domingo, 30 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 53

 


Se dirigieron a una zona con poca gente y se sentaron. Paula le contó los puntos principales de la propuesta de Darío, incluyendo la oferta de Bradford. Brian no apartaba los ojos de ella y Paula se dio cuenta de que no era un hombre que sólo se preocupara de divertirse y jugar. Como los otros hermanos Alfonso, era bastante inteligente.


—Así que ya ves —concluyó—. Eso resolvería muchos problemas de la compañía. Incluso doblará su tamaño y bienes de un golpe.


—Lo que dices tiene sentido, Paula, tengo que admitirlo. Podría incluso estar de acuerdo contigo en que necesitamos algo como esto, pero el nombre de Carmichael se vende muy mal entre nosotros.


—Entonces va a haber que vender la mercancía antes que el nombre.


—¿Quieres decir, no contarles a Eduardo y a Pedro quién está detrás de esto?


Paula asintió.


—Lo primero es lo primero. ¿Me ayudarás?


Brian hizo una mueca.


—¿Y a ti qué te va en esto?


—Tal vez un matrimonio.


Brian la tomó de la mano y se la apretó.


—En ese caso, tienes mi apoyo. En la vida hay más cosas que el rencor. Haré lo que pueda.


Paula lo abrazó.


—¡Eres un gran tipo!


Se pusieron de pie y ya estaban a punto de marcharse en direcciones diferentes, cuando Brian la tomó por el brazo.


—Y tú también Paula. Pedro ha tenido mucha suerte —le dijo dándole un beso en la mejilla.


Paula sonrió y se fue a buscar a Pedro. Le dio un toque en el hombro para hacerle saber que estaba de vuelta. Instintivamente, él le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Ella le apoyó la cabeza en el hombro y Pedro apartó su atención de la discusión el tiempo suficiente como para ver la expresión soñadora que había en su rostro. Lo que quería más que nada Pedro era derretir ese muro de hielo que había entre ellos.


—¿Bailamos? —le preguntó.


Ella asintió y se disculparon de los demás, dirigiéndose a continuación a la pista de baile. Bailaron en silencio, mirándose a los ojos mientras la orquesta tocaba una balada. Ese fuego abrasador que estaba siempre tan cerca de la superficie se desató entre ellos.


—Vámonos a casa —le dijo él.


—¡Pero si acabamos de llegar!


—Ya lo sé; pero no me importa. Vámonos.


Él la apretó aún más contra su cuerpo y los dos empezaron a moverse al unísono con el ritmo de la música.


—No nos podemos ir ahora —le dijo ella—, y tú lo sabes.


—Me estás haciendo perder la cabeza.


—Si dijiste que no te gustaba mi vestido.


—No es que no me guste, me encanta. Lo que pasa es que me pone nervioso el saber que esta cosita —le dijo jugueteando con la cremallera de la espalda del vestido—, es lo único que hay entre tú y la desnudez total.


Ella le dio en el hombro de broma, feliz porque volviera a estar de buen humor.


—Déjala. Es completamente segura y no va a bajarse.


—De momento —le contestó él sonriendo ampliamente.


Como siempre, esa transformación hizo que se le derritiera el corazón. Ella agitó la cabeza, como liberándose de sus preocupaciones y le devolvió la sonrisa. En respuesta, él la apretó con más fuerza.


Pedro —dijo Eduardo dándole un golpecito en el hombro—. Ven un momento, tengo que hablar contigo.


—Ahora no, Eduardo. ¿No ves que estoy bailando?


—Ya bailarás luego. Tengo que hablar contigo ya, te digo.


Eduardo lo agarró del brazo y los sacó de la pista de baile. Se dirigieron los tres a la mesa.


—Francisco Marshall acaba de acorralarme un poco. No tiene mucho sentido lo que me dijo, pero parece ser que anda circulando por ahí el rumor de que estamos metidos en una gran fusión de empresas. ¿Tienes alguna idea de lo que me ha hablado?


Pedro se quedó mirando un momento a su hermano.


—¿Fusión? ¿Qué fusión?


—Algo acerca de un nuevo socio, enormes montones de dinero. No lo sé.


—¿Dónde lo ha oído él?


—No me lo pudo decir. ¿Así que tú tampoco sabes nada? —le dijo Eduardo y, cuando Pedro asintió, continuó—. Creo que voy a hablar con Leonardo a ver si llego al fondo de esto.




