Ella centró la atención en su hijo y se agachó. Era su regla personal.
Lisandro no buscaba llamar la atención últimamente, así que, cuando lo hacía, se la prestaba sin dudar. Era muy distinto a su propia infancia.
Intentó ignorar la intensa mirada que caía sobre ella como una catarata.
—¿Son de verdad?
—Sí. Las ranas caminaron primero sobre la tinta, luego sobre la tarjeta. No es tóxico —contestó el niño—, teniendo en cuenta lo sensible que es la piel de las ranas, según dice Pedro.
Paula le acarició el hombro a su hijo con una mano temblorosa. Se mordió el carrillo. ¿Pedro? Dios, hasta el nombre era sexy. Y de alguna manera había sacado más del niño en dos minutos que ella en todo el día.
Le dio la vuelta a la tarjeta y miró el precio. Alto, pero no excesivo, sobre todo si bordaba la entrevista de trabajo. Se incorporó.
—¿Sabes qué, L? ¿Por qué no le llevas la tarjeta de las ranas y mi postal a la señora del mostrador y nos vamos?
—¿Es la hora de tu entrevista?
Paula se estremeció. No quería que el militar supiese lo que estaba haciendo allí. Le entregó la postal a su hijo junto con veinte dólares.
—Vamos, cariño. Enseguida voy.
En cuanto Lisandro se alejó, Pedro habló y entornó los párpados con suspicacia.
—¿Tiene una cita?
«No es asunto tuyo», pensó ella.
—Sí, y tengo que…
—¿Qué tipo de cita?
Paula se tensó al instante. Había pasado toda su vida siendo interrumpida por un abusón insoportable. No necesitaba a uno más precisamente aquel día. Tomó aire y dijo:
—He interrumpido sus compras. Y debo irme. Disculpe.
Estaba segura de que no era accidental que se hubiera colocado entre la salida y ella. Pasó frente a él por el estrecho pasillo y se echó el abrigo hacia un lado para que los objetos no chocaran contra él. Al pasar frente a él su nariz captó algo maravilloso. Sándalo, tierra y… masculinidad. Tal vez pareciera que aquel hombre vivía en las calles, pero olía al cielo. Y comprobó también que estaba duro como una piedra mientras se deslizaba hacia el mostrador, intentando que el corazón dejase de latirle con tanta fuerza.
—Puede que nos veamos por aquí —dijo él, y por el rabillo del ojo Paula vio que se alejaba hacia el fondo de la tienda y seguía curioseando.
«Dios, espero que no», pensó.
—¿Eso es todo? —preguntó la cajera educadamente.
Paula le dirigió una sonrisa, consciente de los cuatro objetos robados ocultos en sus bolsillos y de que la cajera inocente tendría que cargar con la culpa temporalmente.
«Los ángeles me perdonarán», se dijo a sí misma. «Si es necesario»
Ya me atrapó.
ResponderBorrar