sábado, 24 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 35

 


Paula paseaba a Mia por la parte baja de la piscina, la dejaba flotando boca arriba mientras la pequeña golpeaba el agua con los puños y se reía encantada.


–Parece que lo estáis pasando muy bien.


Paula pegó un bote del susto al oír su voz y, al darse la vuelta, vio a Pedro acercándose a la piscina ataviado tan solo con una camisa y un bañador de natación.


Se le subió el corazón a la garganta y tuvo que apretar los dientes para no quedarse mirándolo con la boca abierta.


–Hola –dijo, tratando de sonar amable, pero sin parecer demasiado entusiasmada.


Mia, sin embargo, no ocultó su alegría al verlo y se puso a gritar de emoción.


Pedro se sentó con los pies metidos en el agua y las piernas ligeramente abiertas, con lo que Paula tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no mirar donde no debía.


–Hace calor –comentó él, mirando al cielo.


Y cada vez hacía más, pensó Paula, y no precisamente por el clima. Quizá no había sido buena idea desear que saliera a la piscina a estar con ellas. Sin darse cuenta, bajó la mirada hasta su boca y, al hacerlo, no pudo evitar pensar en el beso de la noche anterior y en lo que podría haber pasado si hubiesen seguido besándose.


Un desastre. Eso era lo que habría ocurrido. En esos momentos, el daño era ya irreparable, pero podía considerarlo como un desliz. Sin embargo, si volvieran a besarse, ya no podría justificarlo de ningún modo.


Mia no parecía tener el menor reparo en demostrar lo que sentía; prácticamente saltaba entre sus brazos, intentando irse con Pedro.


–Creo que quiere que te metas.


Pedro se lanzó al agua y resultó que estaba aún más guapo mojado que seco. La ventaja era que le veía menos parte del cuerpo.


Mia le lanzó los brazos.


Mia se agarró a él con fuerza y Paula sintió cierta envidia de su hija.


Pedro agarró bien a la pequeña y la paseó por toda la piscina, moviéndola en círculos. Mia movía los bracitos y se reía con verdadero placer. A Paula le provocaba una enorme alegría, pero también cierta tristeza verla tan a gusto con él.


–Cómo le gusta el agua –comentó Pedro, que parecía estar pasándolo tan bien como la niña.


–Sí. Me gustaría mucho tener más tiempo para llevarla a nadar de vez en cuando, pero donde vivimos no hay ninguna piscina cerca y siempre tengo poco tiempo.


–Puede que algún día se convierta en nadadora profesional –dijo Pedro.


–Gabriel me ha contado que tú solías competir y que intentaste entrar en el equipo olímpico.


–Sí, pero el entrenamiento acabó interfiriendo en mis obligaciones como príncipe, así que tuve que dejarlo. Ahora solo lo hago para mantenerme en forma.


Y funcionaba, pensó mientras admiraba los músculos de sus brazos.


–Es una lástima que no pudieras cumplir tu sueño.


–Fue una decepción, pero nada más. Siempre he sabido que dedicaría mi vida a otra cosa.


–Debe de ser increíble crecer con todo esto –dijo ella, mirando al palacio.


–No está mal –respondió Pedro con una enorme sonrisa.


Paula sonrió también. A veces era muy fácil olvidar que estaba ante un futuro rey porque parecía tan… normal.


–La verdad es que pasé la mayor parte de mi infancia en un colegio interno –le explicó Pedro–. Pero venía a casa siempre que había vacaciones.


–No sé si yo podría enviar a mi hija a que la educaran otros. Se me rompería el corazón.


–En mi familia es una tradición. Mi padre estuvo en un internado y su padre antes que él.


–Pero tu madre no, ¿verdad? ¿A ella no le importó que te fueras?


–Sé que me echaba de menos, pero así eran las cosas. Ella tenía sus obligaciones como reina y yo las mías.


De pronto se le ocurrió algo que le estremeció el corazón.


–Si me casara con tu padre, ¿tendría que enviar a Mia a un internado?


