lunes, 23 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: EPILOGO





Bueno, chicas, creo que podemos apuntarnos un nuevo éxito —les susurró Maria a Teresa y a Cecilia.


Las tres mujeres estaban sentadas juntas en el tercer banco de la iglesia de St. Elizabeth Ann Seton. Habían pasado seis meses desde la Feria de Adopción del refugio de animales, que había dado lugar a más de un final feliz.


Maria sonrió con orgullo mientras observaba al joven que había ante el altar. Estaba de cara hacia la entrada de la iglesia, esperando con ansiedad a que se abrieran las puertas y diera comienzo el resto de su vida.


El esmoquin le sentaba bien. Estaba guapísimo.


Teresa se llevó un pañuelo a los ojos. Fuera a las bodas que fuera, y en los últimos años habían sido muchas, oír los acordes de la Marcha nupcial siempre conseguía que las lágrimas afloraran a sus ojos.


—Francisca tendría que estar aquí —le dijo a sus amigas con añoranza.


Cecilia se acercó un poco para que tanto Teresa como Maria pudieran oírla.


—¿Qué te hace pensar que no lo está? —inquirió con expresión seria.


Ninguna de sus amigas cuestionó la pregunta. La idea de que su amiga observara con aprobación a su hijo, desde arriba, les pareció reconfortante.


—Oh, ¿no está espectacularmente guapa? —se admiró Teresa mientras Paula caminaba lentamente hacia el altar, acercándose con cada paso al hombre con quien iba a compartir el resto de su vida.


—Todas las novias están guapas —susurró Maria.


—Pero algunas lo están más que otras —reiteró Teresa con tozudez. En el último año, Paula se había convertido en alguien muy especial para ella.


—¿Creéis que llegó a descubrir cómo apareció Jonathan en su puerta aquella mañana? —preguntó Cecilia a las otras.


—Estoy bastante segura de que ella no. Pero creo que Pedro podría tener sus sospechas al respecto —susurró Maria, recordando la visita improvisada que le había hecho. Al fin y al cabo, era un joven muy inteligente.


—Ya te dije que no tendrías que haber utilizado un perro de la camada de Princesa —le recordó Cecilia.


—Eso ya es agua pasada —Maria se encogió de hombros—. Además, el truco funcionó, ¿no? —dijo, esbozando lo que sus amigas denominaban «su sonrisa traviesa».


—Shh, está a punto de empezar —Teresa agitó la mano para silenciarlas e inclinó la cabeza hacia el sacerdote, que ya se encontraba ante el altar.


—Aún no —contradijo Maria, mirando por encima del hombro hacia la entrada de la iglesia. Antes de que se cerraran las puertas del todo, tenía que hacer su entrada otro participante en la boda.


Se oyó un rumor en la iglesia y los invitados empezaron a darse codazos, volviéndose para mirar al último miembro del cortejo nupcial.


—Vaya, mira eso.


—Desde luego, no es lo típico en una boda, ¿eh?


—¿No les da miedo que se trague los anillos?


La pregunta la realizó el hombre que estaba sentado justo delante del trío de amigas.


Incapaz de contenerse, Maria le dio un golpecito en el hombro. Cuando volvió la cabeza para mirarla, le explicó la situación.


—No les preocupan los anillos porque es el perro de la novia, y el novio lo ha adiestrado de maravilla. Además, si se fija bien, verá que los anillos están sujetos a la almohadilla de satén que lleva en la boca.


—¿Y por qué han incluido a un perro en su boda? —inquirió otra persona.


—Por lo que he oído, si no hubiera sido por ese perro, nunca se habrían conocido ni habrían acabado juntos —contestó el hombre que tenía al lado, como si lo supiera de muy buena tinta.


—Imagínate —murmuró Maria.


Miró de reojo a Teresa y a Cecilia, con ojos chispeantes de humor. Lo que el hombre había dicho expresaba la visión que Paula y Pedro podrían haber tenido sobre cómo se había producido su encuentro, pero Teresa, Cecilia y ella conocían toda la historia.


Maria se recostó en el banco y prestó toda su atención a lo que decía la pareja ante el altar. Nunca se cansaba de escuchar el intercambio de votos, que sellaba el compromiso entre dos personas.


«Esta, Francisca, va por ti», declaró Maria en silencio.


Entonces, igual que a sus dos amigas, se le llenaron los ojos de lágrimas.





DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 24




Cuando Teresa se lo dijo, la reacción instintiva de Paula fue escabullirse. Sabía que, si le daba alguna excusa que justificara que no podía ir a servir las pastas en el evento, la mujer la aceptaría.


Pero eso habría supuesto mentirle a una mujer que era como una segunda madre para ella. Además, supondría un problema para Teresa, que le había dicho que andaba escasa de ayuda. Por lo visto, en el último momento, dos de las camareras se habían puesto enfermas y no iban a poder ir a trabajar.