EL TRATO: CAPÍTULO 52

 


Durante todo el camino hacia el lugar de la fiesta guardaron un enojoso silencio. De alguna manera, Pedro sabía que estaba siendo deliberadamente difícil, pero no lo podía evitar. El vestido, a pesar de que no le gustara nada verla vestida así en público, era una cortina de humo para lo que llevaba desarrollándose en su interior durante toda la semana. Todavía estaba resentido con ella por su hiriente comentario. Pero, más que eso, se sentía absolutamente impotente con ella. La amaba, pero estaba acostumbrado a tener lo que quisiera cuando lo quisiera. Con Paula las cosas nunca parecían ir tan suavemente. Lo desafiaba y, mientras la admiraba por eso, no podía dejar de fastidiarle la falta de control que tenía sobre ella. Su actitud hacia Carmichael era un buen ejemplo. No se lo había vuelto a mencionar, pero él sabía que la cuestión no estaba zanjada. Dario estaría allí esa noche. ¿La vería? Y si era así ¿se mostraría Paula receptiva?


Paula se mordía los labios pensativa. Tenía que encontrar a Brian tan pronto como llegara. Él, por lo menos, podría ser razonable. Se volvió hacia Pedro y observó detenidamente su perfil. «Te quiero», le dijo con el pensamiento. Suspiró y miró por la ventanilla.


La pista central del Club de Campo estaba llena de mujeres vestidas con la elegancia y opulencia de su clase. Los hombres, igual. Era realmente toda una gala. Paula sonrió abiertamente ante el ambiente festivo y se dio cuenta de que, hasta la adusta expresión de Pedro se suavizaba cuando la gente les daba la enhorabuena mientras se abrían camino por la pista de baile, hacia la mesa de los Alfonso.


Un enorme árbol de Navidad, adornado tradicionalmente dominaba la sala. La orquesta tocaba los villancicos típicos y algunas parejas mayores aprovechaban cuando tocaban canciones antiguas para salir a bailar. Paula fue presentada a varias personas que no conocía y se volvió a encontrar con otras que le habían sido presentadas el día de su boda.


—Paula —le dijo Pedro—. Me gustaría presentarte a Leonardo y a Sara Wooley. Leonardo es nuestro nuevo banquero.


—Hola —dijo Paula—. Encantada de conocerlos.


Los Wooley le devolvieron el saludo y, después de un pequeño rato de charla intrascendente, los hombres se pusieron a hablar de negocios. Paula asentía educadamente mientras Sara empezaba con un auténtico chorro de cotilleos acerca de todo el mundo, pero ella trató de buscar con la mirada a Brian o a Dario, o a cualquiera que la pudiera rescatar de ese torrente de palabras.


—Y, probablemente, no conozcas todavía a Lorena Marshall, su marido trabaja en seguros, ya sabes, pero ella me dijo que Laura Hutchins le había dicho que…


En medio de todo eso, una luz se le encendió en lo más profundo de su mente. «Cotilleos». ¿Por qué no lo había pensado antes? ¿No le había dicho Darío que era un arma poderosa? Bueno, también podía ser una herramienta poderosa.


—Señora Wooley —la interrumpió Paula—. ¿Su marido es uno de los banqueros con los que mi familia tiene negocios, no?


—Bueno, ah, sí. Como estaba diciendo…


—Entonces debe de ser uno de los que está llevando nuestra nueva adquisición —continuó Paula.


—¿Adquisición?


—Sí, la nueva compañía de la que se está haciendo cargo Alfonso. La que trae el nuevo socio. Usted debe de haber oído hablar de eso a su marido. La cantidad de dinero que va a proporcionar es tan grande que el banco debe de estar muy ocupado haciéndose cargo de todos los detalles.


—Bueno, por supuesto, estoy segura de que lo están. ¿Has dicho «socio»? No sé nada acerca de un nuevo socio. Yo creía que Alfonso siempre había sido un negocio enteramente familiar.


—Sí, así fue en el pasado, pero esta nueva propuesta es algo innovador y excitante. No han podido dejarla pasar. Era algo que no podían rehusar.


—¡No tenía ni idea! —le dijo la señora Wooley con los ojos como platos—. ¡Mira que Leonardo no decirme nada!


