—¿Ya esta todo, querida?
Paula sonrió a su marido, mientras instalaba la tienda de campaña. Se trataba del quinto aniversario de boda y lo iban a celebrar pasando la noche en la peña favorita de Paula.
—No hace falta que te compliques mucho, Pedro. Sólo vamos a pasar una noche, al fin y al cabo.
Alfonso extendió una manta en el suelo.
—Lo sé. Ven aquí mujer —dijo Pedro imitando a los pioneros machistas del Oeste. A continuación, sonrió arrebatadoramente.
Sonriendo a su vez, Paula se sentó, abrazada a su marido.
Era 1 de julio. No disponían de mucho tiempo para celebrar su aniversario, porque el día 4, la fiesta nacional, iba a ser un día de mucho ajetreo. Llegarían nuevos turistas y había que estar muy pendientes de ellos.
Paula apenas podía creer que habían pasado cinco años desde que se conocieron. Su matrimonio había sido un éxito. Pedro disfrutaba enormemente trabajando con ella en el rancho. Cuando se ponía demasiado protector, ella sabía como hacerle reaccionar. Pedro era un esposo y un padre de familia ejemplar.
—¡Hace tanto calor! —dijo Paula, un poco sofocada—. No sé por qué te has empeñado en plantar la tienda…
Pedro sonreía sobre la cabeza de su mujer, que estaba acurrucada en el regazo masculino. Ambos disfrutaban del paisaje que se extendía a sus pies.
—Es que quiero revivir el pasado.
—¿Con una tienda? —preguntó Paula sin entender nada.
—Recuerdo el primer día que llegué aquí. Me pareció horrible tener que dormir en una tienda, sin tener intimidad para ligar con alguna turista soltera.
—O sea, que quieres hacer el amor en la tienda esta noche…
—Si tu quieres ser cariñosa y amable conmigo.
—¿Acaso no lo soy el resto del año? —le interrogó la ranchera.
Desde que se casaron, Pedro había sido tremendamente feliz, compartiendo la vorágine que organizaba su esposa cada día. Ella seguía siendo pura energía para el rancho aunque también era una excelente esposa y una buenísima madre.
Ambos tenían dos hijos: Jenifer, de cuatro años, y Kevin, de dieciocho meses. La niña era el vivo retrato de su madre y el niño adoraba los caballos. Ese amor por los animales lo había heredado de su madre, indudablemente.
—Ha llegado un fax con otra reserva para el día cuatro —dijo Paula, misteriosamente—. ¿A qué no sabes de quién?
—No será de Gabriela…
—Pues, sí. Cuando se lo he dicho a Claudio, se ha puesto muy contento.
—¡Pobrecillo! —exclamó Alfonso, con ironía.
—Silencio. Gabriela lo quiere de verdad —le reprendió Paula.
—La verdad es que no me los imagino casados.
—Tú tampoco querías casarte cuando llegaste por primera vez —replicó la ranchera.
Ella tenía razón.
—De acuerdo, lo admito. Pero Claudio no me saca ventaja.
—¿A qué ventaja te refieres? —preguntó Paula.
—El no te tiene a ti por esposa.
—Ah… —murmuró la granjera, poniéndose roja.
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