A Paula no le importaba trabajar, y menos estar rodeada de gente que alababa sus postres. Pero ese evento en concreto era una feria de adopción de animales abandonados, que organizaba el refugio de la localidad. Y eso significaba que Pedro podría estar allí.


Sabía que ofrecía sus servicios voluntarios periódicamente, e iba al refugio a tratar a los que estaban enfermos. Era curioso que lo mismo que la había llevado a adorarlo, en ese momento la inquietara.


Habían pasado más de dos semanas desde que había salido de su casa sin intención de volver. Dos semanas en las que había funcionado, más o menos, como si careciera de corazón. No había contestado a ninguna de sus llamadas desde entonces.


Aquella noche había empezado siendo una de las mejores de su vida para convertirse en una de las peores poco después.


Durante un momento, breve y luminoso, había creído encontrar al hombre que había buscado toda su vida. 


Pedro y ella parecían almas gemelas respecto a muchas cosas.


Había terminado corriendo hacia él, cuando debería haber caminado lentamente. Muy despacio, hasta conocerlo bien.


Pero había corrido y, de repente, una bomba había caído sobre su mundo, devastándolo.


Además de no decirle que había estado comprometido, había sido él quien había roto el compromiso, y hacía muy poco tiempo. Eso implicaba que se comprometía con seriedad. Si podía romper un compromiso una vez, era muy capaz de volver a hacerlo. La llevaría a las cumbres del paraíso para luego dejarla caer en el abismo de la amargura. Incluso si él podía olvidar dejar el pasado atrás y cambiar, requería tiempo. No podía estar preparado para algo sólido tan poco tiempo después de romper su compromiso. Antes o después, Pedro se daría cuenta de eso, y cuando lo hiciera se alejaría de ella por su propio pie.


No estaba dispuesta a correr ese riesgo. A arriesgarse a que le arrancara el corazón del pecho y la dejara hundirse en la soledad y la desesperanza. Sencillamente, no podía. 


Prefería no soñar a ver cómo sus sueños se rasgaban para convertirse en jirones.


En ese momento sentía dolor, pero habría sentido mucho más si seguía viendo a Pedro, seguía amándolo, para acabar siendo abandonada.


—Eres mi salvavidas —estaba diciendo Teresa, saboteando con su elogio cualquier excusa para escabullirse—. Tengo tan poco personal para este evento, que es posible que tenga que llamar a mis hijos para que vengan a echar una mano. Esta Feria de Adopción promete ser monumental —Teresa miró de reojo a su protegida—. No te molesta hacer esto, ¿verdad, Paula?


Paula se obligó a sonreír. No iba a fallarle a Teresa, incluso si tenía que pasarse toda la velada mirando por encima del hombro para evitar un encuentro indeseado.


—No, claro que no.


—Es por una buena causa —le recordó Teresa—. Pero no hace falta que te lo diga. Una vez que acoges a una mascota en tu casa y le abres tu corazón, empiezas a ver a todos los animales sin hogar de forma diferente —Teresa miró las cajas de pastas, listas para su transporte—. Por cierto, has vuelto a superarte a ti misma. Todo huele divino, incluso embalado —sonrió de oreja a oreja—. ¿Estás lista?


—¿Para irnos? Claro —respondió Paula, saliendo de su ensimismamiento.


Estaba lista para transportar las pastas que había hecho, lista para hacer su trabajo. Pero, de ninguna manera, estaba lista para volver a ver a Pedro.


Solo podía desear que no apareciera. Al fin y al cabo, no iba a haber animales enfermos en el evento. El objetivo de la feria era conseguir tantas adopciones como fuera posible. 


Eso casi garantizaba que solo estarían en exposición los animales más sanos.


Era muy probable que Pedro no estuviera allí.


Paula seguía repitiéndose eso mismo más de una hora después.


La feria de adopciones estaba en marcha, y al menos una cuarta parte de los habitantes de Brandon habían ido a echar un vistazo a los animales disponibles y, también, a probar la comida.


Sus pastas estaban desapareciendo a toda velocidad. Tenía la esperanza de que los que se las estaban comiendo también estuvieran planteándose adoptar a uno de los gatos, perros, conejos o hámsteres que había en la exposición.


—Está claro que tus pastas son una de las mayores atracciones —dijo Teresa, acercándose a la mesa en la que estaba Paula—. Creo que para el final del día, tu «contribución», será la que haya recaudado más dinero para el refugio —comentó Teresa con aprobación. En honor al carácter benéfico del evento, Teresa solo había cobrado la mitad de su tarifa habitual—. Deberías estar muy orgullosa de ti misma.


Aunque a Paula le gustaba recibir elogios, siempre hacían que se sintiera un poco incómoda. Nunca sabía qué decir ni cómo responder, así que solía limitarse a sonreír. Esa vez hizo lo mismo. Después, Paula simuló observar a un grupo de niños que estaban jugando con una camada de gatitos, mezcla de siamés y birmano. Por lo visto, la madre había llegado al refugio ya embarazada.


