A Paula le temblaban las manos. No podía ponerse los pendientes por más que lo intentara tan lenta y delicadamente como podía. Inclinó la cabeza delante del espejo para verse mejor, pero todavía no podía ver lo que estaba haciendo. Estaban empezando a sudarle las manos y tenía los nervios ya casi deshechos.
Desde que comió con Dario Carmichael, había repasado mentalmente todo lo que él le había dicho y las dudas que la asaltaban. ¿Debería meterse en eso? No era asunto suyo, a pesar de que se sintiera inexplicablemente arrastrada a una tempestad. ¿Podría salir algo bueno de todo ello? Dario parecía creer que sí. A ella le gustaría poder estar tan segura.
De vez en cuando se sorprendía a sí misma pensando en cómo podría presentar la propuesta en una reunión. La oferta era tan directa y clara como le había dicho Dario. Era una buena y sólida oferta y tenía sentido. Incluso teniendo en cuenta su limitada experiencia en los negocios, lo podía ver. Lo que tenía que hacer era despertar un poco el interés de los Alfonso antes de llamarlos a una reunión. Se daba cuenta de que, intentar una aproximación con Pedro o con Eduardo estaba fuera de lugar. Eso dejaba a Brian como su única esperanza, racionalmente hablando. Él había estado fuera durante toda la semana. Tenía que acorralarle esa tarde en la fiesta para lograr su apoyo.
Ése era su plan. No era el mejor, pero hasta que le llegara la inspiración, era todo lo que tenía.
Observó el reflejo de Pedro en el espejo cuando se puso detrás suyo. Ya estaba casi vestido. Estaba claro que él no tenía problemas en hacerlo rápidamente. Iba de esmoquin y le sentaba tan bien como todo lo demás. Lo único que le faltaba era ponerse la chaqueta.
Paula dejó los pendientes y se puso a empolvarse la nariz. Estaba tan guapo vestido así; el esmoquin le quedaba perfecto con su estatura y su cabello oscuro. De repente le apeteció tanto tocarlo que casi no pudo contenerse.
También quisiera que, aunque fuera, le gritara ¡esa educada indiferencia la estaba matando! Lo amaba, pero decírselo ahora podría sonar poco sincero, hasta a sus propios oídos.
Él se dio la vuelta y sus miradas se encontraron en el espejo.
—¿Te falta mucho? —le preguntó Pedro.
Paula se dio la vuelta y la bata azul pálido que llevaba dejó ver una buena porción de pierna, pero no trató de taparse. Pedro la miró durante un momento y luego apartó la vista.
Paula suspiró.
—No. Sólo tengo que ponerme el vestido —y continuó, volviéndose de nuevo hacia el espejo—, ¡y ponerme estos malditos pendientes en las orejas!
Él se le acercó entonces tan silenciosamente que ella no se dio cuenta de que estaba detrás suyo hasta que su reflejo llenó el espejo.
—¿Puedo ayudarte?
Ella lo miró con los ojos llenos de deseo.
—Por favor…
Pedro puso la mano y ella le dio los pendientes. Él se los quedó mirando un momento y se arrodilló a su lado.
—Vuelve la cabeza.
Entonces se puso a colocárselos. Estaba tan cerca de ella que su respiración le rozaba el cabello. Si antes sentía un cierto calor, no era nada en comparación con el que se estaba produciendo entre ellos en ese momento. Sólo habían pasado unos pocos días desde la última vez que hicieron el amor, pero parecían años. Su cuerpo tenía hambre de él y se le aceleró el pulso. Los dedos que él tenía puestos en su oreja y cuello parecían quemar.
—Ya está —le dijo él.
Ella volvió la cabeza y sus miradas se encontraron. Ella se dio cuenta de que él quería besarla. Pedro se le acercó a la mejilla y ella abrió los labios como anticipándose. Pero en vez de un beso, él le volvió la cabeza en la otra dirección.
—¿Dónde está el otro? —le preguntó.
Un poco defraudada, Paula se lo dio.
Luego él terminó rápidamente y se levantó.
—Terminé. Te espero en la otra habitación.
—Gracias —le dijo ella mientras él se marchaba.
Paula se miró al espejo. ¡Estaba loca! Él no iba a caer a sus pies sólo porque ella lo quisiera así. Pero ya se había pasado el tiempo de las discusiones tontas, tanto con ella como con Dario Carmichael, pensó. Iba a convencerlo de que lo amaba.
Se dirigió al armario y sacó el vestido de cóctel que se había comprado cuando estuvo en la Quinta Avenida. Le sentaba perfectamente. Se examinó, ya vestida, en el espejo de cuerpo entero del armario. El cuerpo de terciopelo negro hacía destacar delicadamente su figura y, la falda de tafetán azul le llegaba casi a las pantorrillas, haciendo juego con unas sandalias de tacón que la hacían más alta. Llevaba un peinado que le había costado varias horas de trabajo a la peluquera, sujeto expertamente por una banda de terciopelo.
Paula se puso uno de los largos guantes en la mano izquierda y, luego, un fino brazalete de diamantes en la muñeca. Luego se puso el otro guante. Un vistazo final y estuvo lista. Tomó su chaqueta de piel y, echándosela al brazo, se dirigió a la otra habitación para reunirse con Pedro.
—Estoy lista —le dijo cuando entró.
Pedro se dio la vuelta y, por un momento, pareció como si se le fueran a salir los ojos de las órbitas.
—Tú no vas a ir a ninguna parte con ese vestido.
—¿Y qué le pasa a este vestido?
—Al vestido no le pasa nada… en esta habitación. Pero no vas a salir con él. ¿Qué demonios lo está sujetando? —le preguntó señalando la falta de cualquier tipo de tirantes.
—Yo.
—Eso era lo que me temía. Te esperaré mientras te cambias.
—No voy a cambiarme.
—Pues conmigo no vienes vestida así.
—Bueno, entonces iré sola.
Paula se dirigió hacia la puerta.
—Paula…
Ella se detuvo.
—Debes de tener algo más para vestir en tu armario.
Paula se puso una mano en la cadera con aire desafiante, los ojos le echaban chispas. Él se quedó maravillado por la forma en que ella podía cambiar tanto y tan rápidamente de dulce e inocente a tener todo el aspecto de un gato salvaje. Nunca antes le había parecido tan guapa como ahora. La sangre le corría rápidamente y, lo que más querría hacer en ese momento era bajarle el escote a ese vestido y ponerle las manos en los pechos desnudos. ¿Por qué sería que, cuánto más lo enfadaba, más la deseaba?
—Sí, tengo algunas cosas más en mi armario, pero no me las voy a poner. Voy a llevar este vestido. Es algo completamente respetable, está muy bien diseñado y me costó una pequeña fortuna. Todo el mundo lleva vestidos sin tirantes y no veo la razón por la que yo no pueda hacerlo.
—Tú eres mi esposa.
Paula respiró profundamente y luchó por evitar que se le escaparan las lágrimas que esas simples palabras le producían.
—¿Lo soy?
Esa era una pregunta que, por el momento, él no estaba preparado para responder. Se quedó mirándola durante lo que pareció una eternidad, pero ella no apartó la mirada. Pedro sabía lo que era una causa perdida nada más verla y la tomó del brazo.
—Vámonos.
Uyyyyyyyyyy, me parece que este Carmichael va a perjudicar a Pau. Está buenísima esta historia.
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