lunes, 20 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 8





Una semana después de haberle hecho la promesa a su madre le llegó la licencia de matrimonio, y Pedro se recordó que era lo máximo que podía hacer por su madre, y podría garantizar su bienestar y el del pueblo.


El problema era Paula. El encontronazo en las escaleras y la pasión con que ella se había enfrentado a él en el dormitorio lo acuciaban a disfrutar de todo lo que pudiera ofrecerle. Lo cual hacía necesario establecer algunas reglas básicas con su futura novia para que ambos supieran a qué atenerse.


Siguiendo las indicaciones de Maria, encontró a Paula en el jardín trasero, entre los lirios en flor de su madre. Estaba sentada en un banco de hierro y madera, a la sombra de un pequeño cerezo silvestre.


–Mira, Paula, en relación al matrimonio deberíamos empezar por…


–Buenas tardes, Pedro –lo saludó ella, entornando los ojos–. ¿Quieres hacerme compañía? –le señaló el banco que tenía enfrente.


–Estamos hablando de algo serio, Paula. Es un acuerdo de negocios que…


Pedro –imitó su tono severo–, en el sur no hacemos negocios de esa manera, ¿o es que lo has olvidado? Deja de comportarte como un cretino y siéntate.


Pedro sintió una mezcla de disgusto y admiración, pero fue la altiva mirada de Paula lo que le provocó una reacción corporal no muy apropiada. Era la misma mirada implacable que le había echado a Renato.


Él se había convertido en un neoyorquino, pero no había olvidado la hospitalidad sureña e hizo un esfuerzo por sentarse.


–¿Cómo te encuentras esta tarde, señorita Paula? ¿Estás preparada?


–Supongo –respondió ella, apartando la mirada–. No creo que las novias de verdad lleguen a estar preparadas del todo.


–Todo habrá acabado muy pronto. Antes de que te des cuenta yo volveré a Nueva York y tú volverás a ser libre.


–¿Qué quieres decir? –dijo frunciendo el ceño.


–¿No es evidente?


–Para mí no –se giró hacia él–. ¿Cómo va a acabar todo? ¿Cómo piensas ocuparte de tu madre y de la fábrica desde Nueva York? No puedes romper tu parte del trato, porque Renato…


–Cálmate –la interrumpió él–. Me ocuparé de que mi madre esté bien y de que un buen administrador se ocupe de la fábrica.


–¿Sin atenerte a la ley?


–Renato está jugando sucio. No puede esperar de mí un comportamiento impecable.


–Tu madre sí lo esperaría.


La observación de Paula le traspasó el alma. Tenía razón. Su madre siempre había esperado de sus hijos que tomaran el camino correcto, no el camino fácil.


–No te preocupes. Encontraré la manera de romper el acuerdo y arreglar este lío.


Un atisbo de dolor asomó brevemente en el rostro de Paula.


–Gracias.


–¿Podrías dejar de analizar cada palabra que digo y confiar en mí?


–No te conozco. ¿Por qué debería confiar en ti?


–Porque sé lo que hago. Mi abuelo cree ser más listo que nosotros. Nos está obligando a casarnos.


–En realidad, solo te está obligando a ti –repuso ella, recordándole la escena junto a la cama de su abuelo.


–¿Y vamos a permitir que se salga con la suya? 


Francamente, preferiría que el control estuviera en nuestras manos.


Ella asintió, al principio lentamente, pero luego con más determinación.


–¿Y qué propones exactamente?


–Que seamos como dos socios con unos cuantos objetivos claves. Sin presiones de ningún tipo.


Aquel acuerdo estaba destinado a facilitarle las cosas más a él que a ella. Por mucho que supiera que una relación íntima con aquella mujer sería un error fatal, no era ningún santo y no estaría solo en aquella cama. Y el sexo solo serviría para complicar aún más su marcha.