—¡Oh, querida! —le dijo Paula cubriéndose la boca con las manos, como si se arrepintiera de haber hablado—. ¡Espero no haber levantado la liebre! ¡Pedro me mataría! ¡Yo pensé que lo sabía ya todo el mundo! ¡Por favor, no le diga nada a nadie!


La señora Wooley le dio unos golpecitos en la mano y le sonrió.


—No te preocupes de nada, querida. Mis labios están sellados. No he oído nada de lo que me has dicho.


—Es usted muy amable —le contestó ella sonriendo a su vez.


—No pienses más en ello —le dijo la señora Wooley mirando por encima de su hombro—. Hablando del rey de Roma, ahí está Lorena Marshall. Si me perdonas…


—Por supuesto —dijo Paula tratando de aguantarse la risa. Bueno, si eso no echaba la bola a rodar, no sabía qué iba a poder hacerlo.


En ese momento vio a Brian, le hizo una seña y se le acercó, dejando a Pedro charlando con varios hombres.


—Hola, Paula —le dijo Brian cuando ella lo tomó del brazo—. ¡Vaya vestido!


—¡No empieces tú también!


—¿Que empiece con qué? Está muy bien. ¿Es que no le gusta a Pedro?


—Sí, le gusta, pero sólo en el dormitorio.


Brian se rió.


—Se está volviendo celoso.


Paula agitó la cabeza.


—Tengo que hablar contigo.


—¿Acerca de qué?


Ella dudó, sin saber exactamente cómo empezar.


—Alguien me ha hecho una propuesta muy lucrativa para la «Alfonso Corporation». Puede significar una enorme suma de dinero para la compañía, así como una nueva adquisición. ¿Te interesa?


—¿Es que te parezco idiota? ¿Quién te ha hecho la oferta?


Paula dejó de andar y le miró directamente a los ojos.


—Dario Carmichael.


—Paula… ¡Olvídalo! ¡Ya sabes lo que pensamos de Carmichael!


—Brian, por favor, mantén abierta la mente. Deja que te explique su oferta, lo que tiene que decir. Estoy segura de que estarás de acuerdo en que ya es hora de dejar atrás las rencillas. Se trata de los negocios. Y yo creo que se trata de algo que tu padre habría querido.


—Pareces saber mucho de nosotros en muy poco tiempo, Paula.


—Estoy aprendiendo. ¿Me vas a dar la oportunidad?


—Vamos a buscar una mesa.




sábado, 29 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 51

 


A Paula le temblaban las manos. No podía ponerse los pendientes por más que lo intentara tan lenta y delicadamente como podía. Inclinó la cabeza delante del espejo para verse mejor, pero todavía no podía ver lo que estaba haciendo. Estaban empezando a sudarle las manos y tenía los nervios ya casi deshechos.


Desde que comió con Dario Carmichael, había repasado mentalmente todo lo que él le había dicho y las dudas que la asaltaban. ¿Debería meterse en eso? No era asunto suyo, a pesar de que se sintiera inexplicablemente arrastrada a una tempestad. ¿Podría salir algo bueno de todo ello? Dario parecía creer que sí. A ella le gustaría poder estar tan segura.


De vez en cuando se sorprendía a sí misma pensando en cómo podría presentar la propuesta en una reunión. La oferta era tan directa y clara como le había dicho Dario. Era una buena y sólida oferta y tenía sentido. Incluso teniendo en cuenta su limitada experiencia en los negocios, lo podía ver. Lo que tenía que hacer era despertar un poco el interés de los Alfonso antes de llamarlos a una reunión. Se daba cuenta de que, intentar una aproximación con Pedro o con Eduardo estaba fuera de lugar. Eso dejaba a Brian como su única esperanza, racionalmente hablando. Él había estado fuera durante toda la semana. Tenía que acorralarle esa tarde en la fiesta para lograr su apoyo.


Ése era su plan. No era el mejor, pero hasta que le llegara la inspiración, era todo lo que tenía.


Observó el reflejo de Pedro en el espejo cuando se puso detrás suyo. Ya estaba casi vestido. Estaba claro que él no tenía problemas en hacerlo rápidamente. Iba de esmoquin y le sentaba tan bien como todo lo demás. Lo único que le faltaba era ponerse la chaqueta.


Paula dejó los pendientes y se puso a empolvarse la nariz. Estaba tan guapo vestido así; el esmoquin le quedaba perfecto con su estatura y su cabello oscuro. De repente le apeteció tanto tocarlo que casi no pudo contenerse.


