Siete horas más tarde, los jóvenes estaban dirigiendo el ganado, mientras Paula disfrutaba de su caballo, excelentemente domado para ejercer las labores propias de su condición. Sin embargo, la montura de Pedro, estaba tan bien entrenada, que apenas necesitaba un jinete para hacer su cometido. Por si quedaba algún cabo que atar, para eso estaba Bandido, el mejor perro pastor del rancho.
Alfonso respiró profundamente, disfrutando mientras cabalgaba. Ya era capaz de reconocer cuál era el hierro del rancho, teniendo en cuenta que todas las reses lo llevaban marcado en una de las ancas. Además, la marca podía verse en las vallas bien cuidadas que rodeaban al ganado.
Paula llevaba una grapadora que marcaba, con un marchamo en las orejas, a las reses que así lo precisaban. Cuando realizaba esa tarea lo hacía con mucho cuidado para no hacer sufrir demasiado a los animales. Se notaba que estaba muy ligada a la naturaleza, y eso la enriquecía enormemente.
—¿Cuántos hectáreas tiene el rancho en total? —le preguntó Pedro a la vaquera, que acababa de juntar a un par de vacas rezagadas, al resto de la manada.
—Unas dos mil quinientas, aproximadamente —contestó Paula.
Alfonso tiró de las riendas en seco y paró a su caballo. La respuesta le había sorprendido, aunque pensándolo bien, se trataba de algo coherente.
—¿Qué es lo que ocurre? —dijo Paula, sin parar a su montura y mirándolo por encima del hombro.
—Pero Paula, es una extensión demasiado grande para que la puedas comprar con tu sueldo de profesora.
No le extrañaba que Samuel Harding, no tomara en serio a su nieta… Pedro sentía tener que hablar con Paula de sus proyectos más personales, porque no quería poner más trabas entre Paula y él.
—Como ya te he dicho en alguna ocasión, trabajo como profesora en el turno de noche, apenas tengo gastos y lo que he ahorrado está francamente bien invertido.
—Siento meterme en tus asuntos, pero creo que por mucho dinero que hayas reunido…
—No sabes de lo que te estoy hablando, Pedro.
Cuando Paula le dijo a cuanto ascendía la suma de sus ahorros, Alfonso dio un brinco en su caballo. Una vez más, había subestimado a la joven vaquera. Desde luego, alguien capaz de plantearse de ese modo la conquista de su sueño dorado, merecía ser tomado muy en serio.
—De acuerdo, me has dejado impresionado. Pero creo que tu abuelo podía arreglar las cosas de manera que en cuanto las cifras no cuadrasen, él pudiese recuperar el control de la propiedad. Incluso después, podría venderle la finca a algún extraño.
—Sí, claro —contestó Paula, calándose un poco más el sombrero que llevaba.
Aquello irritó a Pedro, que deseaba saberlo todo de aquella deliciosa vaquera emprendedora. Alfonso le retiró ligeramente el sombrero, tal y como lo tenía antes. No podía soportar la idea de que ella le ocultase algo de su vida… por muy pequeño que fuese el detalle.
—Dime, Paula. ¿Tu abuelo no quiere venderte la finca por una cuestión exclusivamente de dinero?
—Por supuesto que no —respondió la vaquera, mordiéndose un labio e incluso haciéndose sangre—. Lo que pasa es que el rancho es muy importe no sólo para nosotros. Llevar una finca hoy en día no es un negocio de mucho rendimiento. Por eso algunos rancheros que necesitan cubrir gastos extras colaboran con nosotros en verano, atendiendo a los turistas. De esa manera todos salimos ganando. Ésa es la razón por la que Samuel Harding considera que no puede tener pérdidas: para no dejar en la calle a los otros vecinos que trabajan con él.
—O sea, que no se trata únicamente de una cuestión de orgullo —dijo Pedro, con interés.
Paula dio un suspiro y contestó:
—Sí y no. Creo que el abuelo confiaría la propiedad a alguno de mis hermanos, pero nunca a una mujer, teniendo en cuenta los riesgos que implica este negocio.
—¡Oh, Paula, lo siento!
Paula sintió un escalofrío, a pesar del calor que hacía.
—En estas circunstancias, Samuel Harding, confiaría en algún inversor ajeno, pero bien respaldado económicamente, por si vinieran malos tiempos.
Alfonso se secó el sudor de su frente con un pañuelo. El rancho podía hacer pensar en que todo era fácil y divertido. Y sin embargo, constituía una parte importante de la economía local.
—Querida, creo que tu abuelo tiene razón.
—¿Tú crees? —preguntó Paula atentamente, en vez de enfadarse—. Adoro este rancho… Amo cada árbol, cada animal e incluso cada roca. Haría cualquier cosa por la gente que depende de nosotros, porque son parte mía. ¿Crees que estaría mejor en otras manos, teniendo todo el dinero del mundo?
Pedro pensó que tenía razón, pero que no dejaba de ser una tremenda cabezota como Samuel Harding.
—¿Entonces?
—No sé qué decirte… —balbuceó Alfonso.
De pronto, Bandido se puso frente a ellos con un ladrido. ¡Ya era hora de que volvieran al trabajo!
Ambos jóvenes se pusieron en marcha y Pedro fue consciente de lo importante que empezaban a ser los sueños de Paula para él. Más importantes aun que sus propias aspiraciones.
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