domingo, 12 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 11





Paula no podía conciliar el sueño, dio mil vueltas en la cama pero era inútil. Una sola imagen plagaba su mente; la de ella y Pedro besándose en aquella misma habitación. No podía tampoco sacarse el sabor de sus labios y el olor de su loción de afeitar.


Comprendió que dormir aquella noche sería una misión casi imposible de lograr por lo que decidió levantarse. Encendió la lámpara y saltó de su cama. Quizá lo único que la ayudaría esa noche fuera un enorme vaso de leche tibia con canela y miel, si eso no la ayudaba a dormir entonces se resignaría a pasar la noche en blanco.


Ni se preocupó por ponerse algo encima y bajó a la cocina con sus shorts de algodón y su musculosa con dos de los personajes de South Park estampados en el frente.


La luz que provenía de la calle iluminaba la cocina por lo que no encendió la luz, fue hasta el refrigerador y sacó el bidón de leche. La calentó y luego de agregarle una cucharadita de canela y dos de miel la bebió. Si no la ayudaba a conciliar el sueño al menos la ayudaría a relajarse, además le había quedado deliciosa.


Pegó un salto cuando la luz se encendió deprisa y vio a su cuñado vistiendo solamente la parte inferior de su pijama junto a la puerta.


—¿Te asusté? —preguntó él entrando en la cocina y yendo hacia el refrigerador.


—Si —respondió Paula terminando de beber su leche tibia.


Gabriel sacó una jarra con agua del refrigerador y buscó un vaso en la alacena, cuando lo hizo pasó por delante de ella y su brazo desnudo le rozó los senos.


—Lo siento —dijo él sin mover ni siquiera un centímetro el brazo.


Paula se dio media vuelta y dejó su vaso dentro del fregadero, de repente tuvo la urgente necesidad de salir de aquel lugar y alejarse de su cuñado. Pero cuando intentó girarse nuevamente, él le impidió moverse.


La luz que entraba por la ventana iluminó el rostro de Gabriel y Paula sintió como un escalofrío subía y bajaba por su espalda.


—Déjame que me vaya, Gabriel —le pidió.


Él no le respondió simplemente levantó un brazo y la acarició el hombro desnudo.


—¡Dios Santo, Pau! ¡Eres tan hermosa! —dijo mirándole el escote de su camiseta.


Paula abrió sus ojos como platos. ¡Aquello no podía estar ocurriéndole!


—Gabriel, por favor...


La mano de Gabriel subió ahora por su cuello y se detuvo en el mentón de Paula.


—No te imaginas las veces que soñé con poder tocarte, sentirte de esta manera —le dijo él intentando llegar más lejos aún—. Quiero besarte, Pau


—¡No! —gritó ella intentando zafarse—. ¡Suéltame!


Gabriel la sostuvo entonces con más fuerzas apoyándola contra el fregadero. Paula podía sentir como el frío mármol comenzaba a clavarse en su cintura.


—No grites, no querrás que Sara se despierte.


Paula se sintió terriblemente asqueada; su cuñado estaba intentando seducirla mientras su esposa dormía en el piso de arriba. Quería abofetearlo pero él le apretaba las manos contra el fregadero, pero no iba a permitir que aquella situación llegara más lejos. Movió una pierna y logró levantarla lo suficiente como para atestarle un certero rodillazo en la entrepierna que hizo que él la soltara por fin.


—¿Por Dios, Paula qué haces? Gabriel se llevó las manos a su bragueta y se retorció de dolor.


—¿Qué es lo que haces tú, Gabriel? —inquirió ella alejándose de él lo suficiente para que no volviera a tocarla.


—¿Acaso no lo sospechabas?


—¡Demonios, no! —había notado cierta actitud en él pero jamás se hubiera imaginado que su cuñado abrigara esa clase de sentimientos hacia ella.


—Me gustas mucho, Pau. No he podido dejar de pensar en ti desde que te mudaste con nosotros —se incorporó y le sonrió—. Eres una tentación muy grande, Paula.


Ella retrocedió aún más cuando vio que él se acercaba nuevamente.


—¡No te me acerques! —pidió tratando de no levantar demasiado la voz para no despertar a la inocente de su hermana.


—¿Sabes lo difícil que ha sido para mí tenerte tan cerca y no poder tocarte, no poder besarte —bajó el tono de su voz—. No hay un día que no me toque pensando en ti, Paula...