También quisiera que, aunque fuera, le gritara ¡esa educada indiferencia la estaba matando! Lo amaba, pero decírselo ahora podría sonar poco sincero, hasta a sus propios oídos.


Él se dio la vuelta y sus miradas se encontraron en el espejo.


—¿Te falta mucho? —le preguntó Pedro.


Paula se dio la vuelta y la bata azul pálido que llevaba dejó ver una buena porción de pierna, pero no trató de taparse. Pedro la miró durante un momento y luego apartó la vista.


Paula suspiró.


—No. Sólo tengo que ponerme el vestido —y continuó, volviéndose de nuevo hacia el espejo—, ¡y ponerme estos malditos pendientes en las orejas!


Él se le acercó entonces tan silenciosamente que ella no se dio cuenta de que estaba detrás suyo hasta que su reflejo llenó el espejo.


—¿Puedo ayudarte?


Ella lo miró con los ojos llenos de deseo.


—Por favor…


Pedro puso la mano y ella le dio los pendientes. Él se los quedó mirando un momento y se arrodilló a su lado.


—Vuelve la cabeza.


Entonces se puso a colocárselos. Estaba tan cerca de ella que su respiración le rozaba el cabello. Si antes sentía un cierto calor, no era nada en comparación con el que se estaba produciendo entre ellos en ese momento. Sólo habían pasado unos pocos días desde la última vez que hicieron el amor, pero parecían años. Su cuerpo tenía hambre de él y se le aceleró el pulso. Los dedos que él tenía puestos en su oreja y cuello parecían quemar.


—Ya está —le dijo él.


Ella volvió la cabeza y sus miradas se encontraron. Ella se dio cuenta de que él quería besarla. Pedro se le acercó a la mejilla y ella abrió los labios como anticipándose. Pero en vez de un beso, él le volvió la cabeza en la otra dirección.


—¿Dónde está el otro? —le preguntó.


Un poco defraudada, Paula se lo dio.


Luego él terminó rápidamente y se levantó.


—Terminé. Te espero en la otra habitación.


—Gracias —le dijo ella mientras él se marchaba.


Paula se miró al espejo. ¡Estaba loca! Él no iba a caer a sus pies sólo porque ella lo quisiera así. Pero ya se había pasado el tiempo de las discusiones tontas, tanto con ella como con Dario Carmichael, pensó. Iba a convencerlo de que lo amaba.


Se dirigió al armario y sacó el vestido de cóctel que se había comprado cuando estuvo en la Quinta Avenida. Le sentaba perfectamente. Se examinó, ya vestida, en el espejo de cuerpo entero del armario. El cuerpo de terciopelo negro hacía destacar delicadamente su figura y, la falda de tafetán azul le llegaba casi a las pantorrillas, haciendo juego con unas sandalias de tacón que la hacían más alta. Llevaba un peinado que le había costado varias horas de trabajo a la peluquera, sujeto expertamente por una banda de terciopelo.


Paula se puso uno de los largos guantes en la mano izquierda y, luego, un fino brazalete de diamantes en la muñeca. Luego se puso el otro guante. Un vistazo final y estuvo lista. Tomó su chaqueta de piel y, echándosela al brazo, se dirigió a la otra habitación para reunirse con Pedro.


—Estoy lista —le dijo cuando entró.


Pedro se dio la vuelta y, por un momento, pareció como si se le fueran a salir los ojos de las órbitas.


—Tú no vas a ir a ninguna parte con ese vestido.


—¿Y qué le pasa a este vestido?


—Al vestido no le pasa nada… en esta habitación. Pero no vas a salir con él. ¿Qué demonios lo está sujetando? —le preguntó señalando la falta de cualquier tipo de tirantes.


—Yo.


—Eso era lo que me temía. Te esperaré mientras te cambias.


—No voy a cambiarme.


—Pues conmigo no vienes vestida así.


—Bueno, entonces iré sola.


Paula se dirigió hacia la puerta.


—Paula…


Ella se detuvo.


—Debes de tener algo más para vestir en tu armario.


Paula se puso una mano en la cadera con aire desafiante, los ojos le echaban chispas. Él se quedó maravillado por la forma en que ella podía cambiar tanto y tan rápidamente de dulce e inocente a tener todo el aspecto de un gato salvaje. Nunca antes le había parecido tan guapa como ahora. La sangre le corría rápidamente y, lo que más querría hacer en ese momento era bajarle el escote a ese vestido y ponerle las manos en los pechos desnudos. ¿Por qué sería que, cuánto más lo enfadaba, más la deseaba?


