Paula giró la cabeza para mirar alrededor. Eso no sólo hacía más fácil ignorar la mano de Pedro en su cintura, también le permitía estudiar a los invitados. O, si era sincera, a las invitadas.
Pedro estaba como pez en el agua entre esa gente. Le había presentado al ganador del Gran Premio de Mónaco, al propietario del equipo y a un montón de personas cuyo nombre no recordaba y ni siquiera intentaba recordar. Pero durante todo ese tiempo, Paula no podía dejar de preguntarse cuántas de aquellas mujeres se habrían acostado con él.
Según la propia admisión de Pedro, llevaba años acudiendo a Mónaco en esa época del año y ella no había olvidado lo que Máximo le había contado sobre las chicas que estaban alrededor de los boxes.
—¿Quieres volver al yate? —le preguntó su marido entonces.
—No —contestó ella—. En realidad, me gustaría ir al Casino. Carlo me ha dicho que soléis ir allí después de la fiesta. Otra tradición de las vuestras, aparentemente.
Además de acostarse con todas las mujeres que iban por allí.
Pedro maldijo a Carlo mentalmente porque, aunque le gustaría volver al yate para acostarse con Paula, no podía decirle que no.
—Muy bien, de acuerdo.
Pedro apretó los dientes cuando la ruleta empezó a girar de nuevo.
—¡Madre mía! —exclamó Paula cuando la bolita blanca cayó en su número, el veinticuatro—. ¡He vuelto a ganar!
El crupier le sonrió mientras empujaba un montón de fichas hacia ella y Pedro habría querido darle un empujón.
—Sí, pero llevamos aquí tres horas. Tres largas horas. Has ganado al menos diez mil dólares, no deberías seguir tentando a la suerte.
La euforia y el buen humor por el triunfo de su equipo habían desaparecido al darse cuenta de que Paula estaba intentando alargar la fiesta para no volver al yate. Para no acostarse con él.
—¿Ah, sí? Pues eso demuestra el dicho popular: afortunado en el juego…
—Déjate de sarcasmos. Recoge tus fichas y vámonos.
Pedro estaba furioso. Tras la discusión del primer día no había tenido que ser demasiado persuasivo para que Paula siguiera siendo su voluntaria compañera de cama. Ella había aceptado continuar su matrimonio como si no hubiera pasado nada, de manera civilizada. No podía echarle nada en cara. Incluso había sido amable con sus invitados, a pesar de que deberían estar de luna de miel. Pero él no era tonto y sabía que tenía algo en la cabeza…