Paula se llevó las manos a los oídos pero eso no impidió que escuchara la sarta de obscenidades que él comenzó a decirle.


—Déjame al menos que te de un beso —rogó él extendiendo su mano hacia ella.


Paula lo miró de arriba abajo, en sus ojos grises solo había asco y furia.


—¡No vuelvas a acercarte a mí nunca más, Gabriel! —gritó antes de salir de la cocina.


Corrió aturdida hacia el exterior de la casa, ni siquiera podía pensar bien en lo que iba a hacer ahora pero lo que sí sabía era que en ese momento necesitaba salir de allí y poner distancia de su cuñado.


Se dirigió hasta el patio trasero y se subió a su automóvil. 


Apretó con fuerza el volante y luego encendió el motor. No tenía un rumbo prefijado pero no le importaba. Apretó con rabia el acelerador y salió disparada hacia la calle, una vez que las llantas de su viejo auto tocaron el asfalto, Paula condujo a toda velocidad hasta que se perdió en medio de la noche.







SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 10





Paula apenas había probado bocado, la presencia de Pedro la tenía más inquieta de lo normal; no sabía si era la manera en que él le clavaba la mirada y se quedaba viéndola o el recuerdo del beso que le había dado en su habitación solo unos momentos antes.


Pedro en cambio parecía estar muy a gusto celebrando los halagos de Sara y respondiendo cada una de las preguntas que su hermana le formulaba. De vez en cuando, Paula observaba su reloj, rogando para que aquella tortura terminase de una vez pero los minutos parecían pasar más lento de lo habitual, o al menos eso creía ella.


—No vas a tener ningún problema con Pau, Pedro —comentó Sara sonriendo—. Mi hermanita es la persona más responsable que conozco y apuesto a que tus pacientes la adorarán.


Pedro sonrió. No solo mis pacientes la adorarán pensó antes de responder.


—Estefania me habló maravillas de tu hermana, Sara y estoy seguro que no me arrepentiré de contratarla, creo que ni siquiera voy a extrañar a Lucia.


Paula no pudo evitar sentir curiosidad al oír en nombre de la tal Lucia.


—¿Quién es Lucia? —preguntó Sara quitándole las palabras de la boca a su hermana.


—Lucia es mi anterior secretaria, está embarazada y decidió que ya no quiere lidiar conmigo —guiñó el ojo—, prefiere quedarse en su casa a cuidar a su esposo y esperar la llegada de su primer hijo, del cual ya me ha prometido que seré el padrino.


Inexplicablemente, Paula sintió cierto alivio al descubrir por fin quien era Lucia.


—Debes tener un feeling muy especial con los niños —comentó Sara observando como él le hacía muecas a su hija quien parecía estar encantada con el nuevo amigo de su tía.


—Lo tengo, si —respondió él y todos notaron que se había emocionado.


—Serás un padre excelente —vaticinó Sara.


Paula la fulminó con la mirada cuando advirtió el tono que estaba tomando la conversación hasta ahora inocente de su hermana.


—Solo te falta encontrar la mujer adecuada —añadió a pesar de la furia de Paula.


Pedro se quedó en silencio, al parecer Sara había tocado un punto sensible y él prefirió no seguir hablando del tema.


—Bueno, creo que será mejor que me marche —dijo de repente Pedro acariciando los rizos de Ana que se había sentado en su regazo—. He molestado lo suficiente ya.


No te imaginas cuanto pensó Gabriel agradeciendo que el hombre al fin se fuese.


Paula también experimentó cierto alivio cuando él decidió marcharse, necesitaba estar a solas para reflexionar sobre lo que había sucedido entre ellos y sobre todo para saber que actitud tendría que tomar de ahora en adelante frente a él. 


No podía olvidarse que Pedro Alfonso era su jefe… debía olvidarse que la había besado y debía olvidarse cuanto lo deseaba; no tenía otra alternativa.


Sara buscó su ropa que ya estaba casi seca e invitó a Pedro a que subiera a la planta alta para cambiarse mientras ellos levantaban los trastos de la mesa.