CHANTAJE: CAPITULO 7





Paula disfrutaba leyéndole a Lily, ya fueran libros de poesía, revistas del corazón o novelas de misterio. Aquel día estaba contándole una historia que se desarrollaba en un pequeño pueblo como el suyo cuando oyó unos golpes procedentes de la habitación contigua. Se cercioró de que Lily estaba bien y dejó el libro para ir corriendo al vestidor, que comunicaba con la habitación de Paula.


Al abrir la puerta, sin embargo, se encontró con lo que parecía una pared acolchada.


Volvió a la habitación de Lily y salió muy enfadada al pasillo. 


Nolen estaba en la puerta de su dormitorio, con los brazos cruzados en el pecho.


–¿Qué pasa? –exigió saber ella, pero Nolen se limitó a sacudir la cabeza.


¿Qué se proponía Pedro? Nada bueno, pensó al entrar en la habitación.


–¿Por qué estás cambiando los muebles? –gritó. Pedro no tenía derecho. Sencillamente no podía campar a sus anchas sin permiso.


El caos reinaba en la habitación, con todos los muebles y la cama fuera de su lugar.Pedro estaba de pie en el centro, con unos pantalones de camuflaje y una camisa azul remangada, revelando unos fuertes antebrazos salpicados de vello.


–Ya pueden marcharse –les dijo a los mozos.


Paula abrió los ojos como platos y se le formó un nudo en la garganta cuando los hombres se llevaron su viejo colchón con ella.


–Gracias, Nolen –oyó que decía Pedro antes de cerrar la puerta.


–¿No crees que tendríamos que haberlo hablado antes?


Él se encogió despreocupadamente de hombros, aumentando el temor de Paula.


–¿Por qué? Dijiste que estabas dispuesta a hacer esto por mi madre.


–Sí, pero no compartir una cama.


Él guardó un breve silencio.


–Renato encontrará la manera de salirse con la suya.


–Sí, pero cuando nos vea casados, tal vez…


–Sabes tan bien como yo que no se conformará con menos de lo que exige, Paula. Pero no te obligaré a hacer algo con lo que no te sientas cómoda.


Ella observó el desorden de la habitación y se esforzó por no ponerse a gritar.


–Pues eso es precisamente lo que estás haciendo. ¡No me siento nada cómoda con esto!


–Cada uno tendremos nuestro lado, y dejaré mi ropa y mis cosas arriba. Solo seremos dos personas que duermen una al lado de la otra.


Paula no pudo reunir el coraje para mirarlo a la cara y comprobar si estaba hablando en serio.


–Oye –dijo él–, si vamos a hacer esto tenemos que hacerlo de verdad. O lo aceptas o te vas.


Paula miró hacia la habitación de Lily.


–No, lo acepto –concedió, mirando el enorme colchón que dominaba su pequeña habitación–. ¿No podrías haber comprado al menos dos camas?


–¿Y qué tendría eso de divertido? –preguntó él con una pícara sonrisa.


Paula estaba tan cansada que casi no podía ponerse el camisón. Había sido un día muy largo, y seguramente la noche fuera aún más larga. Entre los cuidados de Lily, la salud de Renato, el trato que había aceptado y Pedro, estaba al borde de una crisis nerviosa.


Su suspiro resonó en la diminuta habitación. Pronto sería la mujer de Pedro Alfonso, y la mezcla de pavor, deseo e inquietud que le bullía en las venas no le permitiría pegar ojo hasta entonces.


Por suerte estaba tan agotada que empezó a dormirse nada más apoyar la cabeza en la almohada, pero entonces oyó un ruido procedente de la habitación de Lily. ¿Sería Nolen o Maria examinando a Lily antes de acostarse?


Se destapó y puso una mueca. En los dos años desde el derrame de Lily había oído ruidos con frecuencia, a veces eran los otros que se pasaban a darle las buenas noches, a veces era una rama del roble que rozaba la ventana, otras los chirridos y crujidos que emitía la propia casa.


Y cada vez, una parte de ella ansiaba que fuese su amiga. 


Que Lily se hubiera despertado y fuera hacia ella para abrazarla y decirle que no pasaba nada, que no la culpaba por lo sucedido.