Teresa le dio una palmadita en la mano y, tras murmurar que iba a ver cómo iban los demás, se perdió entre la multitud.


Acababa de irse cuando Paula oyó una voz a su espalda.


—¿Cuánto cuesta esa pasta de frambuesa?


Paula se puso rígida. Habría reconocido esa voz en cualquier sitio. Era la voz que oía en sueños casi todas las noches. La voz que hacía que se despertara al borde de las lágrimas casi todas las mañanas.


—Dos dólares —contestó con formalidad.


—Un precio muy razonable —Pedro rodeó la mesa para situarse frente a ella. Él le dio dos billetes de dólar y ella empujó un plato con la pasta de frambuesa hacia él. 


Pedro alzó los ojos hacia ella—. ¿Cuánto cuestan cinco minutos de tu tiempo?


—No tienes tanto dinero —replicó ella con voz tersa.


Deseaba, más que nada, irse de allí, marcharse y dejarlo atrás. Pero no había nadie que pudiera sustituirla y no podía fallarle a Teresa tras haber accedido a estar allí.


Iba a tener que sobrellevar la situación de la mejor manera posible.


—Te he llamado a diario, Paula —dijo él en voz baja, para que nadie más lo oyera—. No has devuelto una sola de mis llamadas.


Ella lo miró con fijeza. Ignorar las llamadas había supuesto una agonía, sobre todo cuando estaba en casa. El sonido de su voz dejando un mensaje en el contestador llenaba la casa. Le llenaba la cabeza. Hacía que fuera muy difícil mantenerse firme en su postura.


—No veía ningún sentido a hacerlo, Pedro. No habría funcionado. Por favor, acéptalo —le dijo, con tanta calma como pudo.


Pedro no estaba dispuesto a dejar que se le escapara la oportunidad de convencerla.


—Paula, siento no haberte dicho lo de Irene, sobre todo porque es bastante reciente. Tienes todo el derecho a estar enfadada por eso. No debería habértelo ocultado.


—No estoy enfadada porque no me lo dijeras. No niego que me doliera, descubrirlo así, pero esa no es la razón de que no haya devuelto tus llamadas.


—Entonces, no lo entiendo —confesó, con expresión de sentirse perdido.


—Fuiste tú quien rompió el compromiso. ¿Cómo podías estar listo para tener otra relación? —le preguntó—. Te comprometiste, Pedro. Un compromiso para toda la vida —recalcó—. Y luego lo rompiste sin más. De repente, aparezco yo. ¿Quién me dice que no me dejarías a mí también, sin más? —chasqueó los dedos para dar fuerza a su argumento.


Incapaz de seguir junto a Pedro más tiempo, alzó las manos con gesto de desesperación y empezó a alejarse. Pero él tenía la zancada más larga, y si no echaba a correr, la alcanzaría en seguida. No quería montar una escena, así que dejó de andar. Tal vez, si escuchaba lo que tenía que decirle, la dejaría en paz.


—No fue así, «sin más» —contradijo Pedro, enfadado y frustrado por la acusación—. No me diste oportunidad de explicar lo que ocurrió. No estuve comprometido con Irene un día, ni una semana, fueron cinco meses. Durante ese periodo, la persona con la que creía que iba a casarme, empezó a transformarse en una mujer completamente distinta. No solo eso, también me dejó claro que esperaba que yo cambiase, que me transformara en lo que ella y su familia consideraban la pareja apropiada en su mundo.
»Comprendí que nuestro matrimonio no iba a ser feliz. Lo que había creído que sería nuestra vida juntos, simplemente no iba a ser. Irene quería que renunciara a ser veterinario y empezara a trabajar para la empresa financiera de su padre. Resumiendo, quería que renunciara a ser quien soy. Así que rompí el compromiso, contraté a una empresa de mudanzas y volví al sitio que siempre he considerado mi hogar.


Con los ojos fijos en los de ella, Pedro agarró su mano, en parte para intentar conectar, en parte para evitar que saliera corriendo antes de que él terminara de hablar. No la conocía lo bastante bien para saber lo que era capaz de hacer en un momento de tensión.


—Tras la ruptura, lo último que quería era involucrarme en otra relación, pero no había contado con conocer a alguien tan especial como tú. Hiciste resurgir todas las cosas
buenas que me esforzaba por enterrar —confesó—. Hiciste que me sintiera útil y entero, y también que deseara protegerte.


Tenía que conseguir que Paula lo entendiera, abrirle su alma para que viera lo mucho que ella significaba para él.


—Estaba seguro de nunca podría volver a sentirme tan vivo como ahora, pero ocurrió gracias a ti. Sé lo que siento por ti. No quiero volver a la oscuridad, Paula. Por favor, no me obligues a hacerlo —aumentó un poco la presión de sus manos y lo alivió ver que ella no las apartaba—. No he podido concentrarme, ni pensar a derechas, desde que te marchaste aquella mañana. De hecho —añadió con expresión solemne—, los animales están empezando a darse cuenta de que me pasa algo.