—Sí, tengo algunas cosas más en mi armario, pero no me las voy a poner. Voy a llevar este vestido. Es algo completamente respetable, está muy bien diseñado y me costó una pequeña fortuna. Todo el mundo lleva vestidos sin tirantes y no veo la razón por la que yo no pueda hacerlo.


—Tú eres mi esposa.


Paula respiró profundamente y luchó por evitar que se le escaparan las lágrimas que esas simples palabras le producían.


—¿Lo soy?


Esa era una pregunta que, por el momento, él no estaba preparado para responder. Se quedó mirándola durante lo que pareció una eternidad, pero ella no apartó la mirada. Pedro sabía lo que era una causa perdida nada más verla y la tomó del brazo.


—Vámonos.




EL TRATO: CAPÍTULO 50

 


Comieron en silencio. Paula estaba sumida profundamente en sus pensamientos. Dario parecía tener mucha razón en muchas cosas. Si los Alfonso necesitaban dinero, ahí había una oportunidad de conseguir un buen inversor. También significaría que podrían pagarle ya sus acciones. Esa era la parte más tentadora de la oferta en lo que a ella se refería. Si esas acciones desaparecían de sus vidas, Pedro y ella podrían empezar de verdad una relación basada en el amor, no en el dinero.


—¿Y bien, Paula? —le preguntó Darío cuando les sirvieron el café.


—No lo sé. Tendré que pensarlo.


Dario asintió.


—Por favor, hágalo.


Él echó la mano hacia atrás y tomó su maletín; se lo puso en el regazo y le dio un sobre.


—Me gustaría que le echara un vistazo a esto. Es una copia completa de la propuesta. Es una oferta en firme, Paula, y algo que llevo queriendo desde hace ya mucho tiempo. También es lo que Roberto quería.


—Eso ya me lo ha dicho antes. Me gustaría que hubiera una forma de probárselo a Pedro.


Dario paseó la mirada por el ventanal del restaurante. Parecía como si fuera a decir algo, pero se lo pensó mejor. El camarero llegó y él pagó la cuenta.


Paula se puso de pie y él la tomó de la mano.


—Gracias de nuevo por venir. Piense en lo que le he dicho. Esto nos puede venir muy bien a todos.


La acompañó hasta el aparcamiento y al coche.


—Aquí tiene mi tarjeta —le dijo—. Tan pronto como tome una decisión, llámeme. Incluso si es en un fin de semana.


Paula se rió de buena gana.


—No hay nada como un poco de presión ¿verdad, señor Carmichael?


Darío se hizo el avergonzado con bastante gracia.


—Es la fuerza de la costumbre —le dijo—. Tómese el tiempo que necesite. Ya he esperado tanto que unas pocas semanas más no me van a importar.


Le cerró la puerta del coche y se agachó para hablar con ella cuando abrió la ventanilla.


—¿Va a ir con Pedro a la Cesta de Navidad del Club de Campo?


Paula asintió.


—Sí. Me han dicho que los Alfonso son unos de los patrocinadores de la mesa de caridad.


—Entonces, ya la veré allí. Tal vez haya llegado ya a una decisión entonces.


Paula le vio marcharse. Por alguna extraña razón, le gustaba ese hombre y confiaba en él. Él y Pedro deberían de ser amigos, no enemigos. El sobre estaba en el asiento de al lado. Se lo quedó mirando. La asaltó una cierta excitación pensando en pedir una reunión del consejo de administración ella misma y hacer la propuesta. ¿Podría hacerlo? No lo sabía, pero si eso significaba el fin de las malas relaciones entre esos dos hombres, debería intentarlo.



EL TRATO: CAPÍTULO 49

 


Ella recordó todos esos años que había pasado en orfanatos, sintiéndose sola, no querida. El pensamiento le nubló la mirada.


—Sí, lo he sido —le contestó devolviéndole la profunda mirada.


