Pedro la acompañó a su coche y permaneció a su lado mientras ella trataba de abrir la puerta.
–¿Problemas? –le preguntó.
–No pasa nada. Hace falta un poco de habilidad para conseguir que abra –respondió ella cuando consiguió abrir la puerta.
–Supongo que tienes ahí dentro todo lo que has comprado hoy.
–Sí.
–Algo arriesgado dado lo fácil que sería abrirte el coche.
–Bueno, yo diría que la seguridad del club de tenis se encargaría de que mis paquetes están a salvo –replicó–. Además, están en el maletero, por lo que no los puede ver nadie.
–No, pero cualquiera te podría haber visto meterlos ahí –insistió él–. No me gusta el hecho de que tu seguridad se pueda ver comprometida tan fácilmente. Mañana me encargaré de facilitarte otro coche. No quiero que discutas conmigo, Paula –añadió cuando ella se disponía a protestar–. Necesito que tengas un coche fiable en el que ir y venir al trabajo o realizar otras salidas que tengas que hacer conmigo. Tiene sentido poner un coche a tu disposición.
Paula no pudo pensar en nada que pudiera hacerle cambiar de opinión. Pedro dio un paso al frente y le levantó la barbilla con un dedo.
–¿Estás enfadada conmigo ahora? –le preguntó.
Consciente de que el conductor de la limusina los estaba escuchando porque estaba esperando a Pedro, Paula negó con la cabeza. En realidad, no estaba enfadada, pero se sentía frustrada por haberse visto puesta en una situación que no podía rechazar.
–Entonces, parece que tendré que remediar eso, ¿no te parece?
Antes de que Paula pudiera protestar, Pedro la besó lenta y persuasivamente. Ella emitió un pequeño suspiro de capitulación. Entonces, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, lo abrazó con fuerza y le hundió los dedos de una mano en el corto cabello para sujetarle la cabeza como si jamás se fuera a hartar de él.
Cuando la lengua de él rozó la de ella, Paula sintió que el cuerpo le prendía fuego. Se inclinó sobre él y apretó los senos contra la dureza de su torso, dejando que las caderas se movieran contra las de él en una silenciosa danza de tormento.
Entonces, igual de rápido, él rompió el contacto. Como si hubiera demostrado que hiciera ella lo que hiciera, pensara lo que pensara o dijera lo que dijera, era suya. Cuando y donde la deseara. Debería haberle molestado comprender esto, pero se esforzó en tratar de tranquilizar el deseo que se había apoderado de ella.
–Dulces sueños –susurró él contra sus labios–. Te veré por la mañana.
Ella asintió y se metió en el coche. La mano le temblaba un poco mientras trataba de meter la llave en el contacto para arrancar el coche. Pedro le cerró la puerta y se hizo a un lado para que ella maniobrara. Cuando miró por el retrovisor, vio que él seguía allí, observándola mientras se dirigía hacia la salida del aparcamiento.
No tenía ni idea de cómo iba a controlar el abrumador efecto que tenía sobre ella. Mientras que todas las células de su cuerpo la animaban a que cediera a lo que sentía, a que cediera a él, la lógica le decía que eso sólo le provocaría sufrimiento.