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