—Entonces ya sabe cómo me sentí yo creciendo en esta ciudad, donde los Alfonso eran los reyes. Yo siempre estaba empujando, corriendo detrás de algo. Hasta que terminé la universidad y formé mi primera compañía. Luego, sentí lo que era el poder de estar a cargo de algo, de ser uno de «ellos». Me gustó esa sensación. Y, como se hace cuando se es joven, traté de devolverles todo lo que pensaba que ellos me habían hecho —le dijo él sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta—. ¿Le importa qué fume? —le preguntó.


Cuando Paula lo negó, encendió un cigarrillo y continuó:

—Los hijos de Alfonso eran los primeros de mi lista, por supuesto. Siempre se las habían dado de importantes cuando era más joven; especialmente, Pedro. Debo decir que él y yo siempre hemos llevado una relación de amor-odio. Bueno, yendo al grano, les quité rápidamente algunos negocios de debajo de las narices. Para decir la verdad, no me fueron muy bien, pero eso les hizo pararse un poco y tomar nota.


Pedro me contó todo eso. Ya se lo dije a él y ahora se lo digo a usted, me parece algo demasiado infantil.


—No dude que es así. ¿Es que todavía no sabe que los hombres son como niños pequeños enfadados y que, en vez de con juguetes, juegan con el dinero y el poder?


Pedro se pone completamente irracional en cuanto está usted por medio. En todo eso hay más que juegos de niños.


—Bueno, Pedro y Brian… Eduardo también, a veces tiene un sentido extraño de las cosas. Sólo reconocen lo que se les ha hecho de malo a ellos. Ellos creen que tuve algo que ver con la muerte de su padre.


—¿Y lo tuvo?


Dario apagó el cigarrillo.


—No. Roberto Alfonso fue el único de la familia que me trataba como a un ser humano. Era algo así como mi valedor, la figura de un padre, alguien a quien yo respetaba más que a nadie en el mundo. Él me proporcionó la forma de empezar y me ayudó a desarrollarme. Tengo que admitir que compré una compañía, Bradford Ltd., a la que le había echado el ojo desde hacía años. Pero eso era parte de un plan y él lo sabía. A Roberto le dio un ataque al corazón poco después de eso y ellos me echaron la culpa a mí. Créame, no tuve nada que ver en eso.


—Pero Pedro cree que sí.


Dario la miró.


—Sí.


—Y ahora cree que lo que usted quiere es sentarse en su consejo de administración.


—Sí.


—¿Y usted quiere que yo le ayude a eso?


—Sí.


—¿Y por qué debería yo traicionar a mi marido? Deme una buena razón.


Paula se lo quedó mirando cuando él se echó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa. El camarero los interrumpió entonces y tomó nota de lo que querían.


—Yo no lo veo como una traición —le dijo Darío, una vez que se marchó—. Los Alfonso no andan muy bien de liquidez ahora. Han reinvertido la mayor parte de su capital en nuevos equipos para una de sus compañías. Pero eso lo sabe usted muy bien ¿no? Lo que puede que no sepa es que van a tener que efectuar un pago muy fuerte dentro de muy poco tiempo. Sucede que yo tengo en estos momentos un montón de dinero que me sobra y quiero meterme en «Alfonso Corporation». Quiero llevar Bradford a la compañía también. Esto, en pocas palabras, es el plan con el que quiero que usted me ayude.


—No veo cómo voy a poder hacer algo así por usted. Eduardo casi no habla conmigo y, con lo único que estoy familiarizada es con la administración de las oficinas.


—Paula, es usted la primera persona de la familia Alfonso con la que, desde hace cinco años, consigo hablar. Créame cuando le digo que usted tiene una gran cantidad de poder en la familia. Posee unas acciones. Está en el consejo de administración. Puede convocar una reunión especial en cualquier momento.


—¿Es eso lo que quiere que haga? ¿Que convoque una reunión?


—Sí.


—¿Y para decir qué? —le dijo Paula agitando la cabeza—. Dario, no hay forma de que yo pueda hacer eso. No estoy preparada para llevar a cabo este tipo de asuntos.


—Yo lo tendré todo preparado para usted. Sólo va a tener que hacer la presentación. Ni siquiera va a tener que decirles que es cosa mía —le dijo él haciendo una pausa—. Éste es un buen trato, Paula. Bueno para los Alfonso, para mí, evidentemente, y para usted también.


—No veo lo que yo pueda sacar de todo esto.


—¿Ah, no? Puede lograr su libertad… si la quiere.


Paula volvió la cabeza. ¿Cómo podría decirle a ese hombre que ella no quería ya ser libre, sin decírselo en realidad? Su duda habló por ella de todas formas.