Pedro se quedó callado varios segundos como si no supiera qué responder, o no estuviera seguro de que ella estuviese preparada para escuchar la verdad.


–Supongo que es lo que esperaría él, sí –dijo por fin.


–¿Y si yo no quisiera hacerlo?


–Es tu hija, Paula. Debes criarla como consideres oportuno.


Pero si Gabriel la adoptara, entonces sería hija de ambos, algo que él ya había mencionado como posibilidad y que, hasta ese momento, a ella le había parecido bien. Ahora, de pronto, ya no estaba tan segura. ¿Y si no tenían la misma manera de educar? ¿Qué pasaría si tenían un hijo juntos? ¿Tendría entonces aún menos control?




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 34

 


Fueron en silencio hasta la habitación de Paula y, al llegar a la puerta, ella se volvió a mirarlo.


–Lo he pasado muy bien esta noche. Me ha gustado hablar contigo.


–Lo mismo digo.


–Bueno… gracias.


No sabía muy bien por qué le daba las gracias, pero asintió de todos modos.


Así, sin volver a mirarlo, Paula se metió en su habitación y cerró la puerta. Pedro se quedó allí de pie por lo menos un minuto, con la sensación de que no habían aclarado nada y con ganas de llamar a su puerta. El problema era que no tenía la menor idea de lo que quería decirle.


Aquello debería haber acabado ahí, pero había algo que no estaba bien, aunque no sabía qué.


«Te estás volviendo loco», pensó riéndose con amargura y luego echó a andar por el pasillo. Se sacó del bolsillo el teléfono cuyo número desconocía incluso Claudia y miró la lista de llamadas. El primer número era el de Paula. Sin saber muy bien por qué, lo guardó en la agenda de contactos y luego volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.


Todo iría mejor al día siguiente, se prometió a sí mismo.


Se pasó la noche dando vueltas y sin poder quitarse de la cabeza a Paula y el beso que jamás deberían haberse dado. Los ratos en los que consiguió dormir, sus sueños se llenaron de imágenes sin sentido que lo dejaron inquieto y de mal humor.


Se levantó de la cama a las seis de la mañana, tan confuso como el día anterior, se dio una ducha, se vistió y desayunó antes de intentar concentrarse un poco en el trabajo, pero su mente se empeñaba una y otra vez en pensar en Paula y en Mia. Jorge le había dicho a eso de las once que iban a salir a la piscina y se dio cuenta de que quería ir con ellas.


–Voy a hacer unos largos –se dijo en voz alta. La natación siempre lo ayudaba a liberar tensiones.


Se puso el bañador y una camisa y se dirigió a la piscina. Nada más salir vio a Paula en el agua, con el pelo recogido en una coleta y ni una gota de maquillaje en la cara. En ese instante el vacío desapareció y dejó paso a un intenso deseo de estar con ella. Lo único que pudo pensar fue: «Pedro, estás metido en un buen lío».



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 33

 


–Por cierto… –Pedro se sacó un teléfono móvil del bolsillo–. ¿Cuál es tu número?


Paula se había olvidado por completo del teléfono. Pedro marcó el número en cuanto ella se lo dijo e inmediatamente empezó a sentirlo vibrar… en el bolsillo delantero de los pantalones.


–¿Qué…? –lo sacó y se quedó mirándolo, asombrada. Pedro se echó a reír–. Pero si lo he oído caer.


–Habrás oído algo, pero obviamente no ha sido el teléfono.


–Lo siento mucho.


–No pasa nada –Pedro se puso en pie y le tendió una mano para ayudarla–. Será mejor que entremos.


Estaba tan a gusto charlando con él que no le apetecía nada irse a su habitación. Pero era tarde y probablemente Pedro tenía cosas más importantes que hacer que pasar el rato con ella.


Aceptó su mano y él tiró de ella, pero al ponerse en pie se le escapó el teléfono de la mano y esa vez sí cayó al suelo. Quedó en el césped entre los dos. Pedro y ella se agacharon a recogerlo al mismo tiempo, chocando el uno contra el otro.


–¡Ay! –murmuraron al unísono.


