—¡No está! Su cama está vacía.
Paula salió corriendo de la casa y prácticamente cayó entre sus brazos con el cuerpo tembloroso.
—¿Cómo va a haberse marchado? Estábamos sentados en el porche — dijo él.
—La ventana. Habrá bajado por la pared —se giró hacia la oscuridad y gritó el nombre de su hijo en el silencio de la noche—. Dios, ¿y si nos ha oído discutir?
—Entonces se habrá ido hace pocos minutos.
—Tengo que encontrarlo —se dio la vuelta y regresó a la casa seguida de Pedro. Los niños pequeños y la maleza australiana por la noche no eran una buena combinación. Su corazón estableció un ritmo familiar. El ritmo del combate, el ritmo para el que su mente estaba entrenada. Latidos que dirigían sus pensamientos y que evitaban que perdiera el control.
No podía permitírselo con Paula desestabilizada.
Pero no iba a quedarse parado sin hacer nada mientras otro niño estaba en peligro. Su hermano tendría que esperar.
Se puso tras Paula mientras ella vaciaba el contenido de su mochila sobre la mesa de la cocina. Agarró el GPS, lo encendió, miró hacia el techo y cerró los ojos. Finalmente el aparato le devolvió la señal.
—¿Es para localizar a Lisandro?
—No tengo tiempo para otro sermón sobre el exceso de protección. Tengo que encontrar a mi hijo.
El aparato comenzó a pitar con fuerza. Paula lo dirigió hacia la puerta y el pitido se intensificó.
—¿Cuál es la fuente?
—Su mochila —Paula volvió a guardar todo en su mochila, se la colgó al hombro y salió corriendo hacia la puerta.
—¡Paula, espera! —apenas tuvo tiempo de agarrarle el brazo cuando pasó frente a él.
—Vete a buscar a Julián —dijo ella—. Déjame ir a buscar a mi hijo.
—También es peligroso para ti ir ahí fuera, Paula.
Ella lo miró fijamente, se zafó de su mano y salió corriendo. Era rápida cuando se lo proponía. Ya estaba a medio camino hacia los árboles antes de que pudiera alcanzarla. ¿Acaso sabía hacia dónde ir? Mantuvo la vista fija en el azul de su jersey. En pocos segundos, desapareció en la oscuridad.