—¿Así que es eso? Está enamorada de Pedro ¿no?


—Dario…


—No lo niegue. Lo tiene escrito en el rostro —le dijo él sonriendo—. Mucho mejor. ¿Siente Pedro lo mismo por usted?


—Realmente no sé lo que puede tener esto que ver con lo que estábamos hablando.


Dario se sentó más recto en su silla.


—No tiene nada que ver. Lo que pasa es que pone las cosas más fáciles, eso es todo. Roberto se pondría muy contento con esto; siempre quiso ver cómo Pedro sentaba la cabeza.


—Usted parece saber mucho acerca de lo que pudiera querer Roberto Alfonso —le dijo Paula.


Dario se echó hacia atrás y el camarero le sirvió, mirando a Paula mientras lo hacía. A ella le pareció como si él se guardara algo en su interior, algo importante.


—Roberto y yo nos llevábamos muy bien. Mi padre era el borracho del pueblo y, si Roberto no se hubiera interesado por mí, no sé cómo habría terminado. Nuestra relación le causó algunos problemas con sus hijos, pero eso no le influyó nunca. Siempre encontró la forma de incluirme sin ofenderlos. Yo sé que él hubiera querido que este trato se llevara a cabo.


—Como usted diga. Pero, según dicen los Alfonso, su padre era muy estricto en lo que se refería a no tener a nadie que no fuera de la familia en el consejo de administración. ¿Cómo me puede explicar eso?


—No tengo que hacerlo. El trato se mantiene por sí solo, Paula. Estarían locos si no lo aceptan y, créame, si no se menciona mi nombre, van a dar saltos de alegría.




EL TRATO: CAPÍTULO 48

 


A ella le gustaría saber si estaba haciendo las cosas bien. Paula estaba sentada en su coche, en el aparcamiento del Harry's Pub. Era mediodía, y ése era el sitio y la hora en que había quedado con Dario Carmichael. Cuando él llamó, ella no tuvo intención de aparecer en absoluto. Pero Pedro había cancelado sus planes de comer juntos ese día porque tenía una cita importante con su nuevo banquero. Eso la había dejado sin saber qué hacer. Le había parecido preocupado, sin ganas de hablar, así que no había insistido. ¿Es que los Alfonso estaban teniendo problemas serios de dinero, como había insinuado Dario? Impulsivamente, había tomado su bolso y se había ido al restaurante.


Pero ahora que estaba allí, todas sus dudas volvieron a la superficie. Pedro se podía poner furioso si se enteraba. Su mente estaba cerrada a todo lo que tuviera que ver con Dario Carmichael. Teniendo en cuenta lo que le había contado acerca de lo que le pasó a su padre, ella sentía que tenía toda la razón en estar disgustado con Dario… eso es, si es que era verdad. Su instinto le decía que Pedro no conocía toda la verdadera historia. ¿Podría ella llegar hasta el fondo de la cuestión?


El fin de semana pasado con Mateo había estado muy bien. Se habían quedado por la noche en la otra casa de Pedro y habían visto un partido de hockey. El domingo por la mañana, Pedro y Mateo la dejaron que se fuera de compras a la Quinta Avenida, mientras ellos se iban a Nueva Jersey a ver un partido de fútbol. Cuando volvieron, ya eran amigos, y le había alegrado el corazón oír lo bien que hablaba Mateo de Pedro.


Los Alfonso celebraron posteriormente un tranquilo y tradicional Día de Acción de Gracias. Pero ella y Pedro habían compartido una cierta incomodidad desde que se encontraron con Dario en el restaurante. Nadie se dio cuenta, excepto ella. Pedro era educado, agradable y, ciertamente, se había abierto camino con Mateo; pero también había como un alejamiento, un muro entre ellos. Sabía que se estaba protegiendo colocando barreras para sus sentimientos hacia ella. Su insensible comentario acerca de que su matrimonio fuera sólo temporal era la causa y, le habría gustado poder dar marcha atrás en el tiempo y haberse tragado la palabra antes de haberla pronunciado.