Ella volvió a ponerse en pie llevándose la mano a la frente.


–Te has hecho daño –dijo él, preocupado.


–No es nada.


–Déjame ver –insistió Pedro.


Le puso la mano en la mejilla suavemente para girarle la cara hacia la luz y con la otra mano, le retiró el pelo de la frente.


El corazón empezó a pegarle botes dentro del pecho. Antes se le habían aflojado un poco las piernas, pero eso no era nada comparado con la sensación de vértigo y emoción que estaba experimentando en esos momentos.


Entonces lo miró a los ojos y lo que vio en ellos hizo que le flaquearan las rodillas de verdad.


La deseaba. La deseaba de verdad.


–¿Duele? –le preguntó él con una voz que apenas era un susurro.


Lo único que le dolía en esos momentos, aparte del orgullo, era el corazón por lo que sabía que iba a pasar. Fue ella la que provocó el beso, prácticamente se lo suplicó. Levantó la barbilla al tiempo que él bajaba la cabeza y entonces sus labios se rozaron…


Era el beso con el que soñaban todas las chicas. Indescriptible, un compendio de todos los tópicos románticos habidos y por haber.


No tenía la sensación de que fuese un error. Más bien sentía que era lo primero que hacía bien desde hacía muchos años.


Seguramente por eso seguía besándolo y le había echado los brazos alrededor del cuello. Y por eso habría seguido besándolo si no se hubiese retirado él.


–No puedo creer lo que acabo de hacer –murmuró Pedro.


Se llevó la mano a los labios, aún empapados de su sabor. Seguía teniendo el corazón acelerado y las rodillas flojas.


Había traicionado a Gabriel. Con su hijo. ¿Qué clase de depravada era?


–No ha sido culpa tuya. Yo he permitido que lo hicieras –le dijo ella.


–¿Por qué? –le preguntó Pedro.


Parecía estar buscando una explicación a lo que estaba ocurriendo, a lo que ambos sentían.


–Porque… Porque quería que lo hicieras.


Pedro se tomó unos segundos para analizar la respuesta, como si no pudiera decidir si era algo bueno o malo, si debía sentirse aliviado porque no había sido culpa suya, o aún más culpable.


–Si es por algo que yo haya hecho…


–¡No! –aseguró ella–. Bueno, quiero decir que sí que has hecho algo tú, pero también yo. Está claro que los dos estamos… un poco confusos. No importa por qué lo hemos hecho. Los dos sabemos que no debería haber ocurrido y, sobre todo, que no puede volver a ocurrir. ¿Verdad?


Pedro se quedó callado unos instantes mientras ella aguardaba su confirmación, impaciente por poner punto final a lo ocurrido.


Pero en lugar de darle la razón, Pedro meneó la cabeza y dijo.


–Creo que no.


Quizá no tuviera mucho sentido, pero al oír aquello sintió tristeza y una profunda alegría al mismo tiempo.


–¿Por qué?


–Porque a lo mejor si averiguamos por qué lo hemos hecho, dejaré de tener ganas de volver a hacerlo.




viernes, 23 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 32

 


Se tumbó a su lado en el suelo, tan cerca de ella que le tocaba el brazo, y eso le gustó. Le gustó mucho. Le gustaba estar cerca de él y sentir esa calidez, además de esa chispa que notaba cada vez que estaba con él y esa necesidad de estirar solo un poco la mano para entrelazar los dedos con los suyos. Era emocionante y aterrador.


Pero no iba a hacerlo, por supuesto, porque ni siquiera ella era tan valiente.


–Tienes razón –reconoció Pedro con la mirada clavada en el cielo–. Es precioso.


–Piensas que soy muy rara, ¿verdad? –le preguntó ella.


–No exactamente, pero sí que puedo decir que nunca he conocido a nadie como tú.


–No sé si estoy hecha para formar parte de la realeza. No podría renunciar a esto.


–¿A tumbarte en el césped?


Ella asintió.


–¿Quién ha dicho que tuvieras que hacerlo?