Pedro subió las escaleras de prisa y ya en el pasillo buscó la habitación de Paula. Entró y observó aquel lugar en el cual dormía la mujer que le había quitado el sueño. Fue hasta la cama y acarició las sábanas de satén en tonos morados y se la imaginó a ella completamente desnuda debajo. Su polla reaccionó de inmediato y tuvo que sentarse. Sus ojos se desviaron hacia un mueble antiguo con varios cajones que servía de cómoda, un impulso lo empujó a ir hasta allí y abrió el primero de los cajones. Estaba lleno de lencería, de todos los colores, sujetadores de seda, de satén y de encaje; bragas de todos los tamaños pero abundaban las pequeñitas, sacó una de color roja con encaje en los bordes y se la llevó a la nariz.


Cerró los ojos y aspiró con fuerza, impregnándose de su olor. La diminuta y delicada tela olía a rosas y a jabón. Una mezcla que de inmediato le recordó a su dueña.


Regresó a la cama y tuvo que sentarse, tenía una erección descomunal y necesitaba liberarla. Con una mano abrió la cremallera de los pantalones prestados que llevaba
mientras que la otra seguía sosteniendo las bragas de Paula. Sacó la polla fuera de los pantalones; estaba enorme y dura, comenzó a estirarla con lentos movimientos, al mismo tiempo sus labios apretados mordían las bragas, justo en la parte delantera en donde la tela alguna vez había tocado el coño de Paula. Los tirones comenzaron a hacerse cada vez más intensos y las bragas terminaron envolviendo su polla dolorida. Acabó en la ropa interior de Paula y dejó escapar un sonoro suspiro de alivio cuando descargó su semilla en la suave tela de encaje.


Una vez que estuvo repuesto se quitó la ropa que le había prestado el esposo de Sara y se puso la suya; las bragas manchadas con su semen estaban encima de la cama, entonces decidió que se las llevaría consigo, no solo para ocultar su pecado sino para conservarla para él.


Antes de bajar fue hasta el cuarto de baño y se mojó la cara; no quería que nadie descubriera lo que había estado haciendo en la habitación de Paula, mucho menos que ella lo supiera, no quería que renunciara a su empleo antes de empezar.


Cuando llegó a la sala, observó que Paula no estaba.


—Pau está en la cocina, lavando los platos —dijo Sara adivinando el pensamiento de Pedro—, puedes pasar y despedirte de ella.


Pedro asintió y al entrar a la cocina vio que Paula estaba apoyada contra el fregadero secando una taza de porcelana. 


La falda se le había adherido en la parte trasera dejando ver la forma redondeada de sus generosas caderas. Ella le daba la espalda y ni siquiera había notado su presencia.


Pedro reprimió el impulso de acercarse y pegarse a su cuerpo para volver a sentirla temblar entre sus brazos.


Ella se movió para buscar otra taza y entonces lo vio.


—¿Cuánto tiempo llevas allí? —preguntó secándose las manos en su delantal.


—Solo un par de minutos. Los suficientes para dejarme tentar por las curvas de tu cuerpo se dijo para sus adentros.


—Se ha secado tu ropa —comentó ella prestando atención nuevamente a la vajilla que estaba secando.


—Si, he venido a despedirme, no quería irme sin saludarte —le dijo él avanzando hacia ella.


Paula salió del fregadero y caminó hacia la mesa, justo en dirección contraria hacia donde él estaba leyendo.


¡No pretenderá despedirse con otro beso! Pensó mientras ponía una de las tazas recién secadas encima de la mesa.
Pedro notó de inmediato que ella estaba nerviosa y lo evitaba, lo lamentó y mucho pero no podía hacer nada al respecto, al menos no por ahora.


Ella había reaccionado a su beso y sabía que era cuestión de tiempo para que terminara en sus brazos nuevamente y la próxima vez no se detendría por nada del mundo. Paula sería suya y eso era ya tan inevitable como el hecho de que no podía dejar de pensar en ella desde la primera vez que la había visto en esa carretera despotricando contra su viejo automóvil.


—Nos vemos el lunes, espero que seas puntual —le dijo él a modo de despedida.


—Estaré allí a las nueve, no te preocupes la puntualidad es una de mis mayores virtudes —respondió sonriéndole por primera vez desde que él había entrado en la cocina para despedirse.


—Hasta el lunes, entonces.


—Hasta el lunes.


Paula se quedó sosteniendo una taza en la mano mientras lo veía irse.


Faltaban más de cuarenta y ocho horas para que llegara el lunes y se encontró preguntándose si sería capaz de soportar tanto tiempo sin ver a Pedro Alfonso.


¡Qué tonta eres, Paula Chaves! ¡Por supuesto que vas a soportar no verlo en todo ese tiempo! Pensó sonriendo mientras guardaba la taza en la alacena.







SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 9






Paula salió del baño envuelta en su bata de felpa favorita y se sentó en su cama. Después de la mojadura con agua fría, la tibieza de su tina le había parecido un oasis.


Se quitó la toalla que envolvía su cabello y se lo peinó con los dedos. Todavía debía decidir que se pondría para la dichosa e improvisada cena con su familia y su nuevo jefe.


Fue hasta el closet y revolvió las perchas una y otra vez. No quería vestirse demasiado formal, después de todo estaba en la casa de su hermana, pero al mismo tiempo quería verse bonita.


Se decidió por una falda ligera en tonos violáceos y una blusa negra sin mangas que se abrochaba en la parte frontal. Estaba conforme con su elección, nada sofisticado pero un atuendo que sin dudas resaltaba sus atributos físicos.


Estaba a punto de quitarse la bata cuando alguien llamó a su puerta.


—¿Quién es? —preguntó antes de abrir. No quería que la escena vivida con Gabriel se volviera a repetir.


—Paula, soy yo, ábreme.


Paula se llevó una mano al pecho cuando escuchó la voz de Pedro desde el otro lado de la puerta.


—¿Qué haces aquí arriba? ¿Qué quieres? —preguntó.


—Tu hermana me ha prestado ropa de su esposo, al parecer pensó que podía pescar un resfriado o algo peor.


—Eso responde a la primera de mis preguntas solamente —le dijo ella sin abrir la puerta aún.


—Por favor, ábreme, necesito decirte algo.


¿Qué sería eso tan urgente que quería decirle? ¿Acaso se había arrepentido de contratarla luego del baño que ella le había dado en el jardín?


Pedro , hablamos luego.


—No puedo esperar… es importante —alegó en un intento por convencerla de que abriera la puerta por fin.


Esas palabras tuvieron el efecto deseado y ella le abrió.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo por no dejar escapar una carcajada. Sara le había dado un pantalón y una camisa que pertenecían a Gabriel y siendo su cuñado más bajo que él, la ropa le quedaba patéticamente ridícula. Los pantalones no le llegaban a los tobillos y la camisa parecía que fuera a explotar de un momento a otro.


—¡No te atrevas a reírte de mi! —levantó el dedo índice y le lanzó una mirada asesina.


Paula movió la cabeza hacia un lado y hacia el otro, de su boca estaba a punto de escapar una risa pero se contuvo apretando los labios.


—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó tratando de olvidarse de su aspecto.


Pedro la miró de arriba abajo; la bata que llevaba Paula se había abierto en la parte delantera y buena parte de una de sus piernas se asomaba descaradamente.


—Podría querer muchas cosas…


Paula dio un paso atrás y puso los brazos en jarra.


—¡Habla o márchate! —ordenó para ocultar su nerviosismo.


Pedro no dijo nada, simplemente se metió en su cuarto y cerró la puerta.


—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —Paula retrocedió unos pasos más y chocó con la cama.


Él vio que Paula había quedado atrapada y en dos zancadas estuvo a tan solo un par de centímetros de ella.


Paula quiso gritar que saliera de su cuarto, que no se vería bien que él estuviera allí pero cuando Pedro  la miró con esos ojos verdes las palabras se le atragantaron en la garganta.


Tampoco pudo hacer nada cuando él la asió de la cintura y la pegó a su cuerpo.


Sin preámbulo alguno, él buscó sus labios y la besó con frenesí; la devoró y la saboreó; saciándose con su sabor, con su humedad. Hurgó en la cavidad tibia de su boca y le introdujo la lengua que rápidamente se unió a la de ella.


Paula hubiera querido luchar contra él pero ni siquiera podía luchar con lo que su propio cuerpo estaba experimentando.
Ella ya estaba completamente entregada a él y a su beso cuando Pedro dejó de besarla de repente.


—Quise hacer esto desde el primer momento en que te vi —dijo él con la voz claramente afectada.


Paula apenas se había recobrado del sofoco cuando él la soltó.


—Te espero abajo, dulzura —le susurró él al oído antes de dejar su habitación.


Paula se dejó caer en la cama. Le temblaban las piernas y otras partes de su anatomía que sin dudas, se habían quedado con ganas de más, mucho más.


¿Qué diablos había sido eso?


¿Cómo podría bajar y mirarlo ahora a la cara y fingir delante de su familia que nada había ocurrido?