Tenía que hacer algo. Pero ¿No sería ese encuentro con Carmichael como añadir leña al fuego? Paula suspiró. Ya había hecho su elección en el mismo instante en que entró en el coche. Se sentía impulsada a hablar con él, a saber lo que él sabía acerca de los Alfonso, para ayudar, si era capaz, a terminar con el problema que había entre ese hombre y la familia. Cerró la puerta del coche un poco más fuerte de lo que era necesario y se dirigió a la entrada. El recepcionista le pidió su nombre y la acompañó inmediatamente a una mesa en lo más apartado del comedor.


—Gracias por venir.


Dario estaba impecablemente vestido. Su traje de tres piezas se notaba que era obra de un buen sastre. La camisa azul pálido y la corbata a rayas le sentaban bien a su cabello de color rojizo y fuerte complexión. Tenía todo el aspecto de un poderoso ejecutivo y, a juzgar por cómo le miraban las demás mujeres del restaurante, de un hombre tremendamente atractivo.


—Podría decir —continuó—, que me sorprende que esté usted aquí. Pensé que Alfonso se lo impediría.


—Él es mi marido, no mi dueño —le dijo ella mientras se sentaba delante de él—. Yo puedo hacer lo que quiera.


Lo que no le dijo era que Pedro no sabía nada de aquella cita.


—Espero que eso sea cierto, ya que es usted mi última esperanza. Necesito su ayuda, Paula.


—¿De qué se trata, Dario?


—No de las acciones, si es en eso en lo que está pensando. A pesar de que, gracias a ellas, está usted en posición de hacerme un gran favor.


Paula abrió la boca para hablar, pero él se lo impidió.


—Antes de que diga nada, deje que yo le cuente lo que sé acerca de las condiciones de su matrimonio. A pesar de… o mejor, a causa de ello, está usted en una situación única. Eso le da derecho a voto en el consejo de administración. Es por eso por lo que necesito su ayuda.


—¿Cómo ha sabido lo del acuerdo de mi matrimonio?


Dario se encogió de hombros.


—Cotilleos, rumores. Cuando los oí, me resultó fácil llegar hasta el fondo. Arrinconé a Patricio Bradly y él me puso al tanto de los detalles.


—No creo que me guste mucho la idea de ser blanco de esos rumores.


—No los desprecie —le dijo Dario sonriendo—. El cotilleo es un arma muy poderosa en los negocios. Se usa todo el tiempo.


—Pero los rumores no siempre son ciertos.


—Siempre hay un grano de verdad en ellos. Además, generalmente te llevan en la buena dirección.


—Entonces, tal vez me pueda aclarar algunos rumores que he oído acerca de usted.


Dario se rió.


—Adelante.


—¿Es verdad que traicionó al padre de Pedro?


Paula observó al hombre que tenía delante. Era muy grande pero no por ello perdía gracia en sus movimientos. La estaba estudiando como si estuviera bajo un microscopio y ella se dio cuenta de que estaba decidiendo cuánto debía revelarle. Se dio cuenta también de que sus ojos se entornaron un poco y su barbilla se levantó levemente.


—¿Ha sido pobre alguna vez, Paula?




EL TRATO: CAPÍTULO 47

 


Mucho más tarde, estaban tumbados juntos, sin apenas tocarse. Pedro tenía las manos detrás de la cabeza y miraba al techo en silencio. El hecho de que sólo se conocieran desde hacía muy poco tiempo no aminoraba la sensación de desolación que le había dejado su comentario acerca de la naturaleza de sus relaciones. Pero su orgullo le impedía mostrarle lo mucho que le había afectado.


Paula le acarició el pecho. Decir que lo que acababan de compartir había sido hermoso podría llegar a ser hasta inadecuado. Habían sido realmente sinceros el uno con el otro y nada ni nadie podía alterar ese hecho. Sabía que estaba luchando en una batalla perdida manteniéndolo apartado. Ya fue demasiado tarde para eso la primera vez que hicieron el amor.


Estaba aprendiendo mucho acerca de sí misma, de su propia sensualidad, que había estado encerrada tanto tiempo. Eso la asustaba.


Pedro tomó la mano que ella tenía sobre su pecho y la dejó quieta. La sujetó firmemente por un momento, luego respiró profundamente y se volvió hacia ella. Sus miradas se encontraron en la oscuridad. Él observó su rostro y ella sonrió, pero él no le devolvió la sonrisa.


—Estás equivocada, y lo sabes —susurró—. No hay nada temporal en todo esto.


Ella le tocó los labios con los suyos.


—Lo sé —le dijo mientras se subía encima de él—. Lo sé.