–Supongo que no sé bien qué es lo que podría hacer y lo que no. Quiero decir, si me casara con Gabriel, ¿podría seguir haciendo muñecos de nieve?


–No veo por qué no.


–¿Y podría atrapar los copos con la lengua?


–Podrías intentarlo.


–¿Puedo pasear descalza por la arena y jugar en el barro con Mia?


–Deberías saber que los miembros de la realeza no somos tan rígidos y sabemos divertirnos. Somos personas normales y corrientes, cuando estamos lejos de la atención pública, nuestra vida es relativamente normal.


Lo que ocurría era que su concepto de normalidad era muy diferente al de ella.


–Todo esto ha ocurrido tan rápido que no sé muy bien qué esperar.


Pedro la miró a los ojos.


–Supongo que sabes que aunque te cases con mi padre seguirás siendo la misma persona; no hay ninguna poción mágica que de pronto te convierta en miembro de la realeza. Y tampoco hay reglas predeterminadas –hizo una pausa y luego añadió–: Está bien, quizá sí que haya algunas reglas. Cierto protocolo que habría que seguir, pero ya lo aprenderás.


Todo eso debería habérselo explicado Gabriel, no Pedro. Era a Gabriel al que debería estar conociendo mejor y con el que debía establecer una relación más estrecha, pero lo que estaba haciendo era conocer a Pedro a fondo y creando un vínculo con él, un vínculo muy importante. Estaba muy cómoda con él y sentía que podía comportarse tal como era. Quizá porque no estaba preocupada por impresionarlo. Lo cierto era que todo se había complicado tanto que estaba confusa, ya no sabía lo que pensaba de nada. Y esas copas que se había tomado no estaban ayudando precisamente.


–He estado pensando –anunció Pedro–. Creo que deberías llamar a tu padre y decirle dónde estás.


La sugerencia, el mero hecho de que hubiese pensado en ello, la dejó desconcertada.


–¿Para que me diga que estoy cometiendo otro error? ¿Por qué iba a querer hacer eso?


–¿Tú crees que estás cometiendo un error?


Cuánto desearía poder responder a esa pregunta. Desearía poder viajar al futuro para ver cómo iba a salir todo. Pero no era así.


–Me imagino que no lo sabré con certeza hasta que pase el tiempo.


Pedro resopló con exasperación.


–¿Entonces sí que crees que te estás equivocando? ¿Estarías aquí si supieses que esto iba a ser un desastre?


Se quedó pensándolo unos segundos.


–No, no creo que esté cometiendo un error porque, aunque no saliera bien, al menos habría conocido un país en el que nunca había estado, habría conocido gente y vivido nuevas experiencias. He estado en un palacio y he conocido a un príncipe, aunque al principio fuera un poco estúpido.


Pedro sonrió al oír eso.


–Entonces no importa lo que piense tu padre. Pero creo que no decírselo solo servirá para que parezca que tienes algo que ocultar. Si de verdad quieres que te respete y confíe en las decisiones que tomas, antes tienes que tener fe en ti misma.


–Vaya. Es un análisis muy perspicaz –y acertado–. Deduzco que hablas por propia experiencia.


–Soy el futuro dirigente de este país, así que es esencial que transmita seguridad a los ciudadanos. Es la única manera de hacer que confíen y crean en mí.


–¿Y tú crees en ti mismo?


–La mayor parte del tiempo, sí. Hay días que me aterra la idea de tener que cargar con semejante responsabilidad, pero para ser capaz de dirigir un país, es muy importante aprender a delegar –Pedro la miró y sonrió–. Así siempre hay alguien al que echarle la culpa cuando algo sale mal.


Era obvio que lo decía en broma y la sonrisa que apareció en su rostro era tan encantadora que le dieron ganas de acariciarle la mejilla.


–No sé si sabes que tienes una sonrisa preciosa. Deberías sonreír más a menudo.


Pedro levantó la mirada al cielo.


–Me parece que no había sonreído tanto desde que murió mi madre. La vida es un poco triste desde entonces. Ella hacía que todo fuese divertido e interesante. Supongo que es otra cosa en la que me recuerdas a ella.