¿Y en el trabajo? ¿Cómo se suponía que tendría que actuar delante de él después de que la había besado de aquella manera?


Preguntas a las cuales Paula no pudo hallar respuesta alguna.





sábado, 11 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 8





Paula se encontraba tirada en su cama leyendo un libro, o mejor dicho pretendiendo que leía porque no había logrado concentrarse ni siquiera en una sola palabra debido a que no había podido sacarse de la cabeza a Pedro Alfonso ni un solo minuto. Había pasado un cuarto de las seis y la casa estaba en completo silencio.


Fue por eso que los bocinazos que provenían de la calle fueron muy bien escuchados desde el interior de la casa. 


Podía ser algún loco que pasaba por allí pero Paula sabía que no era así. Reconocería aquel particular sonido en cualquier parte y supo de inmediato que aquellos bocinazos estaban dirigidos a ella.


Arrojó el libro sobre la cama levantándose de un salto y luego corrió hasta la ventana.


Allí estaba; su adorado y viejo auto estacionado frente a la casa. De pie y ubicado a su lado, Pedro Alfonso miraba hacia la casa con insistencia. Cuando Paula vio que se agachaba y metía parte de su imponente anatomía dentro de su auto para sonar el claxon una vez más, supo que tenía que bajar antes de que alertara al barrio entero con aquel escándalo.


Corrió hacia el espejo y revisó su aspecto. Seguramente no estaba muy presentable con los jeans gastados y la camiseta blanca sin mangas que llevaba puestos pero
no le importó. Solo se preocupó por arreglarse el cabello, recogiéndoselo en una cola de caballo a la altura de la nuca.


Bajó las escaleras a toda prisa y se cruzó con su cuñado quien también estaba yendo a ver quien estaba provocando semejante escándalo fuera de la casa.


—¿Qué sucede? —le preguntó a Paula cuando la vio bajar corriendo las escaleras.


—Es para mi, Gabriel, no te preocupes.


Gabriel se quedó allí observando a Paula hasta que ella salió de la casa por la puerta principal.


Había demasiado entusiasmo en ella y eso no le gustaba para nada.


Paula cruzó el jardín que adornaba la parte delantera de la casa de su hermana Sara y se plantó delante de Pedro con ambos pulgares metidos en los enormes bolsillos de sus pantalones vaqueros.


—¿Qué significa esto? —le preguntó reprimiendo las ganas de correr hasta su auto y abrazarse a él como si no lo hubiera visto en años.


—Pasé por el taller mecánico de mi amigo y cuando me dijo que tu auto estaba listo decidí traértelo yo mismo —explicó mientras estudiaba el aspecto de Paula de aquella tarde. 


Estaba más sexy que nunca a pesar de aquellos pantalones holgadísimos que llevaba. Su mirada se posó en la curva de sus senos; la camiseta sin mangas que llevaba no era muy estrecha pero podía distinguir que ella no llevaba sujetador debajo.


—Gracias, no debiste molestarte —dijo ella caminando hacia aquella vieja chatarra que había heredado de su padre.


—No es molestia y lo sabes —respondió él sin moverse de su sitio.


—¡Tía, tía!


La pequeña Ana apareció corriendo de la nada y se colgó de los brazos de Paula.


—¡Hey, Ana! ¿De dónde has salido?


La pequeña no le respondió, en cambio se dedicó a observar detenidamente al extraño hombre que no dejaba de mirar a su tía.


—Hola, Ana —dijo Pedro acercándose a ambas.


Ana seguía muda.


—Saluda a Pedro, cariño.


—Hola —dijo por fin Ana escondiéndose detrás del rostro de su tía. Paula no pudo menos que sonreír, al parecer el encanto de Pedro Alfonso alcanzaba límites insospechados, hasta una niña de siete años se sentía cohibida ante su presencia.


—Eres preciosa, ¿lo sabías? —comentó Pedro notando de inmediato que la niña tenía el mismo color de ojos que su tía.


—No se lo digas dos veces, porque se lo va a creer —intervino Paula acariciando el cabello de Ana.


—Solo digo lo que veo, además es evidente de quien heredó parte de su belleza.


Paula miró a su sobrina para evitar que él notara la turbación en su rostro tras oír aquellas palabras.


La niña se separó y le pidió a su tía que la bajara. En ese momento, Sara y Gabriel aparecieron en escena. Sara con una sonrisa de oreja a oreja, Gabriel con una expresión algo sombría instalada en su rostro.