Eso hizo reír a Paula. Y se dio cuenta de que era la primera vez que se reía desde antes de haber huido de la casa de Pedro.


—Digamos, solo por hablar —puntualizó—, que te creo…


—¿Vas a darme una segunda oportunidad? —se adelantó él, interrumpiéndola.


—Si tuvieras una segunda oportunidad en esta relación, ¿qué harías con ella?


—Te pediría que te casaras conmigo —dijo él sin el menor titubeo, sin concederse siquiera un instante para pensarlo. 


Estaba seguro de lo que quería.


Ella alzó la barbilla. Pedro conocía el gesto: se preparaba para una confrontación.


—Igual que se lo pediste a Irene —dijo ella.


—No, porque ahora sé que hay que evitar a las Irenes de este mundo en la medida de lo posible —afirmó él—. No quieren un esposo, quieren un proyecto de bricolaje. Yo quiero a alguien que me quiera, a quien le guste por lo que soy y lo que tengo que ofrecer. Más que eso —la sinceridad de sus ojos era tanta que a Paula le llegó al alma—. Te quiero a ti.


—¿Durante cuánto tiempo? —lo retó ella, aunque estaba perdiendo toda capacidad de resistencia.


—No tengo ni idea de cuánto viviré —dijo él, sin recurrir a frases poéticas—, pero sea el tiempo que sea, quiero poder abrir los ojos cada mañana y verte a mi lado. Estas dos semanas sin ti han sido un infierno y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que sea, por una segunda oportunidad.


—¿Cualquier cosa? —preguntó ella, ladeando la cabeza.


—Lo que sea —repitió él con sentimiento.


—Bueno —hizo una pausa—, podrías empezar por besarme.


—¡Hecho! —exclamó él, rodeándola con los brazos.


Y la besó





DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 23





El terminó por contárselo todo.


Aunque iba en contra de su buen juicio, en contra de su forma de ser, le hizo a Maria un resumen de lo que había ocurrido, hasta el momento en que Paula vio la foto de Irene y él, la foto que él había tirado a la basura ese mismo día.


Pedro tenía la esperanza secreta de que contarlo todo en voz alta lo ayudara a purgar la horrible sensación de vacío que lo atenazaba desde que Paula había salido de su casa sin volver la vista atrás.


Pero no fue así. Si acaso, hizo que se sintiera aún peor. 


Desesperado, intentó describirle a Maria sus sentimientos.


—Es como si alguien me hubiera robado las ganas de vivir —encogió los hombros, avergonzado. Estaba siendo débil y eso no era propio de él—. Lo siento, no me estoy explicando bien, y tú no has venido a escucharme parlotear como un niño de doce años que se lamentara sobre su primer amor —suspiró con resignación y se agachó para rascar al perrito detrás de la oreja—. Supongo que me recuerdas a mi madre y necesitaba que alguien me escuchara.


—Bueno, me halaga mucho que me compares con Francisca, Pedro —dijo Maria—. Tu madre era una mujer cálida y maravillosa —tocó su brazo para que volviera a ponerse en pie—. ¿Sabes lo que te diría ella si estuviera aquí?


Él dudaba que la mujer estuviera al tanto de los pensamientos de su difunta madre, pero, dado que se había desahogado con Maria, le debía la cortesía de escuchar lo que tenía que decir. Además, la mujer le caía muy bien.


—¿Qué?


—Te preguntaría si realmente te importa esa Paula de la que acabas de hablar y, si contestaras que sí, te diría que dejaras de quedarte ahí lloriqueando e hicieras algo al respecto.


—Creo que, hoy en día, eso se denomina acoso, señora Connors —dejó escapar una risa amarga.


En cambio, la risa de Maria sonó alegre, liviana y compasiva.


—No sugiero que te pongas bajo la ventana de su dormitorio y le recites versos de Romeo y Julieta, o de Cyrano. Estoy sugiriendo que hagas algo creativo que permita que vuestros caminos se crucen, en público para empezar.


Tal vez la mujer tuviera razón. A esas alturas, estaba dispuesto a probar cualquier cosa. No tenía nada que perder y todo por ganar.


—Sigue —la animó.


—¿Cómo se gana la vida esa joven dama? —preguntó Maria con inocencia—. ¿Es contable, abogada o…?


—Trabaja para una empresa de catering.


—Una empresa de catering —repitió Maria, aparentemente intrigada—. ¿Qué hace? —sabía muy bien que Paula era la chef repostera de Teresa—. ¿Cocina? ¿Sirve?


—Paula se encarga de los postres —contestó él, aunque eso no informaba sobre su talento. Pensó que «crea delicias» se habría aproximado mucho más a la realidad.