Pero ese momento nunca llegaría.


A través de la puerta entreabierta del vestidor oyó una voz ahogada.


–Hola, mamá.


¿Pedro? Que ella supiera no había ido a ver a su madre desde su llegada. Sin poder resistirse, se levantó y caminó de puntillas hasta la puerta.


Pedro estaba sentado en una silla, tenía la cabeza agachada y los hombros hundidos, como si cargara un enorme peso.


Entonces, levantó la cabeza y le regaló la atractiva imagen de sus recias facciones y barba incipiente. A Paula le llamó la atención aquella muestra de cansancio y dejadez en un hombre siempre tan impecable. ¿Le rasparía la piel si la besara?


–Lo fastidié todo, mamá. Me marché siendo un crío lleno de rabia y orgullo. No sabía lo que me costaría, a mí y a todos nosotros… Pero especialmente a ti –se pasó la mano por el pelo–. No me culpaste entonces y seguramente tampoco lo harás ahora. Así eres tú. Pero yo sí me culpo. Yo…


El gemido ahogado le llegó a Paula al corazón. No parecía estar llorando, pero su dolor era inconfundible. Quería ir hacia él y abrazarlo y decirle que su madre lo entendía. Dio un paso adelante, pero consiguió detenerse a tiempo.


«Intrusa». Pedro no quería su consuelo. Y si supiera el papel que había tenido en el accidente de Lily, no querría ni mirarla a la cara.


–Pero te prometo que te compensaré, mamá. Te quedarás en esta casa el resto de tu vida.


«Yo también haré lo posible», pensó Paula.


Pedro se levantó, pero no se acercó a la cama.


–El abuelo cree que esto es un juego y que él mueve las piezas. Pero no es así. Es un castigo. Habías estado conmigo antes del accidente. Fuiste a verme porque yo me negaba a pisar esta casa. Resistirme al abuelo era más importante para mí que tú –dejó pasar otro largo rato de silencio–. Lo siento, mamá.


Se giró y abandonó la habitación.


Paula no podía moverse. Se había quedado paralizada al descubrir que, si bien todo era un juego para Renato, para Pedro era algo mucho más profundo. Estaba dispuesto a implicarse a fondo, y si alguna vez descubría la responsabilidad que había tenido Paula en el accidente de Lily, sería ella la que perdería más que nadie.





CHANTAJE: CAPITULO 6




Paula bajó con pies de plomo los escalones del juzgado de Black Hills. La tormenta de la noche anterior había dejado paso a una fresca brisa que agitaba los árboles de la plaza.


Y ella se sentía igual de sacudida mientras seguía temblorosamente a Pedro y a Canton. ¿Sería por el tiempo o estaba en estado de shock por haber firmado los papeles?


–Es oficial –había dicho el juez con una amplia sonrisa, satisfecho por casar a un Alfonso.


En realidad, aún no era del todo oficial, pues la licencia de matrimonio aún tardaría una semana, pero Paula sabía que no iba a cambiar de opinión. No podía darle la espalda a Lily, quien tanto se había sacrificado por ella.


Unos hombres se les acercaron al pie de la escalera. 


Vestidos con camisas y vaqueros parecía exactamente lo que eran, un grupo de trabajadores del pueblo que se disponía a empezar su fin de semana en el bar de Lola´s.


–Vaya, vaya, mirad esto… Si es Pedro Alfonso, que vuelve de Nueva York.


Paula se estremeció. Jason Briggs era el tipo más engreído de Black Hills, la compañía menos apropiada en su actual estado de nervios.


–Jason –lo saludó secamente Pedro, quien no debía albergar muy buenos recuerdos de él.


–¿Qué estás haciendo aquí? No creo que sea una visita de placer después de tanto tiempo –desvió la mirada hacia Paula–. ¿O quizá sí?