La ternura que le provocaron sus palabras dejó paso de pronto a una pensamiento mucho más inquietante. ¿Sería ese el motivo por el que Gabriel se sentía tan atraído por ella? ¿Acaso se parecía tanto a su difunta esposa que la veía como una especie de sustituta de la original?


Era absurdo. No podía ser. Pero, si era tan absurdo, ¿por qué de pronto se le había encogido el estómago?




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 31

 


Se lo había imaginado. Había intentado asustarla y conseguir que quisiera marcharse, pero, por mucho que quisiera, no podía echárselo en cara después de lo amable que había sido con ella desde entonces.


–No te muevas de donde crees haberlo perdido –le advirtió Pedro–. Si no podríamos estar aquí toda la noche.


–Me quedaré aquí –prometió, y se sentó en el suelo de piedra, que aún estaba caliente del sol.


Pedro sonrió y meneó la cabeza. Lo vio alejarse por donde habían venido hasta que desapareció.


Después de unos minutos esperando, empezó a dolerle el trasero, así que se levantó de la piedra y se trasladó al césped, donde se tumbó para mirar al cielo. Estaba todo despejado y la media luna brillaba entre las estrellas. La única manera de ver las estrellas en Los Ángeles era subir a las montañas, algo que había hecho muchas veces con el padre de Mia. Se tumbaban en la parte trasera de su camioneta y, además de hacer el amor, miraban las estrellas.


Oyó pasos que se acercaban y, al levantar la cabeza, vio a Pedro con gesto desconcertado.


–¿Estás bien? –le preguntó al llegar junto a ella.


Ella sonrió y asintió.


–Hace una noche preciosa. Estaba mirando las estrellas.


Pedro miró al cielo y luego de nuevo a ella.


–¿Estás segura de que no te has caído?


Intentó darle un golpe en la pierna, pero él lo esquivó con rapidez, riéndose.


–Si quieres, puedes unirte –le sugirió.





NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 30

 


¿Podría haber una situación más embarazosa?


Paula se colgó del brazo de Pedro para dejarse llevar a pesar de lo idiota que se sentía.


–Ahora encima creerás que tengo un problema con la bebida –le dijo.


Pedro sonrió hasta que le salieron los hoyuelos en las mejillas y ella volvió a notar esa especie de descarga eléctrica.


–Quizá si te hubieras tomado diez copas, pero solo han sido tres y la tercera ni siquiera la has terminado –se detuvo junto a la mesa para que ambos pudiesen ponerse las sandalias–. En realidad me parece que la culpa es del desfase horario. ¿Podrás subir las escaleras? Si no, te llevo en brazos.


Le gustaba ir agarrada de su brazo. Pero no podía evitar preguntarse cómo sería tocarlo en otras partes del cuerpo. Seguro que la culpa de que se planteara esas cosas la tenía el alcohol.


Bueno, quizá se las hubiera planteado también sin haber bebido, pero por nada del mundo haría nada.


–Creo que puedo arreglármelas.


Con el teléfono móvil en una mano y el brazo de Pedro en la otra, fue avanzando poco a poco, pero al llegar a la puerta, se detuvo.


–¿No podríamos ir por el jardín, rodeando la casa?


–¿Para qué?


Se mordió el labio inferior, se sentía como una adolescente irresponsable.


–Me da vergüenza que alguien me vea en estas condiciones. Todo el personal de servicio cree que soy una persona horrible, pero ahora van a pensar que además soy una borracha.


–¿Qué importa lo que piensen?


–Por favor –le suplicó, tirando de él hacia el jardín–. Me siento muy estúpida.


–No tienes por qué. Pero si para ti es importante, entraremos por la puerta lateral.


–Gracias.


Lo cierto era que empezaba a sentirse mejor, pero no le soltaba el brazo por si acaso. Pedro le infundía seguridad. Y calor.


Fueron por el camino que rodeaba el palacio. Habían recorrido ya la mitad del camino cuando Paula oyó un ruido a su espalda.


–¿Qué ocurre? –le preguntó él–. ¿Vas a vomitar?