—Ah, perfecto —dijo Maria con entusiasmo.


Pedro no entendía nada. A sus pies, el perrito empezaba a mordisquear las patas de la camilla. Pedro sacó un hueso de goma y se lo ofreció. Walter aceptó el cebo.


—¿Perfecto? —repitió, mirando a Maria.


—Sí, porque se me ha ocurrido un plan. De vez en cuando, el refugio para animales de Bedford celebra el día Adopta al Mejor Amigo. Las empresas locales colaboran con donaciones u ofreciendo su tiempo.


—Conozco esos eventos —como era voluntario en el refugio, recibía sus circulares—, pero no veo…


—Podría tirar de algunas cuerdas, hacer unas sugerencias, poner el evento en marcha en, digamos, una semana, dos como mucho —explicó Maria a toda velocidad.


—Sigo sin entender qué tiene eso que ver con…


Maria alzó un dedo para silenciarlo.


—Piensa en cuánta gente iría a ver a los animales si la publicidad mencionara una degustación de pastas y que los beneficios se destinarían a mantener el refugio operativo. «Ven a probar las pastas y vuelve a casa con un amigo» —dijo Maria, sacándose un eslogan de la manga.


Después, miró a Pedro pensativamente.


—¿No me dijiste que eras voluntario del refugio y a veces ibas a echar un vistazo a los animales, para asegurarte de que están sanos? —también conocía la respuesta a esa pregunta.


El rostro de él se iluminó cuando comprendió por fin el plan de la amiga de su madre.


—¿Sabes una cosa? Eso podría funcionar —dijo—. Y Paula hace unas pastas exquisitas —hizo una pausa y la miró, intrigado—. ¿Cómo has sabido eso? ¿Cómo sabes que Paula hace pastas?


—No lo sabía —había sido un desliz que Maria se apresuró a enmendar—. Lo he dicho por decir algo. Reconozco que tengo debilidad por las pas-tas.


—Pues si ese plan consigue que vuelva a hablarme, señora Connors, me aseguraré de que reciba una pasta diaria durante el resto de su vida —prometió él, animándose con la idea.


—Que sin duda sería breve, si empezara a permitirme esos caprichos —rio ella. Se inclinó para recoger al perrito que le había servido como excusa—. Entonces, ¿seguro que Walter está sano?


—Está de maravilla —aseguró él. Miró al labrador pensativamente, mientras le rascaba la cabeza—. Se parece muchísimo al perrito de Paula —comentó pensativo.


—Entonces, el perrito de Paula debe de ser muy guapo —Maria le guiñó un ojo.


Después se dio la vuelta y salió antes de que Pedro pudiera ver la amplia sonrisa que iluminaba su rostro.






domingo, 22 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 22





Pasaron dos semanas.


Dos semanas que avanzaron al ritmo del paso de una tortuga inválida. Cada minuto de cada día se alargaba interminablemente. Pedro tenía la sensación de estar volviéndose loco. Su trabajo pasó de ser un paraíso a convertirse en una tortura.


Le costaba concentrarse.


Intentó seguir en marcha, lo intentó de veras. Después de su ruptura con Irene, cuando disminuyó el dolor y dejó de sentirse como un imbécil por no haber visto las señales que habían estado allí durante todo ese tiempo, Pedro había experimentado una sensación de alivio. 


El tipo de alivio que sentía un superviviente que acaba de esquivar una bala. La joven de la que había creído enamorarse no habría sido la mujer con la que habría acabado casándose. Haberlo evitado era lo que dio paso al alivio.


Pero en el caso de Paula, el alivio brillaba por su ausencia. 


Solo tenía sensación de pérdida, como si algo muy especial se le hubiera escapado entre los dedos y no fuera a recuperarlo nunca.


En consecuencia, su vida se había llenado de oscuridad. Era como si la luz se hubiera apagado en su mundo y no pudiera encenderla de nuevo. La resignación hizo que todo cambiara para él.



*****


Teresa la había alertado de que ocurría algo. Según ella, Paula llevaba dos semanas silenciosa y retraída, y había empezado a llevar al perrito al trabajo, en vez de dejarlo con Pedro. Pero, sobre todo, Paula se negaba a hablar. 


Siempre que le preguntaba si algo iba mal, su repostera contestaba que todo iba «bien».


Maria decidió investigar por su cuenta.


Por eso se presentó en la clínica veterinaria el martes siguiente, cuando tuvo un respiro en la agencia inmobiliaria.


Apareció armada con uno de los perritos que aún le quedaban a Cecilia. Le dijo a la recepcionista que lo había comprado hacía poco con la intención de regalárselo a su nieta. Erika había conseguido hacerle un hueco entre dos citas.


—Hola —dijo Maria con alegría, entrando en la sala de consulta donde le habían dicho que encontraría al objeto de su visita—. Tu recepcionista, una chica encantadora, me dijo que estabas aquí y que podía traerte a Walter. Espero que no te moleste que haya venido sin avisar. Pero Walter es un regalo para mi nieta, y quería asegurarme de que está sano antes de dárselo —explicó.