Las risitas de sus amigos inquietaron a Paula. Pedro no parecía un tipo que se enzarzara en una pelea, pero Jason era conocido por abusar de hombres más débiles que él. Las diferencias entre ambos no podrían ser más claras. Con sus pantalones de vestir y la camisa metida por dentro parecía un profesional apuesto y sofisticado, mientras que sus negros cabellos estilosamente engominados y su expresión taciturna le conferían aquel aire creativo que seguramente hacía suspirar a las mujeres de Nueva York.


Pero en aquella situación era como comparar un barril de dinamita con unos simples petardos. Jason y sus hombres podían ser los peces grandes en aquel pequeño estanque, pero Paula no dudaría en apostar por el tiburón que invadía sus dominios.


–Estoy aquí para ocuparme de los asuntos de mi abuelo ahora que él está enfermo –dijo Pedro tranquilamente, sin mencionar el verdadero propósito de su visita al juzgado.


–Incluyendo la dirección de la fábrica –añadió Canton.


El grupo empezó a murmurar, pero Jason zanjó las especulaciones


–No creo que pueda hacer más que el viejo Bateman.


–¿Quién es Bateman? –preguntó Pedro.


Todos lo miraron en silencio hasta que Paula respondió.


–Bateman es el actual director de la fábrica.


–¿Qué os parece? –dijo Jason, alzando la voz–. Ni siquiera sabe quién es el director y cree que va a acabar con todo lo que está pasando.


–Seguro que sabré arreglármelas –repuso Pedro sin perder un ápice de compostura.


Jason le sostuvo un momento la mirada, seguramente intentando que Pedro bajara la suya. No lo consiguió y miró a Paula, un blanco mucho más débil. Ella tuvo que reprimir el impulso de ocultarse detrás de la fuerte espalda de Pedro. Jason era algunos años mayor que ella, pero se le había insinuado cuando eran adolescentes y no había aceptado de buen grado su rechazo.


–Supongo que tú lo habrás puesto al día, ¿no, encanto? ¿Es información todo lo que le das? –convencido de haber asestado unos cuantos golpes certeros, Jason decidió que ya había terminado con ellos y se llevó a su equipo.


Pedro los vio marcharse antes de preguntar.


–¿De modo que trabaja en la fábrica?


–Sí –respondió Canton, anticipándose a Paula–. Su padre trabaja en el departamento de administración, creo.


–No le servirá de nada si vuelve a hablarle así a Paula.


Sorprendida, Paula observó la severa expresión de Pedro


Nadie la había defendido antes, o al menos nadie había podido hacer mucho en su defensa. Que Pedro castigara a Jason por ella… No sabía cómo sentirse al respecto.


Frunció el ceño mientras el grupo se alejaba. Tal vez se pareciera más a su madre de lo que quería admitir. Ninguno de los hombres del pueblo le había interesado mucho, y menos los idiotas como Jason, que creían ser un regalo para las mujeres. Pero el aura de sofisticación y seguridad que envolvía a Pedro le provocaba serios estragos cada vez que lo miraba.


Al girarse hacia los hombres se encontró con la mirada de Pedro. Sintió que le ardían las mejillas y rezó por que no adivinara sus pensamientos.


–¿A qué se refería? –preguntó él.


–Bueno… –¿por qué se lo preguntaba a ella y no al abogado?–. Ha habido algunos problemas en la fábrica. Envíos que se retrasan o se pierden, maquinaria que deja de funcionar inesperadamente… Cosas así.


–¿Sabotaje?


–De ningún modo –intervino Canton–. Tan solo es una coincidencia.


–Algunas personas opinan que sí es un sabotaje –dijo Paula. 


No quería mentirle a la persona que podría arreglar la situación–. Pero no hay ninguna prueba. La gente del pueblo empieza a ponerse nerviosa y a preocuparse por sus empleos…


Canton carraspeó y la fulminó con la mirada para hacerla callar.


–Todo irá bien cuando sepan que un Alfonso competente vuelve a estar al mando.


Pero Pedro seguía mirándola a ella, fija e intensamente.