–No estoy tan borracha –respondió ella, ofendida–. Se me ha caído el teléfono.


–¿Dónde?


–Por aquí cerca, creo. Lo he oído caer.


Volvieron atrás unos pasos y lo buscaron durante varios minutos, pero no estaba en el camino, ni cerca de él.


–Puede que diera un bote y cayera entre las flores –dijo ella, agachándose.


Pedro meneó la cabeza.


–Si es así, es imposible que lo encontremos con esta luz.


–¡Llámame! –exclamó de pronto, sorprendida de que se le hubiese ocurrido una idea tan buena en la situación en la que se encontraba–. Cuando suene, sabremos dónde está.


–Claro, iré a sacar mi teléfono del agua para poder llamarte –dijo Pedro con sarcasmo.


–Es verdad. Lo había olvidado.


–Podemos buscarlo mañana.


–¡No! –quizá él pudiera deshacerse de su teléfono alegremente, pero ella se ganaba la vida trabajando y no tenía una secretaria que le organizase su día a día–. Además de que me costó una fortuna, ese teléfono es toda mi vida. Lleva mi agenda, mis contactos y mi música. ¿Y si llueve?


Pedro suspiró con resignación.


–Espérame aquí y traeré otro teléfono.


–¿Quieres que me quede sola en medio de la oscuridad?


–Te aseguro que puedes estar completamente tranquila.


–¿Y eso que decías de que había gente que estaría encantada de secuestrar a la futura reina?


–Puede que estuviera exagerando un poco –admitió con cierta vergüenza–. No te pasará nada.




jueves, 22 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 29

 


Sus miradas se encontraron y en los ojos de Paula encontró tanta esperanza y vulnerabilidad que Pedro tuvo que resistir el impulso de estrecharla en sus brazos. Bajó la vista hasta su boca, sus labios eran carnosos y parecían muy suaves, por lo que no pudo evitar preguntarse si serían así al tacto y a qué sabrían.


La fuerza de la excitación que sintió de pronto en la entrepierna lo agarró completamente desprevenido.


Fue ella la que apartó la vista, pero le dio tiempo a ver un destello de culpa en sus ojos y supo que, fuera lo que fuera aquel sentimiento tan inadecuado, ella también lo sentía.


Paula se frotó los brazos.


–Empieza a hacer fresco, ¿no?


–¿Quieres entrar?


–Todavía no.


Se quedaron callados varios minutos.


Paula tomó un trago e inmediatamente dejó el vaso en el suelo.


–Creo que ya he bebido suficiente. Estoy un poco mareada y se está haciendo tarde. Debería ir a ver qué tal está Mia.


Era extraño porque, aunque Pedro no había tenido intención alguna de pasar tanto rato con ella, ahora no tenía ganas de decirle adiós.


Lo cual era motivo más que suficiente para hacerlo.


–¿Quieres que te acompañe hasta tu habitación?


–En realidad creo que necesito que lo hagas porque, sinceramente, no sé si sabría encontrarla sola.


–Mañana le diré a Claudia que te imprima un plano del palacio –dos días antes no le habría importado, pero ahora quería que se sintiese a gusto. Era lo menos que podía hacer.


También él dejó su bebida y se puso en pie. Le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, ella se la dio y se alegró de que lo hiciera porque, al tirar de ella, se dio cuenta de que tenía tan poco equilibrio que probablemente se habría caído a la piscina.


–¿Estás bien? –le preguntó.


–Sí –parpadeó varias veces y luego meneó la cabeza como si tratara así de despejarse, pero agarrándole la mano con fuerza–. Me parece que no debería haber tomado la última copa.


Su mano parecía tan pequeña y frágil.


–¿Quieres volver a sentarte?


Tardó unos segundos en responder.


–Creo que debería meterme en la cama cuanto antes.


Lo primero que pensó él, con absoluta depravación, fue: «¿Quieres que me meta contigo?». Pero, aunque lo pensara e incluso lo deseara, jamás lo diría en voz alta. Y, lo que era más importante, jamás lo haría.