Pedro miró fijamente al perrito. Era casi idéntico a Jonathan. 


Pero no podía ser él.


—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó.


—Conozco a un criador en la zona de Santa Barbara —contestó Maria con expresión de inocencia—. ¿Por qué lo preguntas?


—Conozco a alguien que tiene un perro igual que este —Pedro intentó sonar indiferente, pero solo pensar en Paula conseguía dar un tono triste a su voz—. Me dijo que había aparecido en su puerta de repente, hace un par de meses.


—He oído decir que los labradores están de moda últimamente, porque son muy amistosos. Por eso le he comprado uno a mi nieta —comentó Maria, sin inmutarse. 


Escrutó a Pedro mientras procedía a examinar al perrito—. ¿Ocurre algo, cariño?


—El perrito parece estar bien —dijo él, siguiendo con el examen.


—Hablaba de ti, Pedro—dijo Maria con voz amable.


Él encogió los hombros, deseando que la mujer se centrara en el perrito que le había llevado y no le hiciera preguntas personales. No podía enfrentarse a ellas en ese momento.


Había dejado innumerables mensajes en el contestador de Paula. Ella no le había devuelto ni una llamada. Cuando pasaba por su casa nunca había luces encendidas y no abría la puerta si llamaba al timbre.


—Estoy bien —le dijo a Maria.


—Sabes, Pedro, por respeto a tu madre, me siento obligada a decirte que, como actor, eres poco convincente —se estiró para ponerle una mano en el hombro—. ¿Qué te preocupa? Tal vez no pueda ayudarte, pero al menos te escucharé.


Pedro no quería hablar del tema. Concluyó su examen y la miró.


—Walter está muy sano. En cuanto a mí, señora Connors, sé que su intención es buena…


—A estas alturas, puedes llamarme Maria —bajó al perrito de la camilla al suelo—. Diablos, claro que mi intención es buena —clavó los ojos en los del veterinario—. Cuando mi hija tenía el aspecto que tienes tú ahora, era porque algo iba mal en su relación con el hombre que ahora es su marido, un yerno fantástico, por cierto. Vamos, suéltalo. Necesitas a alguien imparcial que te diga si estás reaccionando de forma exagerada o si deberías rendirte. Dado que tu madre no está aquí para escuchar, lo haré yo en memoria suya.


Cruzó los brazos sobre el pecho y le lanzó una mirada que indicaba claramente que no iba cejar en su empeño.


—Será mejor que me lo cuentes todo. Te aviso que no pienso irme hasta que lo hagas. Si pretendes ver a más pacientes hoy, más te vale empezar a hablar, jovencito.





DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 21




Ella había creído que al día siguiente retomarían el ritmo habitual; pasarían la tarde en casa de él, vaciando las últimas cajas que quedaban arriba, en el dormitorio. Ella prepararía algo y cenarían juntos.


Pero cuando Pedro cerró la clínica, la informó de que tenía una sorpresa para ella.


—¿Qué tipo de sorpresa? —le preguntó, suspicaz.


—Ya lo verás cuando lleguemos allí —respondió él con voz misteriosa.


—¿Vamos a algún sitio?


—Buena deducción —aplaudió él.


—¿No deberíamos llevar a Jonathan a casa antes?


—No. Viene con nosotros.


—Entonces, ¿no vamos a cenar? —era lo primero que se le había ocurrido como posible sorpresa.


En vez de contestar, él sonrió y le pidió que lo siguiera.


Paula estaba intrigada. Había conseguido capturar su atención por completo



*****


—Esto es un restaurante —comentó cuando, quince minutos después, aparcó junto al coche de Pedro y bajó del suyo. 


Estaban ante un edificio cuadrado de una planta que, obviamente era su destino.


—Sí —confirmó él, risueño.


—No podemos dejar a Jonathan en el coche mientras comemos.


—No lo haremos —dijo él, agarrando la correa del perro.


—Pero…


—Peluche es un restaurante en el que la gente puede cenar con sus mascotas —dijo él—. Pensé que podría gustarte.


A Paula, más que gustarle, le encantó, y no dejó de decirlo durante la cena y también cuando llegaron a casa de él.


—¿Cómo lo encontraste? —le preguntó.


—Uno de mis clientes lo abrió hace poco. Me pareció una idea acorde con los tiempos. Soy uno de los inversores —confesó él.


—¿En serio? —la idea la excitaba, igual que hacía el hombre, que en ese momento deslizaba la punta de los dedos por su cuello.


—En serio —confirmó—. Nunca le miento a una mujer bella.


—Soy la única mujer que hay aquí.


—¿Andas en busca de cumplidos? —rio él.


—¿Quién, yo? —se llevó la mano al pecho con expresión de sorpresa.


