La consulta del doctor Greene llevaba treinta años oliendo igual, pensó Pedro mientras se sentaba a esperar y hojeaba una vieja revista de golf. Y la decoración tampoco había cambiado. Dejó la revista. Ni siquiera le gustaba el golf. Sacó su teléfono y miró el correo. Nada interesante.
Odiaba las salas de espera. Odiaba esperar. Miró el reloj del teléfono. Ya llevaba allí quince minutos. Si hubiese sido por él, ni siquiera habría ido al médico. Maldijo a Gabriel. Ya se le curaría la pierna.
Una madre y su hijo salieron de la sala. El niño tosía. En cuanto la puerta se hubo cerrado, la recepcionista, Carola, que también llevaba allí toda la vida, le hizo un gesto a Pedro.
—Ya puedes pasar.
Hector Greene debía de tener casi setenta años. Tenía el pelo, o lo que le quedaba de él, cano, la barba blanca como la de Santa Claus y los ojos azules. El doctor Greene había sido el médico de su abuela desde siempre y el suyo también, si es que se suponía que tenía un médico. Este se levantó al verlo entrar cojeando a la sala y le tendió la mano.
—Pedro, ¿cómo estás?
—He estado mejor, doctor.
El médico le hizo un gesto para que se sentase y tomó asiento también.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, ¿no?
—Unos cinco años.
El médico asintió.
—Siento lo de tu abuela. Sé que ha sido una gran pérdida para ti.
—Sí.
—¿Qué te ha pasado? Cojeas.
—Me han pegado un tiro.
Si la noticia sorprendió al médico, no se le notó.
—Ajá, ¿y cuándo ha sido eso? ¿Quién te ha tratado?
Sacó un cuaderno y empezó a escribir.
—Hace aproximadamente una semana. En Libia. Gracias a mi jefe pude ir a un hospital militar. Me hicieron una radiografía y, al parecer, no ha quedado ningún fragmento dentro. Me dieron unos puntos y me dijeron que me podía marchar.
El médico militar le había dicho eso y alguna cosa menos agradable. Se encogió de hombros.
—Ya sabes que me curó pronto. Siempre has dicho que tenía la cabeza dura como una piedra.
—Pero no estás hecho a prueba de balas. Deja que eche un vistazo a la herida.
—Voy a necesitar que me hagas un informe diciendo que puedo volver a trabajar.
El doctor Greene se levantó y le dijo:
—Bájate los pantalones y le echaremos un vistazo.
Pedro lo siguió hasta la camilla intentando no cojear, se quitó los pantalones y se sentó en ella.
—Vaya —comentó el médico—. Se está curando bien. ¿Has dicho que es de hace una semana? Te la volveremos a vendar y todo debería ir bien.
Fue a buscar material a un armario.
—Te voy a poner una gasa y una venda limpia —empezó—. Cuando deje de supurar podrás dejar la herida al aire para que se cure antes. Tardará unos días. Seca la herida con pequeños toques después de ducharte.
—Estupendo, gracias —dijo Pedro después de que le hubiese puesto la venda.
Se alegraba de que no le hubiesen echado un sermón
—Ponte los pantalones y siéntate otra vez —le dijo el doctor Greene.
A regañadientes, Pedro volvió a la silla que había delante del escritorio.
El médico apartó su libreta y lo miró fijamente.
—¿Cómo lo llevas?
—Bien.
Se hizo un silencio que Pedro no quiso romper.
—Ha sido una época emocionalmente agotadora. Has perdido a alguien especial y tienes una herida bastante importante, que es lo que te ha traído a casa. Y todo eso te va a pasar factura.
—Estoy bien —repitió él sin convicción. Estaba frente al hombre que había tratado a su abuela hasta el final de sus días. Se humedeció los labios—. Mi abuela… parecía estar bien cuando vine a casa hace seis meses…
El médico tardó unos segundos en responder.
—Aurora Neeson tuvo una vida envidiable. Fue independiente hasta el final —dijo sonriendo—. Y ya sabes lo importante que era eso para ella. No obstante, cada vez estaba más frágil. Tuvo un ataque bastante fuerte y murió en el hospital sin llegar a recuperar la consciencia.
—¿Sufrió?
El médico negó con la cabeza.
—No, no te preocupes.
—Bien —dijo Pedro, aliviado—. Ojalá hubiese estado aquí.
—Lo sé. Tu abuela estaba muy orgullosa de ti.
Pedro notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y eso le horrorizó. Se aclaró la garganta y cambió de tema:
—Una agente inmobiliaria ha estado en la casa —dijo, frotándose la pierna mala—. Ha sacado los muebles de mi abuela y la ha redecorado. Todo está cambiado.
—Sí. Conozco a la joven, es de Dalbello, muy agradable. Lo hará bien.
Pedro no tenía fuerzas para hablar de sus confusos sentimientos, así que dio las gracias y se levantó. Fue cojeando hasta la puerta y se dio cuenta de que el médico tenía razón. No estaba bien aunque fingiese estarlo.