Agosto, presente
El lunes por la tarde, Pedro salió de la morgue de Northland, donde habían llevado los cuerpos de sus amigos, y tomó una bocanada de aire fresco. Habría deseado llorar, pero los hombres no lloraban, y, además, tenía mucho que hacer.
Se sentó en el coche y se quedó inmóvil, mirando al vacío. Pensó que debía llamar a Paula, pero decidió retrasar el momento. Arrancó.
Cerca de la salida del pueblo volvió a ver las espantosas marcas de las ruedas en el asfalto y los conos dejados por la policía para marcar el punto del accidente. Siguiendo su instinto, Pedro aparcó el coche y bajó.
El césped de los bordes estaba salpicado de cristales, los coches pasaban a toda velocidad. Allí ya no quedaba nada del espíritu de Miguel, que en el fondo, era lo que Pedro había querido buscar inconscientemente al detenerse. No era justo.
Se llevó las manos a los ojos e intentó asimilar la noción de que nunca volvería a ver la sonrisa de su amigo. Ya nunca jugaría con él al squash ni vería aflorar el lado ferozmente competitivo que pocos conocían en él.
Un profundo dolor invadió a Pedro, paralizándolo.
Ni siquiera después del impacto de lo sucedido con Dana había perdido la capacidad de actuar. Se había volcado al cien por cien en poner en marcha Phoenix Corporation, iba al gimnasio, salía con mujeres por pura distracción. Y durante todo el tiempo, Miguel observaba con calma y le daba consejos que él ignoraba.
Pero Miguel ya no le daría más consejos.
Hasta pelearse con Paula tenía que ser mejor que el espantoso vacío interior que sentía. Recordó su rostro el día anterior, su desolación al conocer la noticia, y volvió a sentir el impulso de llamarla.
Se retiró los puños de los ojos y pestañeó con fuerza para combatir la opresión que sentía en el pecho. Lo único que podía hacer ya por Miguel resultaba tan banal… Portar el féretro, hacer que su testamento se ejecutara, asegurarse del bienestar de Dante.
Dante.
El niño más amado y más deseado de la historia. Cuando poco después de la boda, Miguel le había confesado que era estéril por culpa de unas paperas durante la infancia, Pedro había accedido a donar su esperma a los Mason. Apenas había tenido que pensárselo. Cualquiera que los conociera sabía que Miguel y Sonia estaban hechos para ser padres.
La preocupación de cómo se lo tomaría Dante si alguna vez lo averiguaba les había llevado a tomar la decisión de mantenerlo en secreto para siempre y Pedro había accedido. Después de todo, Dante era el hijo de sus amigos, él nunca había pretendido otra cosa.
La muerte de Sonia y Miguel no significaba que tuviera que romper su juramento, al menos hasta que Dante pudiera comprender la situación.
La nebulosa que había descendido sobre su mente empezó a aclararse. Fue hacia el coche. Por fin entraba en acción para hacer algo importante. Tenía un deber que cumplir. Haría que Dante creciera sabiendo que su padre había sido un gran hombre. Y algún día le explicaría cuánto le habían amado sus padres y las circunstancias concretas de su nacimiento.