«Apuesto a que sí», pensó él. Se fijó en sus ojos de ciervo, que resaltaban sobre su piel suave. Luego miró su boca, que resultaría deseable si no tuviera los labios apretados con desaprobación. «Concéntrate, Alfonso», pensó, y se obligó a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. La señorita feroz se quedó mirándolo.
—¿Y podría darme algún ejemplo reciente, por favor? —era protocolo de entrevista de libro de texto, y odiaba que estuviera saliendo de su boca.
Pero aquélla no sería la primera vez que hacía algo que odiaba basado en un presentimiento.
Ella se quedó mirándolo durante unos segundos, pareció sopesar algo en su mente y luego estiró la mano para desabrocharse el abrigo.
—Puedo darle un ejemplo muy reciente —dijo.
«Idiota, no le has pedido el abrigo», se reprendió Pedro mentalmente.
Tal vez sus días de aislamiento estuvieran pasándole factura.
—¿Por qué estaba observándome en la tienda de regalos?
No había una buena respuesta a esa pregunta, así que intentó decir una medio verdad.
—Parecía una ladrona.
Ella sonrió, y el hielo desapareció de sus ojos.
—¿Una ladrona? ¿Cómo?
—Como si se propusiera algo malo.
—Claro que me proponía algo malo. Estaba robando —se metió las manos en los bolsillos y sacó una serie de objetos que él reconoció.
Artículos de su tienda. Cuando la señorita Chaves colocó un broche sobre el escritorio, supo exactamente cuándo lo había robado. Y frente a las narices de quién.
Había sido engañado por una novata.
—Me detuvo por instinto —dijo ella—. ¿Por qué no siguió adelante?
«Porque estaba demasiado ocupado preguntándome qué llevarías debajo del abrigo, y no precisamente la mercancía robada», contestó él en silencio. La miró y se dio cuenta con dolor de lo bajo que había caído. Solía especializarse en liberación de rehenes en terreno extranjero, y ahora no podía identificar a una ladrona a tres metros de distancia. Intentó disimular la rigidez de su cuerpo, sabiendo que ella lo notaría. No quería darle esa satisfacción.
—Ya lo pillo, señorita Chaves.
—Esto es horrible, por cierto —dijo ella señalando el broche—. ¿Por qué lo venden?
Pedro no tenía ni idea; no era él quien se encargaba de la selección de artículos. Otra cosa más a cuyo control había renunciado desde que regresara a casa.
—¿Por qué se vende?
Ella negó con su cabellera castaña rojiza, igual que la de su hijo, pero más larga, y cuando sonrió se le formó un pequeño hoyuelo en la mejilla izquierda.
—Sigue siendo un crimen contra el buen gusto.
Pedro arqueó las cejas. ¿Cuándo era la última vez que alguien le había hablado con sinceridad y no con miedo o suspicacia? ¿O pena? Resultaba agradable.
—Robarme a mí ha sido un riesgo, señorita Chaves. ¿Y si la hubiera echado?
—Era un riesgo calculado. E imagino que, si busca personal para la seguridad, no tendría a nadie para echarme.
De nuevo ese hoyuelo.
—¿Duda de que hubiera podido encargarme yo mismo?
—Imaginé que no habría elegido entrevistarme usted solo para echarme —contestó, y asintió ante su sorpresa—. Hice mis investigaciones. Se suponía que debía entrevistarme un tal señor López.
Tal vez pareciese que acababa de salir de la universidad, pero había trabajado en varios puestos relacionados con la seguridad; interpretaba bien a la gente, hacía investigaciones exhaustivas y había criado a un niño ella sola.
Y lo tenía totalmente calado.
Su cuerpo se agitó ante el desafío.
—¿Qué cambiaría en la tienda? —preguntó él, intentando concentrarse en la entrevista.