—Buenas tardes —saludó Sara—. ¿No vas a presentarnos a tu amigo, Pau?


—Por supuesto —Paula sonrió para ocultar su nerviosismo—. Sara, Gabriel, les presento a Pedro Alfonso, es el hermano de mi amiga Estefania y desde el lunes mi nuevo jefe.


Luego de estrechar sus manos y de los saludos cordiales se hizo un repentino silencio.


—Creo que deberías invitar a Pedro a cenar, Pau, después de todo tuvo la amabilidad de traerte esa chatarra que tanto adoras.


Paula hubiera querido matar a su hermana en ese preciso momento; ella rezaba para que Pedro se marchara de una vez y a ella no se le ocurría mejor idea que invitarlo a cenar.


—Sara, no creo que Pedro


Pero Pedro no la dejó continuar.


—Será un placer quedarme a cenar con ustedes —dijo lanzándole una fugaz mirada a Paula quien no parecía estar demasiado contenta con la invitación que su hermana acababa de hacerle.


A todo esto, Gabriel permanecía en silencio, observándolo todo. Los gestos del tal Pedro, la actitud de Paula y sobre todo notó la manera en que aquel hombre devoraba a su cuñada con la mirada.


—Gabriel, cariño ¿me ayudas a preparar la cena? —preguntó Sara a su marido sacándolo de sus cavilaciones.


—Yo voy contigo, Sara —dijo Paula ansiosa por alejarse de Pedro aunque sea unos minutos.


Sara le sonrió.


—Nada de eso, hermanita, tú preocúpate de atender a tu invitado, Gabriel y yo nos encargaremos de la cena, ¿cierto, cariño?


—Claro, amor —respondió Gabriel de muy mala gana.


Paula sabía que se quedaría a solas con Pedro por lo tanto se aferró a la mano de su sobrina antes de que se fuera detrás de sus padres.


—¿Te gustaría que laváramos el auto, Ana? —le preguntó peinando su flequillo hacia un costado.


—¿Ahora?


—Ahora.


—¡Si! —Ana comenzó a dar pequeños saltos de alegría. 


Lavar la vieja carcacha de su tía era una de las cosas que más le gustaba hacer y por ese motivo Paula sabía que cuando se lo propusiera, no se negaría. Cualquier cosa le venía bien con tal de no quedarse a solas con el hombre que ahora se cruzaba de brazos y le lanzaba una rotunda mirada asesina.


Pedro se quedó observando atentamente a Paula y a su sobrina, era más que evidente que la idea de ponerse a lavar su auto había sido solo una estrategia para evitarlo a él. Se rascó la barbilla y una sonrisa algo malévola se dibujó en su rostro; aún había algo que podía hacer, una carta que jugar para impedir que Paula lograra su objetivo de escabullirse de él.


No dijo nada al principio mientras Paula y Ana iban en busca de la manguera, un par de cubos, algo de jabón y unos lienzos viejos.


Cuando ambas regresaron cargando su arsenal, Pedro se acercó a la pequeña y se arrodilló a su lado.


Paula se quedó de piedra al ver que Pedro le estaba susurrando algo al oído de Ana.


Unos segundos después, tanto Pedro como su sobrina estaban con una sonrisa de oreja a oreja en sus rostros demasiado alegres para su gusto.


—¿Qué se traen ustedes dos? —quiso saber curiosa.


Ninguno de los dos le respondió, parecía que ambos se habían complotado en su contra.


Entonces cuando vio que Pedro cogía la manguera que ella había dejado sobre el césped, comprendió lo que habían estado tramando a sus espaldas.


—Tu sobrina me ha dicho que puedo ayudarlas —dijo muy campante Pedro mientras le hacía señas a Ana de que ya podía abrir el grifo del agua.


Paula abrió exageradamente la boca.


—¡Pero, eso no es necesario! —replicó observando como su sobrina abría el grifo del agua lentamente.


—No les vendrá mal un poco de ayuda extra —Pedro apuntó la manguera hacia la parte delantera del auto de Paula desoyendo su protesta—. La niña parece estar encantada conmigo, dulzura —alegó en tono socarrón.


Paula abrió la boca para decir algo pero se abstuvo de hacerlo; solo podía escupir alguna grosería y comprendió a tiempo que hubiera sido un error de su parte hacerlo. El hombre que se burlaba de ella en ese momento y que había usado a su sobrina para confabular contra ella era su jefe… y necesitaba el trabajo.


