Según su padre, Paula había transformado en arte la costumbre de cometer errores y tomar decisiones equivocadas, pero ahora todo era distinto. Ella era distinta, y todo gracias a su hija. Había sido duro enfrentarse sola a ocho meses de embarazo, durante los que le había aterrado la idea de traer al mundo a alguien que iba a depender completamente de ella. Había habido momentos en los que no había estado segura de poder hacerlo o de estar preparada para semejante responsabilidad, pero en cuanto había visto a Mia y la había tenido en sus brazos después de veintiséis horas de parto, se había enamorado locamente. Por primera vez en su vida, Paula había sentido que tenía una misión: debía cuidar de su hija y procurarle una existencia feliz. Esa era ahora su máxima prioridad.
Lo que más deseaba en el mundo era que Mia tuviese un hogar estable, con un padre y una madre, y casándose con Gabriel podría garantizarle a su hija oportunidades con las que ella jamás habría soñado. ¿No era motivo más que suficiente para casarse con un hombre que no… no la volvía loca? ¿No eran más importante el respeto y la amistad?
Al mirar por la ventana vio una limusina que acababa de detenerse a unos cien metros del avión.
Gabriel, pensó con una mezcla de alivio y emoción. Había ido a recibirla tal como le había prometido.
Agarró el bolso y a Mia y la azafata se hizo cargo de todo lo demás.
Allí estaba, empezando una nueva vida. Otra vez.
El piloto abrió la puerta del avión, dejando que entrara una bocanada de aire caliente cargado de olor a mar.
Salió del avión, el sol de la mañana brillaba con fuerza y el asfalto del suelo desprendía un calor asfixiante.
Se abrió la puerta de la limusina y a Paula se le aceleró el pulso al ver que asomaba un carísimo zapato, seguramente italiano, contuvo la respiración hasta ver al propietario de dicho calzado… momento en el que soltó el aire con profunda decepción. Aquel hombre tenía los mismos rasgos marcados, los mismos ojos de mirada profunda y expresiva que Gabriel, pero no era Gabriel.
Aunque no hubiese pasado horas leyendo cosas sobre el país, habría sabido instintivamente que el guapísimo caballero que iba en ese momento hacia ella era el príncipe Pedro Alfonso, el hijo de Gabriel. Era exacto a las fotos que había visto de él: oscuramente intenso y demasiado serio para tener solo veintiocho años. Vestido con unos pantalones grises y una camisa blanca que resaltaba el tono aceitunado de su piel y el negro de su cabello ondulado, parecía más un modelo que un heredero al trono.
Paula miró al interior del vehículo con la esperanza de ver alguien más, pero estaba vacío. Gabriel había prometido que iría a buscarla, pero no lo había hecho.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Necesitaba a Gabriel. Él tenía la habilidad de hacerle sentir que todo iba a ir bien.
«Nunca muestres debilidad». Eso era lo que le había repetido su padre desde que Paula tenía uso de razón. Así pues, respiró hondo, cuadró los hombros y saludó al príncipe con una sonrisa en los labios y una inclinación de cabeza.
–Señorita Chaves –le dijo él al tiempo que le tendía la mano para saludarla.
Paula se cambió de lado a Mia, que sollozaba suavemente, para poder darle la mano a Pedro.
–Alteza, es un placer conocerlo por fin –dijo–. He oído hablar mucho de usted.
Pedro le estrechó la mano con firmeza y mirándola a los ojos fijamente. Estuvo tanto tiempo mirándola y con tal intensidad, que Paula empezó a preguntarse si pretendía retarla a un pulso, a un duelo o a algo parecido. Tuvo que resistirse al impulso de retirar la mano mientras empezaba a sudar bajo la blusa y cuando por fin la soltó, Paula notó un extraño hormigueo en la piel que él le había tocado.
«Es el calor», pensó. ¿Cómo podía tener ese aspecto tan pulcro y fresco mientras ella se derretía?
–Mi padre le envía sus más sinceras disculpas –la informó con una voz profunda y suave que se parecía mucho a la de su padre–. Ha tenido que salir del país inesperadamente. Por un asunto familiar.
¿Salir del país? Se le cayó el alma a los pies.
–¿Ha dicho cuándo vuelve?
–No, pero me pidió que le dijera que la llamaría.
¿Cómo había podido dejarla sola en un palacio lleno de desconocidos? Tenía un nudo en la garganta y unas ganas tremendas de llorar.
Si hubiese tenido pañales y leche suficientes para hacer el viaje de regreso a Estados Unidos, seguramente se habría planteado la posibilidad de volver a subirse al avión y volver a casa.
Mia se echó a llorar y Pedro enarcó una ceja.
–Esta es Mia, mi hija.
Al oír su nombre, la pequeña levantó la cabeza del hombro de Paula y miró a Pedro con unos enormes ojos azules llenos de curiosidad, y el cabello rubio pegado a las mejillas por culpa de las lágrimas. Normalmente tenía cierto miedo a los desconocidos, por lo que Paula se preparó para los gritos, pero en lugar de estallar de nuevo, le dedicó a Pedro una enorme sonrisa que dejó ver sus dos únicos dientes y con la que podría haberle derretido el corazón hasta al más impasible. Quizá como se parecía tanto a Gabriel, al que Mia adoraba, la niña confiaba en él de manera instintiva.
Como si fuera algo contagioso, Pedro no pudo resistirse a dedicarle una sonrisa. Paula sintió ese placentero vértigo que notaba una mujer cuando se sentía atraída por alguien. Algo que, lógicamente, la horrorizó e hizo que se sintiera culpable. ¿Qué clase de depravada se sentía atraída por su futuro hijo político?
Debía de estar más cansada de lo que pensaba porque estaba claro que no pensaba con claridad.
Al volver a mirarla a ella, Pedro dejó de sonreír.
–¿Vamos?
Paula asintió al tiempo que se aseguraba a sí misma que todo iba a ir bien, pero al entrar a la limusina, no pudo evitar preguntarse si no se estaría metiendo en algo que quizá no pudiera controlar.