El número de mujeres hermosas que había cerca de los boxes fue una sorpresa para Paula. No sabía que hubiera tantas chicas aficionadas a la Fórmula 1.
—No son las carreras lo que les interesa, sino los pilotos —le explicó Máximo, con una sonrisa en los labios—. Todos son millonarios, ésa es la atracción. Aquí se mueve mucho dinero.
—Ah, ya.
Personalmente, le desagradó el circuito. El estruendo de los coches era insoportable, olía a aceite, a gasolina…
—¿Qué te parece? —le preguntó Pedro, acercándose.
—Es un sitio lleno de grasa, de hombres, de ruido, apesta a gasolina y está cargado de testosterona, así que creo que voy a volver al yate.
Él hizo una mueca.
— Tienes razón, seguramente no es sitio para una señora. Maximo te llevará.
De vuelta en el yate, Paula dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que los invitados se habían quedado en tierra.
—Voy a ponerme el bañador y a nadar un rato —le dijo a Máximo.
El día anterior había hecho el papel de perfecta anfitriona tanto en el yate como después, en el club de Saint Tropez, lleno de gente famosa.
Paula había reconocido a una estrella de cine estadounidense y a un cantante inglés famosísimo mientras bebía champán y sonreía hasta que le dolía la cara… odiando cada segundo.
Se había jurado a sí misma no responder a las caricias de Pedro esa noche pero cuando se metió en la cama, desnudo, y había empezado a acariciarla apasionadamente, un gemido había escapado de su garganta.
—Ríndete, Paula —había dicho él—. Tú sabes que lo deseas.
Tenía razón. Le daba vergüenza reconocerlo, pero tenía razón.
Ahora, con Pedro en tierra, se sentía no exactamente relajada, pero sí tranquila por primera vez en dos días. Después de ponerse un diminuto bikini negro, cortesía de Marina, se dirigió a la piscina. Estaba poniéndose crema solar en las piernas y preguntándose cómo iba a ponérsela en la espalda cuando apareció Giovanni.
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