¿Cuándo fue la última vez que un hombre la había mirado como a una mujer? Por desgracia, los negros ojos de Pedro no reflejaban el deseo que a ella le ardía en las venas. La suya era una mirada escrutadora, calculando hasta qué punto podría serle ella de valor.


Sí, ella podría ser útil a mucha gente, pero en particular a Pedro. Conocía el pueblo mucho mejor que él. Y Jason acababa de dejar claro que no sería fácil hacerse con la principal fuente de recursos. Los sureños tenían buena memoria y escaso respeto por los foráneos que pretendían imponer sus criterios.


Pedro lo aguardaba un difícil reto, pero Paula tenía la sensación de que acababa de elegirla a ella para allanarle el camino.





domingo, 19 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 5





Pedro agarró una de las galletas que Maria había dejado enfriándose en la cocina y analizó la situación. Su abogado no había encontrado manera de desenredar el tinglado que había montado Renato. No había nada que permitiera declararlo mentalmente desequilibrado, aunque siempre lo había sido, y cualquier procedimiento legal para conseguir la custodia de su madre llevaría demasiado tiempo. Pedro no quería arriesgar la salud ni el bienestar de una persona a la que tanto le debía.


Su enfado estaba, pues, justificado, pero cuando abandonó la cocina con el sabor del chocolate en la lengua supo que debía controlarse. Al fin y al cabo no era un crío con una rabieta ni un joven descocado. Era un hombre capaz de manejar operaciones millonarias como marchante de arte. 


Seguro que podía manejar a un viejo obstinado y una novia potencial… pero solo si conservaba la mente fría.


No oyó los pasos hasta que fue demasiado tarde. Se disponía a subir la escalera cuando levantó la vista y chocó con alguien que estaba bajando rápidamente. Un cuerpo suave y femenino que emitió un chillido al tambalearse. Los dos se habrían caído si Pedro no se hubiera echado inmediatamente hacia delante para no perder el equilibrio. 


Paula intentó echarse hacia atrás, pero el ímpetu la llevó también hacia delante y sus cuerpos quedaron firmemente pegados como uno solo.


Pedro se quedó paralizado, casi sin poder respirar. Al recuperar el aliento olió la fresca fragancia de los cabellos de Paula y no pudo resistirse a apretarla contra él y clavar las manos en su suculento trasero, enfundado en unos vaqueros.


Llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Era la única explicación a aquel desconcierto. Su regla estricta de «sin compromisos» lo había llevado a una vida de encuentros pasajeros y aventuras de una sola noche, pero su última amante resultó ser la mujer equivocada. A Eliana Zabinski no le hizo ninguna gracia que se marchara a la mañana siguiente como si nada, y desde entonces Pedro no había vuelto a fiarse de ninguna mujer.


La oscuridad de la escalera aumentaba la sensación de intimidad, y lo único que se oía eran las respiraciones de ambos. Estaban tan cerca que Pedro sintió los temblores que recorrían el cuerpo de Paula y que se transmitían al suyo.


 Tardó bastante en reaccionar.


–¿Sigues buscando la manera de invadir mi territorio, Intrusa?


La pregunta tuvo el efecto deseado y Pedro sintió cómo la tensión reemplazaba la deliciosa suavidad del cuerpo de Paula.


Ella se apartó y apoyó una mano en la pared.


Pedro… –su tono remilgado no ocultaba su dificultad al respirar–. Lo siento, no te he visto.


«Yo no lo siento en absoluto», pensó él.


–Y no estoy invadiendo nada, así que te agradecería que no volvieras a usar conmigo ese estúpido apodo.


Pedro siempre se había resentido de las atenciones que Paula recibía en Alfonso Manor. Tal y como él lo había vivido de niño, Paula había invadido la caótica vida familiar y se había hecho con la poca atención positiva que había en la casa. Y una calurosa tarde de verano él le había escupido una dolorosa acusación de la que siempre se arrepentiría.


–Estoy intentando ayudar, Pedro –dijo ella en voz baja.


