—Querida, levántate.
Paula murmuró algo incomprensible y se acurrucó un poco más al lado de su acompañante.
—Nos hemos quedado dormidos. Deben pensar que nos hemos fugado —dijo Pedro, consultando su reloj—. Son cerca de las ocho y media.
—No puede ser. Nunca me duermo por las mañanas —comentó Paula, sorprendida.
—Siempre hay una primera vez.
Paula se incorporó y se sentó sobre la manta, diciendo suavemente:
—¡Es de día!
—Es lo que te acabo de decir. Estoy seguro de que ya habrán organizado un pelotón de linchamiento o lo que sea necesario, por nuestra fechoría.
—No te has portado mal… Al revés, has sido un perfecto caballero.
Pedro creyó notar cierta decepción en su modo de pronunciar la palabra caballero.
—La verdad es que lo que más me apetecía era transgredir las normas del honor…
—Mmh —murmuró Paula bostezando y estirándose con gracia—. Si tener fantasías sexuales fuese un delito, la población masculina al completo debería estar encarcelada. Pero tú, sin embargo, estarías a salvo.
Pedro no quedó muy satisfecho con ese comentario de Paula.
«¿Hasta cuándo tendré que reprimir mis ardientes deseos?», pensó Alfonso, desesperadamente.
En efecto, el hecho de ver como se estiraba su acompañante, lo excitó y le hizo sentirse incómodo. La verdad era que durante toda la noche había sentido una necesidad de hacer el amor, prácticamente incontenible.
Paula tenía el cabello despeinado y no llevaba ni pizca de maquillaje, teniendo en cuenta que su cutis era perfecto. La camisa que llevaba era verde y realzaba más aún el color de sus ojos. Y los téjanos que llevaba eran anchos y cómodos.
—Más vale que volvamos pronto al rancho. No quiero que tus abuelos se preocupen por nosotros. Me caen bien y no quiero molestarlos.
—De acuerdo —dijo Paula, recogiendo los cristales rotos, la manta y lo que quedaba de la botella de champán.
Pero antes de buscar a su montura, Pedro la tomó por los hombros.
—Querida, respecto a lo que te dije anoche… no tuve la intención de herirte. Eres una persona realmente especial para mí.
Mientras cabalgaban, Paula lo escuchaba en silencio, mordiéndose la punta de la lengua para no deshacer el encanto del momento. Según Alfonso ella era especial, pero sin duda, no lo suficiente para su status. Por otra parte, el rancho era algo sólido y real, nada comparable a un amor pasional que le fuese a romper el corazón.
—No te preocupes. Yo tampoco quise herir tu orgullo, Pedro.
—Lo que pasa es que te deseo tanto, que mi cabeza no funciona bien —murmuró Alfonso acariciando sensualmente con sus pulgares, las mejillas y los labios de Paula.
—Por favor, no hablemos de eso, dijo la vaquera trotando con su montura al mismo ritmo que Pedro y la suya.
—¿Por qué? No somos un par de adolescentes condicionados por el comportamiento de nuestras hormonas desbocadas. Somos adultos y como tales, podemos hablar de nuestras necesidades sexuales con toda libertad.
—Sí, somos dos adultos, pero con unas hormonas incontrolables. Es como si pusiéramos una cerilla encendida en un charco de gasolina… Démonos prisa, aunque falta poco, no quiero que piensen que nos hemos fugado. En fin, lo más probable es que nos hayan visto desde la casa principal.
—Si yo fuera tu abuelo, no te habría dejado dormir conmigo antes de la boda.
—¿Sabes lo que te digo Pedro Alfonso? Eres un impostor y además, un mojigato —dijo Paula, sonriendo.
—Te equivocas.
—Por supuesto que estoy en lo cierto.
Paula le observó de arriba abajo: tenía el pelo revuelto, la barba le oscurecía la cara y los ojos todavía adormilados. Era todo un hombre. El sexo opuesto, por excelencia. La vaquera tuvo que admitir que realmente era perfecto, a pesar de su pizca de gazmoñería.
—No me gusta que me veas como un mojigato. Los hombres jamás son cursis en ese sentido.
—Eres muy moderno queriendo tener una aventura conmigo, pero si se tratase de tu hija, al mínimo problema llamarías a la policía.
—No pienso tener una hija —dijo Pedro, testarudamente.
Paula reaccionó con un gesto de desaprobación.
—Pues peor para ti.
—¡Hey! Tampoco es un crimen no querer tener hijos. Los chicos de la zona donde vivo me llaman el Ogro.
¿Acaso le gustaría a un crío que a su padre lo llamaran el Ogro?
Ya habían regresado al rancho.
Paula estaba a punto de decirle a Pedro que se merecía el apodo, cuando de repente, abrió la puerta de la casa su abuela.
Eva Harding era pura complicidad: no paraba de sonreírles y de guiñarles el ojo.
—Pasad y tomad el desayuno. Me preguntaba si todavía estaríais dormidos.
—Sentimos haberla preocupado, señora Harding —dijo Pedro, notando la mirada airada de su acompañante—. Quiero decir, abuela. La culpa de que nos hayamos quedado dormidos la ha tenido el champán.
Eva rió e investigó el interior de la cesta que les había dado la noche anterior: todavía quedaba vino espumoso.
—Os habéis embriagado mutuamente, sin apenas alcohol. ¡Cielos! Todavía me acuerdo de cuando Samuel y yo estábamos recién casados —dijo la abuela, sonriendo tiernamente—. Subimos a esa misma roca y estuvimos hablando durante horas y horas.
—Nosotros también estuvimos hablando… —comentó Paula, con la intención de aclarar cómo habían pasado la noche.
—¡Es la hora del desayuno! —les instó Eva, sin hacer caso de la puntualización de su nieta.
En la mesa había crujientes panecillos con jamón y patatas fritas del lugar. Además, de postre podrían tomar fresas y melocotones en conserva, así como mantequilla recién hecha de la casa. ¡Menudo festín! Pedro estaba realmente hambriento: el aire puro de Montana y el trabajo duro le habían abierto el apetito notablemente, en los últimos días.
Una sonrisa de satisfacción apareció en los labios de Alfonso, a pesar de estar molesto por tener que seguir con la comedia del compromiso. ¡Nunca había disfrutado tanto de un desayuno!