—Tú —Pedro mordisqueó su labio inferior.


Eso puso punto final a la conversación durante un largo rato.



*****


—¿Quién es? —preguntó Paula, sacando una foto enmarcada de la última caja a medio vaciar que quedaba en el dormitorio.


El tiempo se les había ido de las manos y había acabado durmiendo allí. Eso significaba que tenía que vestirse rápidamente para pasar por su casa a ponerse ropa limpia antes de ir al trabajo.


En algún momento de la noche habían decidido que dejaría allí a Jonathan y sería Pedro quien lo llevara a la clínica cuando fuera a trabajar.


La foto era de Pedro con un brazo alrededor de la cintura de una joven morena de aspecto aristocrático; el gesto le recordó cómo la había agarrado a ella la primera vez que intentó escapar de su sofá. Paula había tropezado con la caja abierta, volcándola, y la foto había caído prácticamente a sus pies.


—¿Quién es quién? —preguntó Pedro, absorto.


Estaba buscando sus llaves. Suponía que se le habían caído en algún sitio cuando Paula y él habían empezado a hacer el amor la noche anterior. En vez de convertirse en predecibles, sus encuentros amorosos mejoraban cada día que pasaba.


En lugar de contestar, ella se volvió hacia Pedro y le mostró la foto enmarcada.


—Esta mujer que rodeas con el brazo —dijo. Tenía la horrible sensación de que no iba a gustarle la respuesta.


Al ver lo que tenía en las manos, la mente de Pedro se quedó en blanco un instante.


—¿De dónde has sacado eso? —preguntó cuando pudo, con la garganta seca.


—Se ha caído de esa caja cuando la he volcado por accidente —señaló la caja que seguía en el suelo, de lado—. ¿Quién es, Pedro? —repitió Paula. Con cada palabra, el vacío que sentía en su interior se acrecentaba, amenazador—. Tiene que ser alguien, o no habrías empaquetado la foto.


—Yo no me ocupé de eso —le recordó él—. Lo hicieron los de la mudanza.


En cualquier caso, lo indudable era que la foto había estado en su casa, o nadie la habría guardado. El que Pedro estuviera evadiendo la respuesta incrementó su ansiedad.


—Bueno, pero es tuya —insistió—. Si no, los de la mudanza no la habrían metido en una caja. Además, tú sales en la foto y es tu brazo el que rodea su cintura —cada palabra dejaba un sabor amargo en su boca—. ¿Quién es, Pedro? —preguntó Paula por tercera vez, impacientándose. Por supuesto, ambos tenían un pasado, pero no le gustaba la idea de no saber suficiente de él, ni que él tuviera secretos.


—No es nadie —dijo él. Le quitó el marco y lo tiró sobre la cama revuelta, boca abajo.


—Si no fuera nadie, lo habrías dicho desde el principio —Paula cuadró los hombros, desafiante—. Cuando te hacen una foto con «nadie», no la enmarcas. ¿Por qué no me dices quién es?


Pedro resopló. Había estado convencido de haber tirado esa foto, todas las fotos de ella.


—Porque ella ya no tiene importancia.


—Pero la tuvo una vez, ¿no? —infirió Paula de lo que había oído.


—Una vez —admitió él; decir lo contrario habría sido una mentira.


—¿Cuánta importancia? —preguntó Paula con voz queda.


Pedro se sintió en la obligación de hacerle un breve resumen del tiempo que había pasado con Irene.


—Se llama Irene Masterson y estuvimos comprometidos, pero ya no lo estamos —recalcó—. Lo dejamos hace tres meses.


«Tres meses». Las palabras resonaron en la mente de Paula. Estaba con ella de rebote. No había otra forma de interpretarlo. Era un relleno, algo para mantenerlo en pie mientras se recuperaba. No sabía cómo había podido ser tan estúpida como para pensar que su relación llegaría a algún sitio. Las cosas solo llegaban a abismos oscuros.


Paula lo miró un momento, muda. Tenía la sensación de que su frágil mundo se estaba desmoronando ante ella.


—¿Y no te pareció lo bastante importante como para decírmelo?


—El tema nunca surgió —era lo único que podía alegar en su defensa.


—Tal vez debería haber surgido —respondió ella, dolida—. Preferiblemente antes de que las cosas se complicaran entre nosotros —había estado a punto de decir «se pusieran serias», pero se controló. Él no podía ir en serio si le había ocultado algo tan importante. Se había estado engañando respecto a su sentimientos por ella. Era dolorosamente obvio que había dado demasiada importancia a lo que había entre ellos. No se trataba de una relación, no era sino una forma de pasar el tiempo.


—No recuerdo un solo momento en que hubiera venido a cuento. ¿Cuándo se suponía que iba a decirlo? —preguntó él—. ¿Justo antes de acostarnos? «Disculpa, Paula, pero antes de hacerlo, deberías saber que tuve novia formal durante unos años y que estuvimos comprometidos cinco meses».


