Sin esperar respuesta, le puso el dedo bajo la barbilla para obligarla a alzar el rostro, pero en lugar de besarla, la abrazó, sin que ella ofreciera la menor resistencia. Le oyó reír quedamente antes de sentir que la tomaba por detrás de las rodillas para levantarla, y ella permaneció con los ojos cerrados, asiéndose a él, fundiéndose contra su pecho ansiosa por lo que sabía que estaba a punto de suceder.
Al instante sintió que le subía la camiseta y le besaba el vientre, cuyos músculos se contrajeron involuntariamente. Le acarició los senos, que parecían ansiosos por escapar del sujetador. Sus pezones, duros, ansiaban sentir la boca de Pedro. Él los saboreó, los mordisqueó… y Paula, arqueándose, alzó las caderas.
Pedro le quitó la falda y las medias y las tiró al suelo junto con el sujetador. Luego se quitó los calzoncillos y en una fracción de segundo volvió a atenderla, colocando la mano en su entrepierna y mirándola a la cara dijo:
–Abre los ojos –y le mordisqueó el cuello. Al ver que ella apretaba los ojos con aun más fuerza, añadió–: Ábrelos o paro.
Paula obedeció aunque le aterrorizaba que la emoción fuera aún más intensa que su deseo si además de sentir sus caricias lo miraba.
–¿No tienes nada que decir? –preguntó él mirándola fijamente con picardía.
–¿Como qué?
–Quiero que me supliques –al ver que Paula apretaba los labios, sonrió y dijo–: Está bien, sé que quieres que me esfuerce hasta que lo consiga.
Paula por fin abrió los ojos.
–Pedro, por favor, hazme el amor –dijo con sorna.
–Vas a tener que seguir intentándolo. Quiero oír una desesperación genuina en tu voz –dijo él.
Y se agachó para mordisquearle los pezones antes de ir deslizándose hacia abajo dejando un rastro de besos por su vientre. Él alcanzó su punto más sensible y lo lamió con fruición hasta que la excitación de Paula alcanzó un punto álgido, entonces susurró:
–La otra noche dijiste que no quería más de esto.
–Yo… –Paula apenas podía hablar mientras él la seguía acariciando con sus dedos–. No pensaba que estuvieras interesado.
–¿Y ahora reconoces que te equivocabas? –y sin esperar respuesta volvió a besarle el vientre.
Paula gimió.
–¿Es así como interrogas a los testigos? –dijo, jadeante–. No me extraña que siempre ganes.
Sintió la sonrisa de Pedro contra su estómago mientras seguía alternando las caricias con sus dedos y su lengua, hasta que se retorció de placer. Entonces susurró:
–¿Qué, Paula?
–Por favor, por favor –suplicó ella.
–No se te ocurra volver a mentirme –dijo.
Paula jadeó. Lo deseaba tanto que le daba miedo. Él se adentró en ella y Paula pensó que la sensación era aun más maravillosa de lo que recordaba.