Paula se soltó el cabello, dejando que el viento se lo despeinara mientras avanzaban por la carretera de la costa en el descapotable rojo que Pedro había alquilado, un Chevy Caprice de 1975. Le encantaba, igual que el restaurante que había escogido.
Giró la cabeza y estudió a Pedro, que iba muy serio y callado al volante. ¿Qué habría pensado de las revelaciones que le había hecho durante el almuerzo? Se había mostrado muy tierno con ella, pero era evidente que aún estaba dándole vueltas a lo que le había contado, y no podía evitar sentirse nerviosa por cómo la trataría a partir de ese momento. ¿Se comportaría de un modo distinto? ¿Querría replantearse su decisión de darle una oportunidad a lo suyo?
–¿Dónde vamos? –le preguntó extrañada–. Creía que el aeropuerto estaba en la dirección contraria.
–Y lo está. He pensado que podríamos aprovechar el resto del día antes de irnos –respondió él, señalando un faro de ladrillo en la distancia–. Vamos allí, a aquel promontorio.
El viejo faro se alzaba orgulloso sobre la verde colina. Paula se imaginó llevando allí de picnic a los niños, como lo habían hecho días atrás en aquel parque histórico de San Agustín.
–Este sitio es precioso –murmuró–. No sabía que los paisajes en Carolina del Norte fueran tan bonitos.
–Pensé que te gustaría si no habías estado antes. Creo que eres de esas personas que aprecian lo exclusivo, de las que prefieren tomar el camino menos transitado.
–Tanto con el sitio como con el coche me encantan.
El que la conociera ya tan bien y el que hubiera sido tan detallista con ella hizo que el corazón le palpitara con fuerza. La serpenteante carretera los llevó hacia la colina, lejos del pueblo, lejos de todo, y de pronto, cuando Pedro detuvo el coche junto al faro, comprendió.
–Me has traído aquí para besarme en el coche, ¿verdad?
Él se rió.
–Así es, me declaro culpable, señoría.
–Por lo que dije en el restaurante de que no había podido tener un novio ni besarme con él en su coche… –murmuró ella conmovida.
–Culpable de todos los cargos –respondió él–. Me gustan los sitios solitarios como éste, con la naturaleza en estado puro. Da una sensación… liberadora el dejar atrás la civilización, ¿no te parece? –se quedaron los dos en silencio, mirándose el uno al otro, y la fuerte atracción que había entre ellos tejió una vez más su magia, aislándolos del mundo–. Cuando veo cómo el viento levanta tu cabello me entran ganas de tocarlo –murmuró él tomando un mechón entre sus dedos–; me hipnotizas. Antes de este fin de semana hacía ya seis meses que llevaba una vida de celibato. Han pasado varias mujeres atractivas por mi vida, pero ninguna me había tentado como tú. ¿Te han dicho alguna vez lo hermosa que eres?
Paula se sentía halagada, pero no estaba acostumbrada a que le dijeran cosas así, y sintió que las mejillas se le teñían de rubor.
–No es verdad, yo no…
Pedro le impuso silencio acercando un dedo a sus labios.
–Cuando te toco –murmuró bajándole los tirantes del vestido al tiempo que le acariciaba los brazos– me excita la suavidad de tu piel, las curvas tan femeninas que tienes…
Le bajó un poco el cuerpo del vestido, dejando al descubierto parte de su pecho, y Paula sintió que un cosquilleo de nerviosismo y excitación la invadía al comprender cuáles eran sus intenciones.
–¿Vamos a hacer el amor aquí?
–¿Creías que eras la única a la que le gusta hacerlo al aire libre?
–Pero era de noche, donde nadie podía vernos –replicó ella.
El nerviosismo de Paula iba en aumento. Allí no había una lámpara que pudiese apagar. Aunque le había dicho a Pedro que había superado sus problemas, no era cierto del todo. Hasta ese momento, de una manera u otra, había tenido bajo control la situación cuando habían hecho el amor, pero hacerlo en aquel lugar, a plena luz del día…
Pedro tomó su rostro entre ambas manos.
–He escogido este lugar porque sabía que estaríamos completamente a solas –le dijo.
A solas, sí, pero su cuerpo quedaría completamente expuesto cuando estuviese desnuda, pensó ella. Pedro le estaba pidiendo que confiara en él. Bajó la vista y deslizó un dedo por la hebilla del cinturón.
–Así que quieres hacerlo aquí, a plena luz del día… Bueno, parece que aquí no puedo correr las cortinas, ¿no?
–¿Quieres protector solar? –bromeó él.
Ella enarcó una ceja y le desabrochó el cinturón.
–¿Piensas tenerme desnuda tanto tiempo como para que me queme? Me parece que estás siendo un poco fanfarrón.
Paula se inclinó hacia él y murmuró contra sus labios.
–Sí, confío en ti.
Pedro la besó. ¿Por qué besaría tan bien? Desde luego sabía cómo hacer que una mujer se sintiese deseada. Paula se echó hacia atrás y acabó de bajarse lentamente el vestido, descubriendo su cuerpo centímetro a centímetro, casi como había hecho cuando se había desnudado para ella la primera vez que lo habían hecho. En cierto modo aquélla también era una primera vez para ellos; la primera vez que lo hacían sin barreras.