A pesar de todo, no iba a permitir que Pedro viera cómo se sentía. No iba a encogerse de miedo bajo aquella mirada incisiva y lacerante, y tampoco iba a permitir sentirse intimidada por él. Sólo estaba preparada para admitir que había sido una desagradable sorpresa darse cuenta de que la estaba esperando en el aeropuerto. Era algo que no había esperado nunca, aunque había escrito a los abogados para informarles de sus planes, planes que sabía que a él no le gustarían pero que no tenía intención de cambiar. Una sensación de triunfo le recorrió el cuerpo al pensar que le había derrotado en algo.
–No has cambiado, Pedro–le dijo armándose de valor–. Resulta evidente que sigues sin gustarte que yo sea la hija de mi padre. Es normal, ¿no te parece? Después de todo, fue en parte por tu culpa por lo que mis padres se separaron, ¿verdad? Tú fuiste el que los traicionó frente a tu abuela.
–Jamás se les habría permitido que se casaran.
Pau sabía que eso era cierto. Su propia madre se lo había dicho, con más tristeza que amargura en la voz.
–Si se les hubiera dado tiempo, habrían encontrado el modo de hacerlo.
Pedro apartó la mirada. En su pensamiento, había un recuerdo que no deseaba revivir. El sonido de su propia voz, a los siete años, contándole ingenuamente a su abuela el modo en el que su niñera y él se habían encontrado inesperadamente con su tío cuando ella llevó al niño a visitar la Alhambra. No se había dado cuenta de que se suponía que su tío estaba en Madrid para resolver unos negocios familiares ni había comprendido el significado de lo que parecía un encuentro completamente fortuito.
Sin embargo, la abuela de él lo había comprendido perfectamente. Felipe era el hijo de María Romero, su más antigua amiga, una viuda aristocrática pero empobrecida. Cuando María se enteró de que tenía un cáncer terminal y que sólo le quedaban unos meses de vida, le había pedido a su amiga que adoptara a Felipe, que por entonces sólo tenía doce años, después de su muerte y que lo cuidara como si fuera su propio hijo. Tanto la abuela de Pedro como la madre de Felipe habían compartido la creencia de que los miembros de ciertas familias deberían casarse única y exclusivamente con los que compartieran con ellos nobleza de sangre y tradición.
–Jamás se les habría permitido que se casaran –repitió él.
Era un hombre odioso, arrogante, con un orgullo tan frío como el hielo y tan duro como el granito. Técnicamente, la madre de Paula había muerto de un fallo cardiaco, pero, ¿Quién podría asegurar que parte de esos problemas de corazón no habían sido causados por un corazón roto y unos sueños destruidos? Su madre sólo tenía treinta y siete años cuando murió y ella, dieciocho. Seguía siendo una adolescente, a punto de ir a la universidad. Sin embargo, ahora, a sus veintitrés, era ya una mujer.
¿Era un cierto sentimiento de culpabilidad lo que creía ardiendo en la sangre heredada de nobles de alta cuna? Lo dudaba. Pedro no era capaz de tener tales sentimientos ni de ningún otro tipo hacia las personas. Su sangre no se lo permitía. Sangre que susurraba que, en el pasado, se había mezclado con la de una princesa mora a la que deseaba el orgulloso castellano que era enemigo de la familia de aquélla y de la que la había arrancado para su propio placer. Después, le dio a la esposa que compartía su línea de sangre el muchacho que nació de aquella relación prohibida y dejó que su concubina muriera de pena por la pérdida de su hijo.
Pau se podía imaginar muy bien que una familia que tuviera como descendiente al hombre que estaba frente a ella pudiera ser capaz de un acto tan terrible. Cuando a su madre le contaron por primera vez la historia de aquel duque castellano, lo había vinculado inmediatamente con el hombre que ostentaba el ducado en aquel momento. Los dos compartían la misma crueldad hacia los sentimientos de los demás, la misma arrogante creencia de que lo que eran les daba derecho a arrollar a los demás seres humanos, a hacer juicios sobre ellos y a condenarlos sin permitirlos que se defendieran siquiera. El derecho a impedir que una niña tuviera acceso a su padre, a impedir que lo conociera y lo amara simplemente porque no consideraban que aquella niña fuera digna de ser parte de la familia.
Su padre... Saboreó las palabras. Había pasado una gran parte de su vida preguntándose por su padre, imaginando en secreto que se conocían, deseando íntimamente aquella reunión. En casa, en su elegante piso, tenía una caja en la que guardaba todas las cartas que le había escrito en secreto a su progenitor y que nunca había enviado. Cartas que había mantenido ocultas hasta de su madre para no herirla. Cartas que jamás había enviado... excepto una.
La familia de Felipe podría haber sido la que originalmente separara a sus padres, pero era Pedro quien había evitado que Paula mantuviera contacto alguno con su padre. Pedro le había negado el derecho de conocer a su padre porque no la consideraba lo suficientemente buena para ser reconocida como miembro de la familia.
Al menos su padre había intentado compensarla en cierto modo por haber permitido que la apartaran de su vida.
–¿Por qué has venido, Paula?
La frialdad de la voz de Pedro avivó el orgullo de Paula.
–Sabes muy bien por qué estoy aquí. He venido por el testamento de mi padre.