Él tuvo que carraspear antes de volver a hablar.


–¿Por qué? No soy nada para ti.


–Ni yo para ti, pero me preocupo por Lily.


–Podrías ser la enfermera de otras muchas personas.


A pesar de la poca luz, Pedro vio la mirada asesina de Paula y se extrañó de no salir ardiendo por aquel fuego.


En vez de eso sintió un soplo de aire cuando ella se movió en los escalones.


–Si te hubieras dejado ver por aquí en los últimos diez años, sabrías que Lily ha sido como una madre para mí. Desde que éramos niños –tragó saliva y bajó un momento la mirada–. Esto es lo que se espera de mí –añadió en un tono desprovisto de toda emoción.


–¿Te venderías por dinero a un desconocido? ¿Con la esperanza de que el viejo te dé un trozo del pastel a cambio de tu trabajo?


–No –declaró ella como una profesional–. No me estoy vendiendo, pero estoy dispuesta a sacrificarme por Lily. Como enfermera y amiga suya, estoy convencida de que es consciente de dónde está. Esta casa ha sido su santuario desde el accidente, y sacarla de aquí afectaría gravemente su estado físico y emocional. Sobre todo si él la mete en… –se estremeció– ese sitio. Haré lo que tenga que hacer para impedirlo. ¿Tú no?


Pedro cambió el peso de una pierna a otra.


–¿Crees que él le haría algo así?


Paula dejó escapar un bufido nada femenino.


–¿Acaso lo dudas? Con los años se ha vuelto aún más obstinado.


–Pues tú pareces manejarlo muy bien –dijo Pedro, recordando cómo le había dado la medicina.


–Solo me hace caso como enfermera porque tiene miedo de morir.


–Él no tiene miedo de nada.


–Todos tenemos miedo de algo, Pedro –su respiración temblorosa así lo sugería–. La muerte es lo único que Renato no puede vencer ni cambiar.


Incomprensiblemente, Pedro sintió una extraña afinidad. 


Paula tal vez pareciera delicada, pero estaba demostrando ser una chica muy lista. Y además tenían un vínculo en común: Lily. Él se sentía obligado a hacerlo por su madre, pero la devoción de Paula iba más allá de la amistad y el celo profesional. ¿Se debía a lo buena que había sido Lily con ella o había algo más? Pedro estaba dispuesto a averiguarlo.


El silencio debió de resultarle insoportable a Paula, porque hizo ademán de seguir bajando. Lo correcto habría sido echarse a un lado, pero el deseo por volver a sentir su cuerpo mantuvo a Pedro perversamente quieto.


–¿Pedro?


–¿De verdad estás dispuesta a hacerlo? –le preguntó con la respiración contenida. ¿Podría vivir junto a aquella mujer sin tocarla?


–No lo sé. No creo que pueda compartir una cama contigo.


Su voz revelaba su incomodidad, y él se imaginó haciéndola sentirse muy cómoda en una cama para dos.


–Tranquila. Ya se me ocurrirá una solución.


–¿Tenías otras candidatas para casarte? –le preguntó ella–. No te di tiempo a elegir.


Pedro había conocido a bastantes mujeres en los últimos diez años, a cada cual más atractiva, pero a ninguna le interesaba algo tan aburrido como el matrimonio. Siempre se había mantenido apartado de las mujeres sencillas y hogareñas.


–No –admitió, y se apartó para dejarla pasar–. No creo que pudiera pagarle lo bastante a mi secretaria para que se trasladara a este rincón del mundo y me aguantara las veinticuatro horas del día.


–Bueno… Tal vez no sea Nueva York, pero tenemos un cine, buenos restaurantes y un local de música country –evitó deliberadamente su mirada mientras él la seguía a la cocina–. No es que a mí me interese mucho, pero sobre gustos…


–¿Qué piensan tus padres de todo esto?


–¿Quién sabe? –«¿a quién le importa?», parecía insinuar.


