¿Podría haber una situación más embarazosa?
Paula se colgó del brazo de Pedro para dejarse llevar a pesar de lo idiota que se sentía.
–Ahora encima creerás que tengo un problema con la bebida –le dijo.
Pedro sonrió hasta que le salieron los hoyuelos en las mejillas y ella volvió a notar esa especie de descarga eléctrica.
–Quizá si te hubieras tomado diez copas, pero solo han sido tres y la tercera ni siquiera la has terminado –se detuvo junto a la mesa para que ambos pudiesen ponerse las sandalias–. En realidad me parece que la culpa es del desfase horario. ¿Podrás subir las escaleras? Si no, te llevo en brazos.
Le gustaba ir agarrada de su brazo. Pero no podía evitar preguntarse cómo sería tocarlo en otras partes del cuerpo. Seguro que la culpa de que se planteara esas cosas la tenía el alcohol.
Bueno, quizá se las hubiera planteado también sin haber bebido, pero por nada del mundo haría nada.
–Creo que puedo arreglármelas.
Con el teléfono móvil en una mano y el brazo de Pedro en la otra, fue avanzando poco a poco, pero al llegar a la puerta, se detuvo.
–¿No podríamos ir por el jardín, rodeando la casa?
–¿Para qué?
Se mordió el labio inferior, se sentía como una adolescente irresponsable.
–Me da vergüenza que alguien me vea en estas condiciones. Todo el personal de servicio cree que soy una persona horrible, pero ahora van a pensar que además soy una borracha.
–¿Qué importa lo que piensen?
–Por favor –le suplicó, tirando de él hacia el jardín–. Me siento muy estúpida.
–No tienes por qué. Pero si para ti es importante, entraremos por la puerta lateral.
–Gracias.
Lo cierto era que empezaba a sentirse mejor, pero no le soltaba el brazo por si acaso. Pedro le infundía seguridad. Y calor.
Fueron por el camino que rodeaba el palacio. Habían recorrido ya la mitad del camino cuando Paula oyó un ruido a su espalda.
–¿Qué ocurre? –le preguntó él–. ¿Vas a vomitar?
–No estoy tan borracha –respondió ella, ofendida–. Se me ha caído el teléfono.
–¿Dónde?
–Por aquí cerca, creo. Lo he oído caer.
Volvieron atrás unos pasos y lo buscaron durante varios minutos, pero no estaba en el camino, ni cerca de él.
–Puede que diera un bote y cayera entre las flores –dijo ella, agachándose.
Pedro meneó la cabeza.
–Si es así, es imposible que lo encontremos con esta luz.
–¡Llámame! –exclamó de pronto, sorprendida de que se le hubiese ocurrido una idea tan buena en la situación en la que se encontraba–. Cuando suene, sabremos dónde está.
–Claro, iré a sacar mi teléfono del agua para poder llamarte –dijo Pedro con sarcasmo.
–Es verdad. Lo había olvidado.
–Podemos buscarlo mañana.
–¡No! –quizá él pudiera deshacerse de su teléfono alegremente, pero ella se ganaba la vida trabajando y no tenía una secretaria que le organizase su día a día–. Además de que me costó una fortuna, ese teléfono es toda mi vida. Lleva mi agenda, mis contactos y mi música. ¿Y si llueve?
Pedro suspiró con resignación.
–Espérame aquí y traeré otro teléfono.
–¿Quieres que me quede sola en medio de la oscuridad?
–Te aseguro que puedes estar completamente tranquila.
–¿Y eso que decías de que había gente que estaría encantada de secuestrar a la futura reina?
–Puede que estuviera exagerando un poco –admitió con cierta vergüenza–. No te pasará nada.
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