Paula miró con preocupación hacia los novios y, angustiada, vio que en ese momento Miguel los miraba por encima de la cabeza de Sonia.
Mascullando algo no especialmente amable, se puso en pie y tomó la mano de Pedro.
—Fantástico —forzó una sonrisa resplandeciente—. Bailemos.
Pedro se quedó perplejo ante la transformación que su rostro experimentaba cuando sonreía y que hacía que casi resultara hermosa.
—Deberías sonreír más a menudo —dijo sin pensar. Y la siguió hacia la pista de baile.
Miguel articuló con los labios:
—¿Todo bien?
Y una vez más Pedro se dio cuenta de que la dama de honor tenía razón y de que estaba comportándose como un perfecto idiota. Sonriendo, alzó el pulgar hacia su amigo. Todo iba bien.
Un segundo más tarde, la dama de honor estaba en sus brazos, bailando un vals, y él sentía la suave curva de su cintura bajo la mano que inconscientemente había posado sobre ella.
—¿Cómo conociste a Miguel? —preguntó Victoria sin dejar de sonreír.
Una vez más, Pedro se dio cuenta de que tenía unos labios preciosos, y parte de su enfado se diluyó. Probar aquella boca podría convertirse en un buen entretenimiento.
—Pertenecemos al mismo club de squash. Al quedarnos sin pareja… —Jeremias había preferido ir al gimnasio —empezamos a jugar juntos.
Hacía ya seis años de aquello, y a pesar de que a su socio lo veía a diario, Miguel se había convertido pronto en su mejor amigo.
Pero no era eso en lo que quería pensar aquel día. Ni en Jeremias ni en Dana.
—¿Tú trabajas con Sonia? —preguntó para ocupar su mente en otro asunto. Quizá Miguel iba a tener razón y Paula no era tan mala opción.
—No, soy auditora; Miguel te lo dijo, ¿no lo recuerdas? —preguntó ella con una mirada fulminante.
Pedro olvidó la posibilidad de pasar un rato agradable con ella.
—Es verdad, pero ¿no te parece de mala educación decirme que debía saberlo? —preguntó él a su vez, sonriendo con frialdad.
—No tan descortés como tu evidente falta de interés. Ni siquiera recuerdas mi nombre.
Tocado. El brillo airado de sus ojos y el rubor que coloreó sus mejillas hizo que Pedro se preguntara cómo podía haberla considerado insípida.
—Te llamas Paula, y no sé por qué he pensado que podías ser profesora.
—¿Quizá porque conozco a Sonia?
Se equivocaba. El aspecto de profesora se lo daba su aire contenido y la prontitud con la que lo regañaba. La única persona que se atrevía a hacerlo era su ayudante, Iris, pero ella era amiga de su madre y lo conocía desde que era pequeño.
—Mas bien porque tiendes a reprenderme.
Paula alzó la cabeza para mirarlo fijamente.
—¿Ayer o ahora? En los dos casos, te lo merecías.
Pedro intentó convencerse de que ella tenía la culpa de lo sucedido el día anterior, pero no conseguía olvidar la expresión del rostro de Sonia.
Intentar convencerse de que Paula le había provocado no conducía a nada. Sólo él era responsable de sus propios actos, y el que su vida fuera un caos no podía servirle de excusa.
En lugar de responder, se limitó a encogerse de hombros.
—Tengo la impresión de que necesitas que alguien le ponga en tu sitio más a menudo.
Paula frunció sus voluptuosos labios y Pedro sintió ganas de sacudirla hasta quitarle el aire de superioridad.
—Todo el mundo parece saber lo que me conviene —al ver que ella parecía decidida a insistir en su actitud, y, decidido a callarla, la estrechó contra sí con ojos chispeantes y le susurró al oído—: Según Miguel, necesito una mujer.
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