Por la mente de Paula pasaron los distintos aspectos implicados.
Molestias, dinero, incomodidades. Miró a Sonia y vio sus hombros curvados, en tensión, a la espera de obtener su respuesta, temiendo que Miguel fuera dejando de amarla a medida que el tiempo pasara y no tuvieran hijos.
Era más que una amiga. Era una hermana, la persona a la que debía más en el mundo.
—Claro que lo haré. Tómatelo como mi regalo de boda para Miguel y para ti —para que su matrimonio saliera bien. Para que Sonia alcanzara la felicidad que tanto se merecía.
Sonia la abrazó con fuerza.
—Gracias —dijo con los ojos llorosos—. Es el mejor regalo posible. Aunque fracasemos, te prometo que nunca lo olvidaré.
—Los milagros son posibles y, si alguien lo merece, eres tú —dijo Paula, embargada por la emoción—. Dios mío, vas a hacerme llorar.
Sonia le dedicó una sonrisa radiante.
—En las bodas se puede llorar siempre que sea de felicidad. Bajemos. Quiero bailar el resto de la noche.
Pedro no estaba en la mesa. Quizá hubiera decidido seguir el consejo de Miguel.
Paula recorrió la pista de baile con la mirada, pero no lo vio.
Finalmente lo descubrió al lado de las puertas de salida a la terraza.
Pedro giró la cabeza como si hubiera intuido que lo observaban. Sin decir palabra, caminó hacia la puerta y Paula lo siguió automáticamente.
—¿Te gustaría bailar bajo las estrellas? —preguntó él, apoyado en la barandilla.
En la penumbra, la luna iluminaba su rostro con un brillo metálico y Paula contuvo el aliento. Se oía la música lenta y sensual que sonaba en el salón.
—La luna brilla demasiado como para que se vean las estrellas —dijo ella, mordaz, combatiendo el instinto de acercarse a él para que la tomara en sus brazos.
Pedro sonrió.
—Tienes razón. Está claro que es un hábito en ti —se separó de la barandilla—, ¿Coincides con Miguel en que necesito el calor de una mujer?
Paula sintió la boca seca. Debía haber sabido que a Pedro no se le provocaba impunemente.
—Porque si no estás aquí para bailar —continuó él con retintín—, ¿has venido a ofrecerte a mí? Se supone que uno de los privilegios del padrino es poseer a la dama de honor.
Paula apretó los labios y lo miró con desdén al tiempo que daba un paso atrás, pero antes de que pudiera reaccionar, Pedro la había sujetado por la cintura e inclinaba la cabeza hacia ella.
—¡No! —consiguió decir ella. Pero los labios de Pedro ahogaron su protesta.
No se trató de un beso delicado, sino de un beso frenético, brusco, distinto a todos a los que Paula le habían dado. Forcejeó, pero Pedro le sujetó los brazos a lo largo del cuerpo y presionó su pelvis y su evidente erección contra ella. Cuando por fin liberó sus labios, exclamó:
—¿Qué demonios estás haciendo?
—¡No intentes manipularme! —dijo él, jadeante—. No tengo el menor interés en encontrar una mujer.
—Estás loco —Paula reprimió las ganas de gritarle que no se engañara, que estaba desesperado.
—¿No has salido a buscarme? ¿No pensabas que tenías una oportunidad?
—Eres un cretino —Paula le dio la espalda para volver al interior.
Pedro la sujetó de la muñeca y tiró de ella para que se girara.
—No seas tan desagradable.
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