Extraño. Todo lo que Pedro había visto desde su regreso le hacía pensar que Paula era el tipo de mujer que valoraba a la familia por encima de todo. Su delicado aspecto, su inquebrantable lealtad y su profesión eran sinónimos de matrimonio, hijos y un bonito hogar familiar. Razón de más para mantenerse alejado de ella.


Solo quedaba por resolver la cuestión de la cama.





CHANTAJE: CAPITULO 4





–¿Cuándo vas a regresar? Esa Zabinski me está volviendo loca.


Pedro no quería pensar en Eliana Zabinski. Ya tenía bastantes problemas de los que ocuparse. Después de pensarlo durante veinticuatro horas, sabía lo que debía hacer. No quería hacerlo, pero no le quedaba otra opción
–No voy a regresar.


El silencio sepulcral que se hizo al otro lado de la línea le habría resultado divertido si su situación no fuera tan desesperada. Trisha, su ayudante, jamás se callaba. Pedro esperó a que se recuperara mientras miraba por la ventana de su habitación. Comparó la exuberante y plácida vista del jardín con el continuo ajetreo de la ciudad. 


La mera imagen le provocaba sopor. ¿Cómo iba a renunciar a su vida, aunque solo fuera por unos meses?


Tenía mil razones para oponerse a aquella locura. Pero entonces vio a Paula cruzando el césped para hablar con el jardinero y se quedó sin aliento al ver su radiante sonrisa, su elegancia natural y sus esbeltas caderas.


Debería estar pensando en su madre, no en su enfermera.


Pero la boca se le hacía agua al contemplar aquellas formas.


–¿Qué ocurre? –la voz de Trisha lo sacó de sus fantasías.


–Digamos que voy a pasarme una temporada arreglando asuntos de familia.


–Tu abuelo ha hecho el testamento, ¿no? ¿Por qué quiere que estés ahí?


–Sí, lo ha hecho, pero no sirve de mucho si aún está vivo.


Otro silencio de Trisha. Dos veces en una conversación. 


Milagro.


–No me estarás insinuando que me traslade a Carolina del Sur, ¿verdad?


–No, estaba pensando más bien en un ascenso y una ayudante para ti.


Tercer silencio, más corto que los anteriores.


–Déjate de bromas, Pedro.


–No estoy bromeando. Has trabajado muy duro y has mejorado tus habilidades de venta. Gran parte del trabajo la haremos mediante videoconferencia, pero los primeros contactos y las ventas dependerán de ti… Solo es algo temporal –le aseguró a su secretaria y a sí mismo–. Hasta que consiga la custodia de mi madre –esperó hasta que Paula desapareció de su vista y le resumió las demandas de su abuelo.


–Y yo que creía que los abuelos italoamericanos eran los más exigentes… Lo que me cuentas es un disparate. ¿Por qué quieres hacerlo?


–Al menos una esposa me servirá contra Eliana –dijo él, estremeciéndose al pensar en la loca que, después de compartir una simple noche de placer, había decidido que no era suficiente y que Pedro tenía que ser suyo a toda costa–. ¿Cuántas veces ha llamado a la oficina? –Pedro la había bloqueado en su móvil.


–Llama todas las tardes, y no me cree cuando le digo que no estás. Espero que no se presente en persona y me obligue a usar el aerosol de pimienta.


–Cuidado, no vayas a acabar en la cárcel.


–Descuida, mientras ella sepa comportarse…


Algo del todo improbable, pero Trisha sabía manejar con mucho tacto las situaciones difíciles.


–Haz lo que debas. Quizá sea buena idea pasar unos cuantos meses fuera de la ciudad. Mientras tanto, desvía las llamadas de los clientes a mi móvil.


Discutieron un par de detalles más y Pedro prometió mantener el contacto a diario. Llevar dos negocios en dos estados distintos no sería un paseo por el parque, pero estaba decidido a permanecer en Nueva York todo el tiempo posible.


Su abuelo tal vez le arrebatara su libertad, pero Pedro no permitiría que destruyera el fruto de su esfuerzo.