¡Maldición! Dijo para sus adentros.


¿Qué demonios podía hacer? Solo seguirle el jueguito absurdo que él se había empeñado en jugar.


Tomó uno de los cubos con agua del suelo y comenzó a enjabonar la parte lateral de su auto mientras Pedro con la manguera mojaba el parabrisas y la pequeña Ana lavaba los neumáticos con un paño mojado.


Un cuarto de hora más tarde, todo el auto estaba completamente enjabonado y Pedro más que dispuesto a darle un buen uso a su manguera.


Pero lo que Paula no se esperaba lo que sucedió a continuación.


Pedro la tomó desprevenida y le lanzó un chorro de agua fría. Paula saltó hacia atrás y observó como sus pantalones estaban completamente empapados.


—¡Qué demon…


No alcanzó a terminar su maldición cuando un segundo chorro le dio de lleno en la parte superior de su cuerpo.


Los gritos de Paula se mezclaban con la carcajada estridente de Pedro y la risa inocente de Ana quien, de pie, detrás de Pedro observaba toda la escena divertida.


—¡Detente, demonios! —gritó Paula dando saltos en el lugar intentando esquivar el chorro de agua fría pero la puntería de Pedro era implacable y terminó completamente empapada.


Pedro por fin se detuvo y se quedó observando el espectáculo tentador que suponía aquella diosa de cabellos dorados con la ropa mojada pegada a su cuerpo. Sus
ojos rápidamente se quedaron en la parte posterior del torso de Paula, allí en el preciso sitio en donde los pezones erguidos se dejaban ver a través de la tela de algodón de su camiseta. Estaba tan distraído observando esa deliciosa parte de la anatomía de Paula que apenas pudo reaccionar cuando ella le quitó la manguera de las manos y cobró su venganza.


—¡Ahora estamos a mano, señor Alfonso! —le gritó mientras apuntaba el chorro hacia la parte baja de su cuerpo.


—¡Ana, por favor, cierra el grifo! —pidió él mientras el agua se le metía por todos lados.


—¡No, cariño, no lo hagas! —Paula sonrió maliciosamente. 


Primero se encargaría de que él quedara más empapado que ella.


Pedro intentó acercarse a ella y quitarle la manguera pero Paula se movió hacia un lado cuando él se abalanzó encima. 


Su misión de escapar no duró demasiado; le bastó un segundo de distracción a Pedro para coger a Paula del brazo y quitarle la manguera.


—¿Te has divertido? —preguntó él atrayéndola hacia él y mirándola directamente a los ojos.


Paula quiso zafarse pero él la sostenía con fuerza. De repente la respiración de ambos se había acelerado y poco tenía que ver con el ajetreo por el que acababan de pasar lanzándose agua el uno al otro.


La manguera aún seguía en la mano de Paula y el agua seguía cayendo encima del césped pero parecía que no se daban cuenta.


Se formó un charco alrededor de ellos pero seguían mirándose ya sin pronunciar palabra alguna.


—¡Van a pescar una pulmonía! —la voz de Gabriel fue lo único que los devolvió a la realidad.


Paula se separó de Pedro y observó que su cuñado cortaba el agua. Echó un vistazo al suelo y descubrió el desastre que acababan de hacer.


—¡Mira como estás, Pau! —la reprendió Gabriel acercándose a ellos.


Paula intentó reír, después de todo había sido una travesura, pero cuando se dio cuenta que la camiseta que llevaba se había hecho prácticamente transparente todos los colores morados habidos y por haber se le subieron a la cara. Se cruzó inmediatamente de brazos para cubrirse y se alejó hacia la casa.


—Iré a cambiarme de ropa y ayudar a Sara con la cena.


Ambos hombres se quedaron observándola hasta que ella desapareció del alcance de su vista. Luego, Gabriela se dio media vuelta y miró al inoportuno invitado


—Deberías cambiarte de ropa tú también —sugirió con la esperanza de que se marchara a su casa y olvidara la cena.


—Ven, Pedro, le diré a mamá que te preste algo de ropa de papá —Ana se prendió a la mano de Pedro y lo llevó a la casa.


Gabriel metió ambas manos en los bolsillos de sus pantalones y apretó los dientes.


No le gustaba para nada ese sujeto y encima tenía que soportar que se sentara a su mesa y que usara su ropa.