Cinco meses. La mujer de la foto había estado comprometida con él cinco meses, más tiempo del que había pasado desde que ella lo conocía. Además, la ruptura era reciente, lo que convertía su presencia en la vida de Pedro en algo, como poco, inestable. La idea le robó el aire y le revolvió el estómago.


—Sí —contestó—. Tendrías que habérmelo dicho, tendrías que haber dicho algo


Paula inspiró profundamente.


La culpa era suya, no de él. Era suya por dejarse rendir por el anhelo y la soledad que había sentido, por creer que, finalmente, había encontrado un hombre estable y decente, alguien a quien amar y con quien compartir su vida. 


Pero Pedro no era ese hombre. No podía serlo después de su reciente ruptura. Ella no quería ser la chica que arreglaba los destrozos causados por otra persona, un apoyo mientras la parte dañada sanaba.


—¿Por qué no sigues comprometido? —preguntó con voz carente de emoción.


—Ella y yo buscábamos cosas distintas —Pedro alzó un hombro y lo dejó caer con descuido—. Ella quería que yo cambiara, que fuera otra persona, que encajara en su mundo de sangre azul. Yo no quería cambiar.


Paula se esforzaba por entender, por asimilar lo que acababa de descubrir por accidente. Intentaba decirse que no tenía importancia, pero cada fibra de su ser le decía que importaba, y mucho.


—¿El compromiso se desintegró por sí solo?


—Seguramente habría acabado por desintegrarse —Pedro no sabía qué decir para arreglar lo que parecía haberse roto en unos minutos.


—¿Pero? —Paula sostuvo su mirada.


—Pero con lo que estaba ocurriendo, con la pérdida de mi madre, solo deseaba irme y terminar con todo de una vez —explicó él. Su única opción era decirle la verdad y rezar por que no tuviera que arrepentirse de hacerlo.


—¿Fuiste tú el que lo rompió? —quiso confirmar ella, con rostro inexpresivo.


—Sí —asintió Pedro.


—Te comprometiste con una persona a la que amabas y luego rompiste el compromiso —lo presionó ella. Necesitaba que todo quedara perfectamente claro.


Él habría querido negarlo, decir que nunca había amado a Irene. Pero sí la había amado y sabía que, si mentía, antes o después, sufriría las consecuencias. El daño sería irreparable.


—Sí.


Una abrumadora oleada de tristeza envolvió a Paula cuando oyó esa palabra. No podía quedarse allí ni un segundo más, si lo hacía se desmoronaría delante de él.


—Tengo que irme —dijo con brusquedad—. ¡Jonathan! —llamó, con voz aguda—. ¡Jonathan, ven!


Un momento después, el labrador apareció al pie de la escalera y ladró. Paula prácticamente bajó corriendo. Sin querer perder tiempo buscando la correa, agarró al perro del collar y lo condujo hacia la puerta de entrada.


Pedro voló escaleras abajo para reunirse con ella.


—Espera, habíamos quedado en que esta mañana sería yo quien lo llevara a la clínica.


—No hace falta —Paula ni siquiera se dio la vuelta—. Se viene conmigo.


—Paula… —el nombre sonó cargado del dolor y preocupación que lo asolaban.


—He cambiado de opinión, ¿vale? —escupió ella, que temía echarse a llorar en cualquier momento. Tenía que salir de allí antes de que eso ocurriera—. Tú cambiaste la tuya, ¿no? ¿Por qué no iba a poder hacer yo lo mismo?


Pedro, aunque anhelaba rodearla con sus brazos y apretarla contra sí hasta que se calmara, dio un paso atrás. Su instinto le advirtió que no la presionara.


—¿Te veré esta noche?


—No creo que sea buena idea —replicó ella, seca.


Paula casi tuvo que llevarse a Jonathan a rastras. El labrador parecía no querer dejar a sus amigos caninos ni al hombre que tan bien lo trataba. Paula tiró del collar con más fuerza y dijo su nombre con autoridad, seguido de una de las órdenes que Pedro le había enseñado. Un segundo después, Jonathan la siguió.


Luchando contra las lágrimas, Paula se dijo que el adiestramiento había dado buenos resultados. El adiestrador, en cambio, no.


—Paula, no quiero que te vayas —dijo Pedro desde la puerta.


Le costó mucho exponerse así tras haberse jurado que no pensaría en tener una relación con una mujer hasta superar su periodo de duelo. Decirse que a su madre le habría gustado mucho Paula, no la había favorecido, pero tampoco había hecho ningún mal.


—Ahora —repuso ella por encima del hombro, de camino al coche—. No quieres que me vaya ahora. Pero no tardarás en cambiar de opinión —masculló. Si no apretaba los dientes, corría el riesgo de empezar a sollozar.


Le estaba bien empleado por permitirse conectar con un hombre tan rápidamente. Las lágrimas le quemaban la garganta.